viernes, 30 de octubre de 2009

El furioso clima en la isla de tu recuerdo (Pt7)


Por Fred Borbor

No sé si recuerdas aún la noche más importante de nuestra historia, Elena. Si es que no lo haces, déjame contártela por favor. Sé que no te es algo muy agradable el rememorar aquel paraje de nuestras vidas, así como no lo es el leer esta misiva. También sé que es probable que tu muy bien mecanizada psique ya se haya encargado de convertir en leves y pobres rumores tus recuerdos a mi lado y especialmente los concernientes a esa noche. Pero, vamos, déjame contártela. No seas malita. Dame ese último y delicioso placer. Prometo que después de esta, no tendré ninguna dicha más contigo. Palabra de Pancho.

Uno de nuestros amigos tuvo la gentileza y la fineza de ofrecerse para llevarnos a casa esa noche después de la grandiosa fiesta que hubo por tu cumpleaños en aquel pequeño pero acogedor club del centro de la ciudad. Era un amigo entrañable al que ahora recuerdo con mucha nostalgia y al que también perdí por ser tan poco condescendiente con el cariño que tanto me prodigó durante aquel tiempo. Te pido por favor que cuando hables con él –ya que estoy seguro que tú sí supiste valorar su amistad–, le mandes mis saludos y mis más sinceras gratitudes por todo el apoyo y amor que siempre nos brindó.

La cantidad exagerada de licor que habíamos ingerido durante la fiesta nos había pasado la factura y ambos nos tumbamos en los asientos traseros del hermoso carro que tenía nuestro amigo. Nuestra ebriedad era tal, que no podíamos siquiera pronunciar bien las palabras con las que queríamos seguir la conversación de nuestro benefactor y sólo nos dedicamos a balbucear frases ininteligibles e inconexas. No quiero imaginar ahora lo que puede haber estado pensando aquel amigo nuestro mientras nos escuchaba hablarle de una forma tan ridícula. De seguro debe haberse muerto de la risa en cuanto ya no nos tuvo cerca o quizá lo hizo en ese mismo momento. ¿Quién sabe? Yo ni siquiera puedo recordar muy bien de qué trataba nuestro tema de conversación con él en esos momentos.

Una vez llegados a la casa, nos despedimos de nuestro amigo quien se mostró preocupado por la forma en la que pretendíamos llegar a nuestros aposentos. “No te preocupesh comphañero”, le dije, “creo que ya hicishte shufishiente con traernosh. Ahora déjame llevar a esta shica a dentro y sheguir shelebrando shu cumpleañosh, ¡hic!”, le dije y él emitió una sonora carcajada, me guiñó el ojo, subió a su vehículo y, levantando la mano, se alejó en medio de la madrugada.

¡Demonios, Elena! Te veías tan hermosa esa noche, que no puedo evitar repetirlo una vez más en esta carta. Aquella translúcida blusita roja que elegantemente vestías, combinada con aquel pantalón negro licrado que tan bien se ajustaba a tus piernas y glúteos, demostrando una vez más que tenías unas hermosas piernas y un maravilloso y celestial poto, hicieron que me olvide por unos minutos del alcohol que recorría mis venas a velocidades indescriptibles, y te mire con éxtasis mientras te llevaba en mis brazos hacia la recamara, haciendo incluso que no me fije bien en el camino ni en la estructura del suelo que estaba pisando, por lo que me tropecé con algo que no pude ver y ambos caímos estrepitosamente sobre la alfombra del pasadizo. ¡Cómo nos reímos en ese momento mientras a duras penas tratábamos de levantarnos, Elena. Hasta que por la gracia divina, pudimos llegar hasta nuestros aposentos e intentamos descansar.

“Quítame la ropa”, me dijiste e imprudentemente esperé a que me dijeras algo más. Talvez lo hice por la necesidad que tenía en esos momentos de escuchar alguna petición directa de tu parte. Alguna frase que me indique qué hacer, qué es lo que realmente querías o deseabas, y no sólo actuar según mi criterio, obligándote a soportar mi proceder según mis propios términos. Pero al cabo de unos segundos te hice caso. Con diligencia te quité aquella hermosa blusa roja translúcida y aquel pantalón negro licrado y me quedé prendado –una vez más– de las formas de tu bello cuerpo atrapado en aquellas diminutas prendas interiores (sé que ya lo mencioné antes, pero quiero hacerlo nuevamente: tu cuerpo tan bien formado, tan bien esculturado y tan finamente diseñado, Elena). Sentí entonces un fuerte impulso de deseo al disfrutar de una vista tan portentosa y tan sensual. No me atreví a hacerte ningún requerimiento porque ya conocía tu habitual flojera para las artes de la intimidad. Al parecer entendías que tan hermoso cuerpo no necesitaba hacer esfuerzo alguno por complacer a nadie. Que con su belleza era suficiente y que quien tenga el honor de poseerlo debería tenerse por complacido sólo por ese placer. Empezamos a besarnos frenéticamente impulsados por las grandes cantidades de alcohol ingeridas en la fiesta de tu cumpleaños. Te tomé el rostro y con una extraña voz de autoridad te dije que eras mía y que nunca podrías ser de nadie más. Tú me respondiste que sí, que nunca serías de nadie más, que siempre serías mía. Nuestros besos se sucedían casi con violencia por todos los rincones de nuestros cuerpos. Tu lengua me baño por completo de su humedad y tus dientes mordieron una y mil veces cualquier espacio de carne que encontraba entre mis movimientos. Sentíamos cómo el cuarto daba miles y miles de vueltas haciéndonos perder la noción de espacio, tiempo, formas o sentimientos. Creo que aquella noche nos convertimos en algo parecido a un par de caníbales hambrientos que con cada choque de bocas, con cada roce de cuerpos y con cada jadeo expulsado, daban la impresión de estar sumergidos en una lucha carnívora más que en una sesión amatoria y romántica. Fue la primera y única vez en la que realmente sentí que nuestros más profundos sentimientos de deseo se manifestaron de manera honesta, distinta de aquellas oportunidades cuando los postergábamos con estúpidos orgullos de seres indomables. Te arranqué con furia el sostén y tus grandiosos senos saltaron al vacío moviéndose con gracia. Empecé a disfrutarlos con virulencia y vigorosidad, las mismas que no tenía en las mañanas de cada día cuando despertábamos y antes de despegar nuestros adormilados cuerpos de entre las sábanas, me tomabas de la cabeza, te quitabas la pijama y pegabas mi rostro a tus pechos para dejarme succionarlos por largos minutos como si fuese un bebe recién nacido. Te levanté las piernas y casi con brusquedad te despojé de aquella sexy y diminuta trusa color blanca que llevabas puesta y comencé a acariciar tu intimidad con mis labios, besándote con pasión adolescente y moviendo mi lengua como una serpiente para que puedas sentirla y disfrutarla dentro de ti. De repente, en la única ocasión que recuerdo de alguna iniciativa tuya en nuestros revuelcos de la intimidad, me cogiste por el rostro y me dijiste: “¡Ponte de pie Pancho!”. Aturdido por mi estado de ebriedad y casi sin entender lo que buscabas hacer, te obedecí y me puse de pie con las dificultades que suponían el tratar de hacerlo en estado etílico. A cambio, recibí de tu parte uno de los mayores gozos que la vida me ha podido dar: sentir tus labios, tu lengua, tu paladar y tus encías acariciándome la masculinidad y elevándome hasta un desconocido éxtasis libidinoso. Pensé por unos instantes que aquel era mi mayor momento de satisfacción varonil a tu lado, pero mientras tus dientes rozaban un poco mi bálano, me miraste con tus feroces ojos marrones y me hiciste saber que ese momento no le pertenecía a nadie más que a ti, porque contenía la mayor carga de tu autoridad sobre mí al tenerme controlado por completo en lo físico y en lo psicológico. Me aturdió tu mirada, es verdad. Aún en esos momentos de ebriedad y de lascivia, era incapaz de mostrarme sereno ante los efectos de tu poderosa mirada y tu poderosa boca, Elena. Esperaste paciente a que alcance mi clímax, me pediste por favor que lo haga. Te juro que quise hacerlo, Elena, pero no podía. Le eché la culpa a mi enfermizo gusto por postergar el máximo tiempo posible mi clímax. “Entonces me quedaré aquí el tiempo que sea necesario” me dijiste. No te contradije. Levanté el rostro al cielo y en un ademán de agradecimiento cerré los ojos y seguí disfrutando de tan deliciosa libación. Cuando vi que no había forma en la que pueda vaciar mi simiente en tu boca, tal como lo deseabas, cargué tu precioso cuerpo desnudo y lo arrojé sobre la cama mirándote con imperio. Te ordené abrir las piernas y me eché sobre tu cuerpo. Tú me abrazaste muy fuerte diciéndome que me pegase a ti y que nunca me vaya. Tus piernas rodearon mi cintura y tus dientes se clavaron en mis hombros mientras con la violencia digna de dos amantes ebrios de amor y de pasión nos movíamos con vigor, consumando nuestra historia en cada penetración, asesinando con furor nuestras barreras personales en un vaivén de choques genitales que nos hicieron olvidar por completo de la existencia del mundo entero, creyendo por primera vez que lo nuestro era verdadero y que aquel sentimiento que nos unía era eterno. Después de pasar varios minutos con nuestro meneo demencial, cambiamos de posición, tú te apostaste encima de mi cuerpo para controlar más la situación y dar una cuota de esfuerzo a la locura lujuriosa en la que se había convertido aquella noche de cumpleaños. Tus movimientos también se volvieron violentos cada vez que ibas pasando más tiempo encima. Mientras lo hacías no dejabas de mirarme a los ojos y con cada caída encima de mi pelvis me ibas diciendo que yo era sólo tuyo y que nunca sería de nadie más. Yo te respondía que sí, que era tuyo y que nunca sería de nadie más. Me tomaste por la barbilla y mientras golpeabas mi cuerpo con tu cuerpo, con las palabras sofocadas por los movimientos que hacías y con la vigorosidad de una hembra en celo que llega al punto máximo de su excitación, me dijiste aquellas palabras jadeantes que ahora tanto recuerdo: “Tú-nun-ca-se-rás-de-o-tra.” Y yo con el aliento contenido, clavé también mis ojos en los tuyos y casi con furia te dije: “¡Nunca!”. Así seguimos casi hasta el amanecer, retozando nuestros cuerpos en una bulliciosa y furibunda lucha que más parecía el producto del deseo de asesinar los demonios que teníamos y que no nos dejaban avanzar con nuestra historia. Esa noche hicimos el amor con la fuerza y la cólera que nos daban los deseos postergados el uno por el otro. Saldamos nuestras cuentas pendientes de una forma salvaje y rudimentaria. Ya no importaba cuánto me gustabas o cuánto me excitaba tu precioso cuerpo. Ya no importaba cuánto te aferrabas a mí en tu naufragio sentimental. Sólo importaba la honestidad con la que nos estábamos poseyendo y la fluidez de nuestros verdaderos sentimientos. Tus subidas y caídas encima de mi cuerpo no culminaban y tú te mostraste cansada. Tu cuerpo sudoroso mojó al mío con vehemencia y tus besos desesperados, cual si fuesen los últimos que estarías dando en tu vida, me decían que a pesar de eso no querías parar. Te echaste boca abajo sobre la desordenada cama, mostrándome las bondades de tu espalda desnuda y de tus piernas homicidas. Nos unimos nuevamente formando un solo cuerpo, tú de espaldas a mí y abrazando la cama, yo cubriéndote toda la espalda con mi cuerpo y abrazándote mientras ambos jadeábamos como botando nuestros últimos alientos de vida. Ya para ese momento nos encontrábamos en los límites de nuestra capacidad de resistencia al placer (yo por lo menos sentía que ya no podía resistirme más al deleite de una buena culminación de toda aquella fogosidad), y ambos llegamos al clímax orgásmico con todo el gozo que nuestros sentidos nos pudieron dar. No nos importó ninguna regla de buen resguardo sexual. No nos interesaron las normas de cuidado y de planificación familiar. No pensamos siquiera en la posibilidad de privarnos del deleite de completar hasta el último segundo aquella jornada de verdadera entrega mutua. No quisimos desaprovechar ningún instante de la primera vez en la que hicimos verdaderamente el amor, en la que nos poseímos con una honestidad bravía, y nuestros gritos alocados y desesperados inundaron cada rincón de nuestra casa. Ahora, desde mi enclaustramiento voluntario, te digo que aquella fue la primera vez que tuve las agallas suficientes para descargar mi simiente dentro del cuerpo de una mujer, Elena. No sé si fue por el descontrol producido por el alcohol o simplemente por el descuido y despreocupación que me generaban el hecho de sentirme plenamente complacido a tu lado, pero lo hice y no tuve ningún empacho en hacerlo. Me deleité con aquel rico estrujamiento hormonal producido por el placer que me daba tu cuerpo. Aún no cruzaba por mi mente la idea de paternidad y el sólo hecho de pensar en la responsabilidad que eso me acarrearía me causaba una sensación de temor y cobardía únicas, pero... ¡qué chucha! Cuando dos personas hacen el amor de una forma tan maravillosa y son amenizados por el alcohol y la pasión desbordada, no existen paternidades no deseadas que impidan el goce de un buen orgasmo completo. Además, es probable que todos nosotros estemos en este mundo gracias a enredamientos de cuerpos como el que tú y yo tuvimos aquella noche, la más importante de nuestra historia. Nos abrazamos con fuerza mientras temblábamos de satisfacción y nos quedamos tumbamos en la cama, fascinados, diciendo una y otra vez: “woww!”. Los efectos del alcohol regresaron y el cuarto empezó a dar miles de vueltas nuevamente a nuestro alrededor. Finalmente nos acomodamos como dos niños inocentes y nos quedamos profundamente dormidos no sé hasta qué ahora.

Las semanas que llegaron después de aquella maravillosa noche, se convirtieron en un compendio de virtudes y defectos de pareja establecida. Problemas caseros, problemas económicos, pequeñas alegrías, pequeñas decepciones, algunas desavenencias; pero en general, nada que no se parezca a una convivencia de pareja plena y enrumbada. Pero sobre todo, empezamos a disfrutarnos más.

Nos levantábamos muy temprano, a veces faltando dos horas para que el sol comience a despuntar sus primeros rayos, con el único propósito de ganarle tiempo al tiempo y poder enredar nuevamente nuestros cuerpos en el juego amatorio. Algunos días yo pecaba de imprudente e interrumpía tu sueño con mis besos y mis caricias, invitándote con impaciencia a unirte a mis ansiosas pretensiones de amores matinales para empezar el día con tu aroma y con tu sabor en mi cuerpo. Algunos días tú simplemente te abalanzabas sobre mí mientras me encontraba profundamente dormido y me abrazabas fuerte por largos minutos hasta que me despertabas por completo y empezábamos otra vez con el arrebato diario de nuestros refriegos carnales. Y cuando las horas pasaban y en las tardes nos encontrábamos nuevamente a solas después de haber cumplido con nuestros deberes laborales, corríamos a la recámara para volver a poseernos con ansiedad.

También sucedía que mutuamente fuimos descubriéndonos más. Comencé a conocer a fondo tu carácter posesivo y tú fuiste aprendiendo a hallar cada día alguna pieza perdida del rompecabezas de mi personalidad altisonante.

Así, sucedió que en la mañana de un soleado fin de semana, cuando aquel amigo entrañable que nos llevó a casa aquella noche maravillosa de tu cumpleaños nos invitó a visitar las instalaciones de su fabulosa fábrica de alimentos en las afueras de la ciudad, yo me encontraba atolondrado por un contratiempo académico que a todas luces podría convertirse en un constante dolor de cabeza si es que no le encontraba una rápida solución. Gracias a Dios que por aquellos tiempos aún existían personas que estaban dispuestas a auxiliarme con estos avatares y una de ellas me sugirió que mantuviéramos constante comunicación telefónica para coordinar bien las diligencias a realizar en pro del buen termino de aquel problema. Yo fui muy disciplinado con aquella sugerencia y la llamaba toda las noches y hablaba con ella por algunos minutos para que me ponga al tanto de lo que estaba sucediendo, no sintiendo en ningún momento que eso podría molestarte ya que se trataba de una cuestión meramente de necesidad y de deber antes que de deseo. Sin embargo tú opinabas de distinta manera. Para ti, yo no debía ni tenía la necesidad de llamar a aquella persona que me estaba ayudando a solucionar aquel problema. Creías que se trataba de una falta de respeto hacia ti y que de una u otra forma eso significaba que poca o nula era la consideración que yo te tenía, Elena.

Al principio sólo me mirabas con reprobación mientras yo realizaba la llamada, esperando talvez que mi sentido común me haga notar sin ayudas, lo mal que me estaba portando contigo al mantener aquella constante comunicación con esa persona que me estaba ayudando. Puedo asegurar sin temor a equivocarme que aquel enojo que sentías se debía en gran parte a que conocías de una pequeña aventurilla que en el pasado había vivido con aquella buena persona que ahora me ayudaba sin esperar nada a cambio, y con la que ahora yo no buscaba otra cosa más que su mano salvadora para el gran problema académico que tenía. Después, al ir pasando los días tu rostro adusto y de desaprobación fue dando paso a crudas frases de reproche por lo desconsiderado que era cada vez que recordaba que ya era hora de hacer la bendita llamada diaria, y te decía: “espera un ratito que voy a llamar a la persona que me está ayudando con este problema”. Te juro, Elena, que nunca fue mi intención faltarte el respeto ni mostrarme como una persona descortés contigo al hacer aquellas llamadas.

Aquella soleada mañana nuestro amigo tocó a la puerta y con todo el carisma que tenía nos dijo que ya era hora de irnos a su fábrica y que nos apresurásemos. Tú te demorabas en prepararte y yo, impaciente como siempre, comencé a hostigarte con mis “apúrate Eli”. Fue entonces cuando decidí sacarle provecho a tu demora y decidí hacer la llamada diaria a la persona que a lo lejos me ayudaba con el problema que tenía. En ese preciso momento terminaste de arreglarte y anunciaste que estabas lista para bajar y unirnos nuestros amigos que, junto con nuestro entrañable amigo, nos esperaban en una camioneta. Te dije que si ya nos esperaron más de quince minutos por tu causa, bien podía esperarnos un par de minutos más por una buena causa como la solución del problema que tenía. “¡No quiero que llames más a esa mujer!”, gritaste entonces con un tono de voz que nunca había escuchado y que me causó un gran sobresalto. La situación empezó a ponerse tensa nuevamente provocándome las mismas sensaciones que de pequeño me causaban los gritos que me mi madre me daba cuando hacía algo mal. Bajé el teléfono con el ánimo de colgar, pero inmediatamente caí en cuenta que si lo hacía, mi estatus de macho que se respeta quedaría vapuleado y arrastrado por el sucio suelo de aquella árido región donde vivíamos. “¡Si vuelves a hablarme así tendrás un gran problema conmigo!”, te advertí con un grueso grito, tratando de equiparar el chillido que habías soltado. Te quedaste en silencio por unos momentos esperando que termine de hablar y efectivamente lo hice en menos de dos minutos. Cuando colgué el auricular volteé hacia ti y reconocí aquella mirada inquisidora con la cual me demostrabas que estabas muy enojada. Me di cuenta que ese problema no iba a tener solución sino hasta que nuevamente tengamos una larga conversación y lleguemos a algún acuerdo, lo que francamente no estaba dispuesto a hacer, especialmente en esos momentos en los que debíamos apresurarnos en bajar y darle el encuentro a nuestros amigos que, seguramente, ya se impacientaban por nuestra demora. Intenté entonces pasar en dirección a la puerta y me cerraste el paso. “No quiero hablar ahora, Eli. Déjame pasar”, te dije y sin embargo tú no te moviste un solo centímetro. Fue entonces cuando hice el movimiento más lamentable de mi vida, no porque fuese uno desmedidamente brutal y dañino, sino porque fue aquel que marcó el inicio de la etapa más turbia de nuestra historia: te tomé por los hombros y elevándote un poco te puse a un costado, y pasé con dirección al baño. Una vez allí me lavé un poco la cara y nuevamente me miré al espejo diciéndome que debía estar loco para soportar a una mujer tan opresiva, controladora y posesiva como tú. Cuando salí, ya no te encontré en la casa y supuse que ya debías haber bajado, así que tomé mi chaqueta y mis lentes de sol, y salí de la casa con dirección a la camioneta donde todos ustedes se encontraban.

“¡Epa compadre. Ya era hora, hombre!”, me dijo nuestro amigo cuando llegué a la camioneta. “Por favor siéntate conmigo adelante”. Ese fue el primer indicio de extrañeza que tuve de aquella circunstancia, ya que era muy raro que nuestro amigo permitiese que quien vaya en el asiento del copiloto fuese alguien distinto a Chabela, de quien se había enamorado perdidamente. Subí entonces al vehículo y grande fue mi sorpresa cuando al voltear te vi rodeada por Chabela, Rosa y Elvira, quienes parecían consolarte por algo mientras tú derramabas gruesas lágrimas. Mi cabeza entonces se sumió en una considerable confusión y sospeché que todo eso tenía algo que ver con el pequeño incidente que acabábamos de tener en casa.

Aquel día la pasamos bien, para qué negarlo. Conocimos muchos lugares y nos maravillamos con muchos parajes espectaculares. Sin embargo, casi no nos hablamos el uno al otro. Tú te concentraste más en quedarte a solas en la camioneta mientras nosotros vivíamos a plenitud las maravillas que nos ofrecía aquella hermosa fábrica que tenía nuestro amigo a las afueras de la ciudad. Al regresar a la casa, ya sabía lo que probablemente me esperaba en los interiores de nuestra alcoba, así que decidí no malograr tan rápido mi noche y acepté la invitación de Elvira para salir a comer una pizza y simplemente me fui sin avisarte. Mientras conversaba con ella después de mucho tiempo, mencionó que tenía algo muy grave que reclamarme, algo que me delataba como un miserable abusador y que definitivamente hacía que ella evalúe bien la continuidad del cariño y la amistad que me entregaba desde hacía muchos años.
“¿Cómo le pudiste hacer una cosa así a Eli, Pancho?, me dijo. “O sea, no es santa de mi devoción ¿ya?, pero igual creo que a una mujer no se la toca ni con el pétalo de una rosa”.
“¿De qué estás hablando Elvi?”
“¡De la golpiza que le diste a tu novia pues!”
“¿¡Qué!? ¿De donde sacas semejante barbaridad, mujer?”
“Hoy Eli bajó llorando y nos dijo que la habías golpeado. Que te descubrió hablando con otra y la golpeaste cuando te reclamó”.
En esos momentos mis ojos se abrieron más de lo debido y mis venas se inflamaron con mi sangre en plena ebullición. ¿Cómo era posible que me calumniaras de esa forma frente a nuestras amistades, Elena? Elvira se dio cuenta al instante de mi estado y me aconsejó que no cometa ninguna tontería. Le dije que ella, como la persona que más me conocía en aquel grupo, sabía muy bien que yo era incapaz de agredir físicamente a una mujer. Ella asintió y me pidió disculpas por haber dudado de mí, pero que pensó que era su deber el ponerse del lado de su congénere para hacer espíritu de cuerpo. Entonces me despedí pidiendo las disculpas del caso. Prometí que no iba a hacer ninguna tontería o alguna acción de la que me podría arrepentir después. Rápidamente llegué a la casa y entré en ella como un energúmeno. Tú estabas acostada en la cama viendo una novela en la televisión y te exaltaste al escuchar el gran ruido que hice al entrar. “¿¡Quién carajos te has creído para hacerme quedar mal con esas personas!?”, grité. Tú también empezaste a gritar aduciendo que no sabías de qué te hablaba. Te dije que Elvira ya me había contado todo y que era estúpido que tratases de negarlo. Tú seguías gritando mientras llorabas sin control. Dijiste que Elvira era una falsa, que sea lo que sea que me haya dicho sobre ti era mentira. Te dije que me parecía despreciable que mientas diciendo que te había golpeado, sólo para castigar mi orgullo. “¡Yo nunca dije eso!”, me aseguraste. Los gritos, reproches, riñas y reclamos continuaron por casi una hora. Ambos estábamos rojos de cólera y casi ya no teníamos fuerzas para seguir discutiendo. “Sólo te digo que eres una maldita psicótica”, culminé e inmediatamente empecé a empacar mis maletas con el firme propósito de largarme de aquella casa y de tu lado. Claro que en el fondo no pensaba hacerlo, pero sí quería asustarte y demostrarte que acciones tan malvadas como la que hiciste aquel día, siempre tienen malas repercusiones.

Mientras yo me encontraba concentrado en empacar mis cosas, pensando en cómo darte la mejor lección posible, tú te encerraste en el baño a llorar. No me importaba. Sabía que todo eso era parte de tu teatro para manipularme y simplemente hice oídos sordos a tu crisis. Cuando terminé de doblar y acomodar, me pregunté qué podía hacer ahora, ¿irme? ¿a dónde? De repente saliste del baño y buscaste hablarme. Yo no te hice caso ni te respondía. Hiciste un monólogo ininteligible y después de vaciar un mar de frases inconexas, pronunciaste las palabras que hasta ahora me queman y laceran cada vez que te recuerdo: “Estoy embarazada”. Y entonces nuestro mundo y nuestra historia dieron un giro de trescientos sesenta grados.

sábado, 17 de octubre de 2009

CHICO BUENO



Capítulo III


Una familia unida



“Mi madre, mi madre, mi madre”



Darío nació una mañana de enero de 1977 en la acogedora casa de los padres de Gerardo, rodeado solo de mujeres y observado por estas con regocijo. Ernestina, sin hacerle caso al trauma post parto lo tomó y lo limpió con una sábana blanca y suave, cortó el cordón umbilical con un cochillo filudo –el mismo con el que Gerardo ejercía su antigua profesión de matancero– y lo pegó a su pecho para escucharlo mejor mientras él chillaba sus primeros sonidos. A varias cuadras de esa casa, en la mansión de Gerardo, Renata miraba pensativa a las gallinas que caminaban y cacareaban sin cesar en la huerta de ciruelos que tenía. Ambas mujeres sabían que aquel día era talvez el más extraño de sus vidas, porque tenían en sus corazones una mezcla de sentimientos encontrados: Ernestina estaba feliz por el nacimiento de Darío y porque la familia del padre de su hijo había demostrado bastante cariño por ella y por el neonato; pero aún le quedaba el odio en el alma por haber sido víctima de una violación y haber perdido la inocencia tan temprano. Renata por su parte, se sentía desgarrada por dentro al saber que su marido le había metido el pene a otra mujer en su propia cama y que producto de ello esperaba un hijo; pero también se sentía feliz por haber encontrado la excusa perfecta para abandonarlo y largarse a Lima. “Cholo tenías que ser, maldito”, le había dicho a Gerardo al oído cuando por fin decidió volver a la mansión después de dos meses de vivir en la casa de doña Mercedes, jurando por todos los santos nunca perdonar al hombre que había osado triturar sin consideraciones la única virtud que tenía para mantenerla a su lado.

Ernestina había entrado nuevamente en Lamas hacía dos meses, tomada del brazo de una de las hermanas de Gerardo y la noticia se regó de inmediato por el pueblo. “Ella es la cholita que era su empleada de don Gerardo”, “Preñada está pues”, “Doña Renata va a reventar”. Gerardo ya era el hombre más rico y próspero de Lamas y sus seis puestos de venta de abarrotes en el mercado eran los que tenían más cantidad de clientela fiel, razón por la cual su caso era tema de consumo diario en una provincia tan pequeña. Se quiso morir cuando empezaron las habladurías y temiendo por el peligro que corría su matrimonio y por su propia integridad, se apresuró en visitar la casa paterna después de diez años de ausencia, encontrando allí a sus tres hermanas quienes junto con su madre, cuidaban denodadamente a Ernestina. Les reclamó el hecho de haberla traído y someterlo a la burla y habladurías de la comunidad. “Qué más ya pues quieres”, le dijo su hermana Nilda, “A tu hijo le está esperando, pues”. Gerardo se irritó y comenzó a criticar la falta de lealtad que mostraban ellas, su propia familia, para con él y su esposa:
- ¡A Lima me he tenido que ir con la Renata y no estar aquí en esta mierda de Lamas!
- ¡Qué ya pues! ¿Para que vivas sólo y sin hijos? – preguntó doña María, la madre de Gerardo.
- Aunque sea agarraba un cholito por ahí y me lo criaba, pero nunca hubiera tenido esto.
- Si tanto le tienes miedo a tu mujercita, nosotros le vamos a criar a tu hijo. Pero mientras que nazca aquí va estar la Ernestina – sentenció Nilda, apoyada por sus dos hermanas y su madre.

Era evidente que aquellas mujeres odiaban a Renata hasta los huesos y que habían encontrado en Ernestina y su hijo por nacer, un buen restriego a su condición de mujer infértil, incompleta y engañada. Ese día, cuando Gerardo regresó a casa encontró a Renata con las maletas hechas y lista para salir en dirección a la casa de doña Mercedes y nunca más regresar al lado del hombre que la había humillado tanto. En realidad él ya se imaginaba que para ese momento ella ya debía haberse enterado de todo, incluso de los mínimos detalles de la forma en la que Darío había sido concebido. Al verla así Gerardo se sintió morir. Se arrodilló y clamo por perdón, más que por perdón: por misericordia. Aquello exasperó más a Renata y con más determinación emprendió la marcha sacudiéndose los zapatos en señal de desprecio. Su madre la recibió y consoló por algunas horas, luego de las cuales empezó a lanzarle frases de reflexión: “Llora todo lo que quieras hijita, hasta que se te pase y se arreglen tu marido y tú”. Y fueron estas frases y la constancia con la que doña Mercedes las decía que hicieron nacer en Renata la sensación de soledad y desamparo frente a su desgracia. Incluso su hermano José –quien se había encargado de amenazar duramente a Gerardo un día antes de la boda diciéndole: “Si mi hermana padece por ti, te saco la concha tu madre sin compasión ah”– abogaba por una pronta solución a la crisis argumentando que esas cosas le pueden pasar a cualquiera, que no era un pecado tener hijos, que había que comprender a Gerardo porque era hombre, etc. Gerardo por su parte daba su cuota de solución visitando la casa de doña Mercedes todas las noches para hablar con ella e intentar hablar con Renata. Y así, hasta una semana antes del nacimiento de Darío, Renata no dio su brazo a torcer. La convencieron sin embargo las súplicas a modo de consejos que su madre le daba, las frases hirientes que José lanzaba en las cenas y las constantes visitas de Gerardo; pero dentro de su corazón ella reconocía que había un móvil más fuerte para acceder a regresar a las entrañas del matrimonio: la esperanza de que su madre muera en poco tiempo y así verse libre para mandar al carajo todo, tomar sus cosas y largarse a Lima. La noche en que comunicó que regresaría a la mansión que tenían con Gerardo y retomaría las riendas de su matrimonio, se acercó a su marido y le dijo algo al oído.

Darío no abrió los ojos hasta que tuvo cerca de un año de vida, eso le había preocupado un poco a Ernestina, pero más a doña María quien seguía viendo en este último, el castigo merecido que Dios le enviaba a Renata por un pecado cuya naturaleza no podía explicar muy bien, pero que existía de todas maneras. Sus tres hijas, hermanas de Gerardo, se encargaron del Niño con el mismo esmero con que se habían encargado de Ernestina en sus últimos meses de embarazo. Ellas también creían que su cuñada no era una buena persona, pero, como su madre, no sabían explicar bien las razones de eso. De modo que, con los cuidados esmerados que le daban, hicieron de Darío su mejor arma para atacar, herir y desmembrar el orgullo genético de Renata. Todo ello lo hicieron hasta que un buen día, Darío abrió los ojos y asustó a sus tías haciendo que comiencen a gritar de espanto por lo que veían: dos peridotos que daban la impresión de alumbrarlo todo. “¡Diosito lindo, este huambrillo está poseído! Gritaron y corrieron a su casa dejándolo en plena calle. Rogaron a doña María que no permitiese que el muchacho y su madre se quedasen un día más en la casa, en el barrio y en el pueblo. Cuando la matriarca de los Saavedra comprobó lo que sus hijas decían, no dudó ni un segundo en exigirle a Ernestina que se vaya con aquel niño que definitivamente no era de Gerardo, porque “Nadie de esta casa puede ser el padre de un mutishco con ojos de misho”. Ernestina salió en menos de diez minutos de la casa, casi a empujones. Sus pertenencias le fueron arrojadas desde el segundo piso y se desparramaron por toda la calle. La desesperación la llevó entonces a acudir a la mansión de Gerardo en busca de ayuda, pero él no se encontraba en casa en esos momentos ya que había hecho un viaje de negocios a Tarapoto. Sin embargo Renata sí estaba presente y cuando le avisaron que en la puerta estaba una cholita con su hijo y sus maletas en mano, y que buscaba hablar con don Gerardo, mandó a todos los empleados a limpiar el tercer piso para que ninguno sea testigo de lo que iba a hacer. Salió a hablar con Ernestina:
- Doña Renatita, ayúdame por favor ¿ya? No sé a donde voy a ir y el Darío está chiquito todavía.
- Escúchame bien chola de mierda, tu hijo y tú váyanse ir al infierno, porque en esta casa no entran – dicho lo cual cerró la puerta de manera violenta.
Ernestina entonces buscó a algunas personas que conocía en Lamas para pedirles ayuda en esos momentos de desesperación y, tal como sucedió la noche en la que Gerardo la estaba violando, nadie quiso hacerlo. Tenían miedo de la cólera de doña Renata, de la violencia de su hermano don José o del reproche posterior del mismo don Gerardo. Ernestina entendió entonces que estaba en el medio de un pueblo miedoso y cobarde, inflamó sus pulmones con furia, preparó un bolo flemático en su garganta, lo puso en la punta de su lengua y lo escupió sobre la calle polvorienta. “Maldito pueblo de maricones”, dijo y, tomando a Darío en brazos, se dirigió al paradero de buses. Con el casi nulo dinero que tenía, compró un pasaje hacia Tabalosos, su pueblo. Le preocupaba el hambre del que sufriría el niño durante el viaje de tres días así que comenzó a pedirle a los demás pasajeros un poco de comida, la que sea, la que les sobre. Algunos le dieron panes, otros le dieron latas de atún y el chofer le regaló una bolsa llena de huahuillos. Ernestina hizo fuerza con los dientes y racionó la comida para que le dure los tres días. Darío no hizo muchos problemas. Lactaba como siempre dos veces al día y se dormía la mayor parte del tiempo. Aquel fin de semana, llegaron a Tabalosos y los recibió Alipio, el hermano de Ernestina, ambos se abrazaron y Ernestina trató de hablarle para explicarle el gran dolor que estaba sintiendo a causa de la rabia, pero no pudo hacerlo. El llanto que estaba aguantando reventó al fin y mojó con sus lágrimas el hombro izquierdo de su hermano y así continuó casi hasta que anocheció.

viernes, 16 de octubre de 2009

CHICO BUENO


Capítulo II

Una mujer virtuosa




“Todo lo que recuerdo de Renata es que
era una perra psicótica, que me pegó cuanto
quiso cuando era un niño y después trató
de ocultar sus culpas con la religión.”


Renata llegó a Lamas una soleada tarde de septiembre de 1976 cargada de muchas maletas repletas de artículos para el hogar y de uso personal. Gerardo la recibió con la algarabía típica de un marido tranquilizado por el arribo de quien sabría poner la casa nuevamente en orden y lo rescataría del fárrago en el que se había convertido aquella mansión desde que Ernestina salió corriendo de ella la noche en la que fue violada –obviamente, después de prometer que nunca diría nada al respecto–. Renata había pasado unos meses grandiosos en Lima, pues la migraña de la que sufría había sido tratada y ya no le molestaba hasta la desesperación. Había podido disfrutar del aplastante sol veraniego de la costa peruana y también de la compañía de personas muy queridas –entre las que no faltaba uno que siempre la alentaba a ya no regresar a Lamas, a que se quede donde mejor estaba, a que se quede con él– y casi no se había acordado de su marido. Sólo lo hizo cuando su madre, doña Mercedes, la obligó a ser buena esposa y volver. “¿Qué pues te importa si no eres feliz hoy día? Vas a ver después”, le dijo.

A los pocos minutos de haber descargados sus equipajes, empezó nuevamente la rutina que ya casi había olvidado: enojos y más enojos. Gritos de cólera, reproches de rabia, y un comportamiento de descontento general que manifestaba con expresiones propias de una mujer decepcionada de su destino. Gerardo también volvió nuevamente a su rutina no tan olvidada: aguantar y resignarse ante el carácter de su mujer, total, era la única que tenía y talvez la única con la que viviría hasta el final de sus días. Y es que Gerardo la amó desde el primer instante que la vio hacía más de diez años, con su pantaloncito blanco y su blusita floreada, su cabellera larga hasta la mitad de la espalda adornada por una especie de corona de flores a la usanza hippie, y esas poses de mujer capitalina que hacía trastabillar al más campechano de los hombres lamistas. Era una beldad de mujer, adolescente aún y con una arrolladora personalidad alimentada por la seguridad que le daba el haber crecido en lo que ella consideraba “la civilización” y, además de manera secreta, el gran amor que sentía por un hombre que la esperaba en Lima: Roberto Hidalgo, capitán del glorioso Ejercito Peruano. Gerardo estaba loco por ella. Por eso empezó a cortejarla primero mandándole piropos desde lejos cada vez que la veía caminando por las calles del pueblo, piropos a los que ella respondía con un desprecio criminal: “¿Qué te has creído so pedazo de feo? ¡Dios me libre de un hombre tan horrible como tú!”, a lo que Gerardo respondía para sí mismo: “Ya vas a ver cojudita. Mi mujer vas a ser”. Después se volvió más audaz y comenzó a visitarla con el pretexto de llevarle los pedidos de carne a doña Mercedes. Pero igual, siempre era rechazado y cada vez con más virulencia que la anterior. Un buen día, decidió hablarle a su cliente:
- Doña Mechita, ¿cuando ya pues le vas a casar a la Renatita?
- ¡Ay hijo! Nunca ya creo. No le quiere a nadie pues.
- ¿Y por qué no le encuentras marido tú misma pues?
- ¿Quién ya pues es bueno? Todos los lamistas son unos ociosos.
- No todos pues doña Meche, habemos buenos también.
- Jajaja, de veras ¿di?
- Yo sí me casaría con la Renatita... si tú me dejas, doña Meche.
- ¡Ve ya vuelta el Gerardo! Eso dile a ella pues.
- Ay doña Mechita, duro ya le digo y no me acepta.
- A ver le voy a decir yo pues ¿ya?
- Ya doña Mechita. Mañana vengo de nuevo con la carne.
- Ya hijo, vete con Dios.

Cuando doña Mercedes le habló a Renata sobre las pretensiones de Gerardo, nunca se imaginó lo que iba a escuchar como respuesta: “Jajaja, ¡ay mami! Cómo ya pues crees que voy a casarme con el Gerardo si es un feísimo”. Doña Mercedes se indignó. La sola creencia de que su única hija se había convertido en una muchacha superficial y tonta hizo que se arrepienta hasta el alma de haberla enviado a vivir casi toda su vida en Lima. “Te vas a dejar de cojudeces Renata. Grande ya estás y estás pensando en eso. Vas a casarte con el Gerardo porque no es ocioso y te va a cuidar bien”. Entonces Renata se rebeló. Sacó de las entrañas de su espíritu el carácter fiero que había estado guardando y levantando la voz hasta el cielo calló a su madre asegurando que inmediatamente regresaría a Lima. Doña Mercedes entró en una especie de pánico al suponer que otra vez tendrían que pasar muchos años para volver a verla. Llamó de emergencia a José, su hijo mayor, para que la ayude a controlar el vendaval en el que se había convertido la muchacha, quien ya se encontraba haciendo sus maletas encerrada en su alcoba. José apareció de repente en la casa. Era un hombre alto, grueso, fornido y de ojos marrones impactantes. Tenía un carácter de los mil demonios también y conocía a Gerardo desde hacía un par de meses cuando este le ayudó a cortar leña durante tres días seguidos en el interior casi oscuro de la selva de Lamas. “¡Qué pasa aquí carajo!”, gritó al acercarse a la alcoba de Renata. Ella lo ignoró y continuó haciendo sus maletas. José se exasperó casi hasta el delirio y empezó a lanzar improperios contra su hermana, contra Lamas, contra Lima y contra la arrogancia de las personas que no son capaces de aceptar las buenas ofertas que la vida les da a modo de oportunidades. Tan duras y tan fuertes eran sus palabras que los vecinos del barrio comenzaron a salir de sus casas para poder huir del lugar con más facilidad si es que al gigantesco hombre se le ocurría salir con su escopeta y disparar a diestra y siniestra por la cólera que tenía, tal como ya lo había hecho antes. “Tú te vas a quedar aquí y te vas a casar con el Gerardo”, sentenció por fin y con violencia trancó la puerta de la alcoba de Renata por fuera. Ella al escuchar lo que su hermano hacía comenzó a forzarla, tratando de derribarla o romperla, pero sus fuerzas no se equiparaban a las de su hermano. Entonces empezó a gritar pidiendo ayuda y clamando por asistencia. Pero ninguno de los vecinos era capaz de presentarse y enfrentarse a la enorme humanidad de José. Es más, ya antes habían tratado de dominarlo entre cinco o seis hombres para evitar que destrozara un bar del centro de Lamas, pero todos resultaron gravemente heridos al no poder contrarrestar la desmedida fuerza del hijo mayor de doña Mercedes. Renata entonces empezó a llorar con gruesas lágrimas de rabia. Su feroz carácter se manifestó en los fluidos que sus ojos despedían en grandes cantidades y comenzó a albergar en su corazón un crudo rencor hacia su madre y su hermano. Apretó los labios con fuerza y aún con las lágrimas chorreando por su rostro, su cuello y su pecho, lanzó una flecha en forma de frase dirigida directamente al corazón de su madre: “No me voy a casar con el Gerardo, porque ya tengo mi marido y vive en Lima”. Doña Mercedes cayó sentada en el piso y comenzó a llorar sin frenos por la mala suerte de tener una hija libertina y casi ramera que no había sido capaz de guardarse hasta el matrimonio. Sin embargo, la flecha que iba dirigida a su madre se hundió más en el propio corazón de Renata porque al escucharla de sus propios labios, su dolor se amplió aún más al recordar que nunca había sido y nunca sería la mujer de Roberto Hidalgo, el capitán del glorioso Ejercito Peruano a quien amaba con locura y quien la esperaba en Lima, justamente para casarse. José bramó con todas las fuerzas que su furia le podían dar y sentenció que bajo ningún motivo regresaría a Lima, y que si Gerardo ya no quería casarse con ella por ya no ser virgen, se quedaría en Lamas, soltera y a la espera de un hombre que quiera recogerla.

El matrimonio de Renata y Gerardo se llevó a cabo un mes después de este episodio. El matarife había manifestado que, si bien no era algo que le gustase, no tenía problemas con el hecho de que su novia ya le pertenecía a otro hombre, siempre y cuando nada de eso se sepa en el pueblo. La tarde en la que se casaron, Renata no intentó ocultar el llanto de ira, pena y resignación que tenía desde hacía un mes, pero todos creyeron que se debía a la felicidad que la embargaba. Las mujeres de la familia de Gerardo no asistieron al evento, pero mandaron un regalito a la pareja: una cabeza de chancho. Renata cumplió con todo lo que le requirieron hacer, espero paciente a que la boda termine y salió corriendo de la iglesia. Una vez en la alcoba matrimonial, se miró al espejo y aún con las gruesas gotas de lágrimas que le salían de los ojos, rasgó su velo y su vestido de novia, se echó en la cama, abrió las piernas para albergar a su marido y mientras él iba regocijándose al comprobar que eso del marido limeño había sido una farsa, ella continuó llorando.

miércoles, 14 de octubre de 2009

CHICO BUENO







Por Fred Borbor








Capítulo I

Un hombre aburrido




Según él mismo lo recuerda, la desgracia de Darío empezó una noche de mayo de 1976, la noche en que su padre lo engendró gracias al aburrimiento y gracias al casi virginal cuerpo de una cholita que trabajaba de empleada en su casa mientras su esposa Renata, estaba de viaje en la capital. Y es que debió haber sido realmente aburrido eso de pasar largos meses a solas en una enorme cama de hacendado, en una provincia tan pequeña y tan olvidada como Lamas y siendo, a pesar de tener mucho dinero y mucho poder en la comarca, bastante feo y despreciado por las vecinas con las que quería ligar. De modo que la idea de tirarse un polvito en una noche lluviosa de mayo con la que parecía ser la única mujer capaz de soportar su rechazado cuerpo de comerciante encima, no era tan mala después de todo, total. ¿quién podría enterarse? Además, Ernestina estaba bien rica. Oh sí, Ernestina, una muchacha en la plenitud de su adolescencia, era una chiquilla capaz de hacer perder la cabeza a un maduro hombre de familia aburrido por la falta de sexo, frustrado por la infertilidad de su mujer y rechazado por más de una vecinita presumida.
Cuando la encontró durmiendo en su cama después de hacer todos sus deberes del día, Gerardo Saavedra –que así se llamaba el sujeto de marras– no pudo evitar las ganas de desfogar todo su ímpetu masculino en el cuerpo de una muchacha anónima y callada. No con poca emoción comenzó a frotarse el miembro mientras iba despojándose de su pantalón. Ella, al escuchar los ruidos se despertó exaltada y comenzó a pedir perdón por el atrevimiento de haberse quedado dormida en la cama de su patrón:
- Discúlpame don Gerardo no me he dado cuenta de la hora. Estaba arreglando el cuarto y me he quedado dormida.
- No, no. Quédate echada nomás. Te voy a acompañar ¿ya?
- Ay don Gerardo ¿qué ya vuelta vas a hacer?
La adolescente se resistió al principio y con los brazos trató de sacarse de encima al hombre pequeño pero fuerte que de a pocos iba despojándola de su blusa y su falda. Pensó en gritar pero se dio cuenta que era un recurso inútil pues aquella casa era enorme y estaba vacía, los únicos seres humanos que la habitaban en esos momentos eran ellos dos así que nadie la escucharía, y si lo hacían, no acudirían en su ayuda, “don Gerardo está monteándole a la Ernestina”, sería lo único que dirían y seguirían su camino. Cuando ya estaba completamente desnuda entendió cual era el sitial que el destino había guardado para ella esa noche, de modo que dirigió su rostro a un costado y cerró los ojos bien fuerte a manera de resignación. Quiso acallar los gritos de dolor que le salían desde el estómago por las arremetidas del bruto hombre que la estaba poseyendo, pero otra vez recordó que no había nadie en la casa y, si es que algún alma pasaba por allí, sería indiferente a su sufrimiento; así que gritó con todas sus fuerzas. Gritó como gritaban los chanchos que Gerardo mataba de joven en el camal de Lamas, y al parecer eso lo excitó mucho más porque después de cuatro o cinco penetraciones ella sintió que algo caliente se regaba en su interior. Gerardo se tendió sobre el cuerpo de Ernestina como una bestia empachada, exprimiendo al máximo su falo dentro de ella y jadeando como si se ahogara. Durante diez minutos, muchos más de los que había tardado en penetrar a Ernestina por cuatro o cinco veces, estuvo encima de ella demostrando que, además de feo, era un animal precoz en la culminación del apareamiento. Sin embargo su objetivo había sido cumplido y el deseo había sido saciado: disfrutó por fin, luego de varios meses de obligada abstinencia, de los placeres que da un buen polvito. Mientras tanto, debajo de él, aún albergando en su interior a Gerardo y aguantando su peso y su aliento, Ernestina lloraba en silencio confundiendo el sabor de sus lágrimas con el sabor del sudor del cuerpo feo y espantoso de quien le había dado trabajo como empleada y que ahora la había violado con todo el gusto que las circunstancias fáciles le pueden dar a una empresa y con toda la desesperación que la arrechura no saciada puede generar en las gónadas de un hombre solitario, aburrido y feo.

viernes, 2 de octubre de 2009

Cabronadas



Por Fred Borbor

Uy sí, qué horror, qué vergüenza, qué lamentable, qué chabacano, qué pueril, qué procaz, etc; es Ollanta Humala por haber llamado “cabrón” a Alan García y a Alberto Fujimori en uno de sus mítines. Uy sí, a qué bajo nivel está llevando a nuestra política. Uy sí, me rasgo las vestiduras por tan paupérrima muestra de valores, educación y cultura... uy sí... a pesar de que hace más de diez años Hernando de Soto llamó hijo ’e puta a Vargas Llosa, en televisión local y frente a miles de televidentes, ay pero una cosa es que eso lo diga Hernando de Soto y otra cosa es que lo diga Ollanta Humala pues. No compares.

Uy sí, qué horror que el Gobierno Peruano esté exportando bombas lacrimógenas para reprimir salvajemente a la luchadora población de Honduras que quiere reponer en su cargo a su legítimo presidente Mel Zelaya, quien en un acto manejado por los milicos neoliberales, fue golpeado políticamente y expulsado del país, para luego volver a entrar en él y refugiarse en la embajada Brasileña. Uy sí, Perú malo. Uy sí, peruanos malditos. Uy sí, Perú cómplice de dictaduras, de golpes de estado y del imperialismo. Qué, ¿acaso no les crees a los que dicen que Perú está apoyando al gobierno de facto de Micheletti por orden de Estados Unidos y de toda la conspiración internacional en contra de la libre voluntad popular y de la soberanía de las naciones?

Uy sí, que desgracia que Doe Run no haya cumplido con el Programa de Adecuación Ambiental (PAMA) que les exige el Estado por ser un compromiso que adquirieron al obtener la administración de La Oroya. Que haya sido cerrada por no hacerlo. Que manipulen a sus trabajadores para que tomen carreteras, se enfrenten a las fuerzas del orden y maten a pedradas a un policía por que no los dejan trabajar.

Uy sí, qué devastador es saber que a causa de esto Doe Run ahora tiene treinta meses más de vida hasta que se digne a cumplir con esta exigencia, o sea: haya chantajeado al gobierno cabrón y este por cabrón haya dado marcha atrás tirándole la papa caliente al siguiente gobierno que de seguro será más cabrón que este y a ver cómo se las arregla. Uy sí, qué malestar.

Espera, creo que esto sí tiene un verdadero motivo para preocuparnos, para debatir, para reclamar, para salir a las calles y exigir que esta y todas las empresas que operan en el país cumplan con las exigencias de la ley. No creo que esté bien burlarse de esto. Sí pero los peruanos en general somos tan cabrones que nos preocupamos más por otras cabronerías antes que por las cosas que realmente merecen nuestra atención.