sábado, 17 de octubre de 2009

CHICO BUENO



Capítulo III


Una familia unida



“Mi madre, mi madre, mi madre”



Darío nació una mañana de enero de 1977 en la acogedora casa de los padres de Gerardo, rodeado solo de mujeres y observado por estas con regocijo. Ernestina, sin hacerle caso al trauma post parto lo tomó y lo limpió con una sábana blanca y suave, cortó el cordón umbilical con un cochillo filudo –el mismo con el que Gerardo ejercía su antigua profesión de matancero– y lo pegó a su pecho para escucharlo mejor mientras él chillaba sus primeros sonidos. A varias cuadras de esa casa, en la mansión de Gerardo, Renata miraba pensativa a las gallinas que caminaban y cacareaban sin cesar en la huerta de ciruelos que tenía. Ambas mujeres sabían que aquel día era talvez el más extraño de sus vidas, porque tenían en sus corazones una mezcla de sentimientos encontrados: Ernestina estaba feliz por el nacimiento de Darío y porque la familia del padre de su hijo había demostrado bastante cariño por ella y por el neonato; pero aún le quedaba el odio en el alma por haber sido víctima de una violación y haber perdido la inocencia tan temprano. Renata por su parte, se sentía desgarrada por dentro al saber que su marido le había metido el pene a otra mujer en su propia cama y que producto de ello esperaba un hijo; pero también se sentía feliz por haber encontrado la excusa perfecta para abandonarlo y largarse a Lima. “Cholo tenías que ser, maldito”, le había dicho a Gerardo al oído cuando por fin decidió volver a la mansión después de dos meses de vivir en la casa de doña Mercedes, jurando por todos los santos nunca perdonar al hombre que había osado triturar sin consideraciones la única virtud que tenía para mantenerla a su lado.

Ernestina había entrado nuevamente en Lamas hacía dos meses, tomada del brazo de una de las hermanas de Gerardo y la noticia se regó de inmediato por el pueblo. “Ella es la cholita que era su empleada de don Gerardo”, “Preñada está pues”, “Doña Renata va a reventar”. Gerardo ya era el hombre más rico y próspero de Lamas y sus seis puestos de venta de abarrotes en el mercado eran los que tenían más cantidad de clientela fiel, razón por la cual su caso era tema de consumo diario en una provincia tan pequeña. Se quiso morir cuando empezaron las habladurías y temiendo por el peligro que corría su matrimonio y por su propia integridad, se apresuró en visitar la casa paterna después de diez años de ausencia, encontrando allí a sus tres hermanas quienes junto con su madre, cuidaban denodadamente a Ernestina. Les reclamó el hecho de haberla traído y someterlo a la burla y habladurías de la comunidad. “Qué más ya pues quieres”, le dijo su hermana Nilda, “A tu hijo le está esperando, pues”. Gerardo se irritó y comenzó a criticar la falta de lealtad que mostraban ellas, su propia familia, para con él y su esposa:
- ¡A Lima me he tenido que ir con la Renata y no estar aquí en esta mierda de Lamas!
- ¡Qué ya pues! ¿Para que vivas sólo y sin hijos? – preguntó doña María, la madre de Gerardo.
- Aunque sea agarraba un cholito por ahí y me lo criaba, pero nunca hubiera tenido esto.
- Si tanto le tienes miedo a tu mujercita, nosotros le vamos a criar a tu hijo. Pero mientras que nazca aquí va estar la Ernestina – sentenció Nilda, apoyada por sus dos hermanas y su madre.

Era evidente que aquellas mujeres odiaban a Renata hasta los huesos y que habían encontrado en Ernestina y su hijo por nacer, un buen restriego a su condición de mujer infértil, incompleta y engañada. Ese día, cuando Gerardo regresó a casa encontró a Renata con las maletas hechas y lista para salir en dirección a la casa de doña Mercedes y nunca más regresar al lado del hombre que la había humillado tanto. En realidad él ya se imaginaba que para ese momento ella ya debía haberse enterado de todo, incluso de los mínimos detalles de la forma en la que Darío había sido concebido. Al verla así Gerardo se sintió morir. Se arrodilló y clamo por perdón, más que por perdón: por misericordia. Aquello exasperó más a Renata y con más determinación emprendió la marcha sacudiéndose los zapatos en señal de desprecio. Su madre la recibió y consoló por algunas horas, luego de las cuales empezó a lanzarle frases de reflexión: “Llora todo lo que quieras hijita, hasta que se te pase y se arreglen tu marido y tú”. Y fueron estas frases y la constancia con la que doña Mercedes las decía que hicieron nacer en Renata la sensación de soledad y desamparo frente a su desgracia. Incluso su hermano José –quien se había encargado de amenazar duramente a Gerardo un día antes de la boda diciéndole: “Si mi hermana padece por ti, te saco la concha tu madre sin compasión ah”– abogaba por una pronta solución a la crisis argumentando que esas cosas le pueden pasar a cualquiera, que no era un pecado tener hijos, que había que comprender a Gerardo porque era hombre, etc. Gerardo por su parte daba su cuota de solución visitando la casa de doña Mercedes todas las noches para hablar con ella e intentar hablar con Renata. Y así, hasta una semana antes del nacimiento de Darío, Renata no dio su brazo a torcer. La convencieron sin embargo las súplicas a modo de consejos que su madre le daba, las frases hirientes que José lanzaba en las cenas y las constantes visitas de Gerardo; pero dentro de su corazón ella reconocía que había un móvil más fuerte para acceder a regresar a las entrañas del matrimonio: la esperanza de que su madre muera en poco tiempo y así verse libre para mandar al carajo todo, tomar sus cosas y largarse a Lima. La noche en que comunicó que regresaría a la mansión que tenían con Gerardo y retomaría las riendas de su matrimonio, se acercó a su marido y le dijo algo al oído.

Darío no abrió los ojos hasta que tuvo cerca de un año de vida, eso le había preocupado un poco a Ernestina, pero más a doña María quien seguía viendo en este último, el castigo merecido que Dios le enviaba a Renata por un pecado cuya naturaleza no podía explicar muy bien, pero que existía de todas maneras. Sus tres hijas, hermanas de Gerardo, se encargaron del Niño con el mismo esmero con que se habían encargado de Ernestina en sus últimos meses de embarazo. Ellas también creían que su cuñada no era una buena persona, pero, como su madre, no sabían explicar bien las razones de eso. De modo que, con los cuidados esmerados que le daban, hicieron de Darío su mejor arma para atacar, herir y desmembrar el orgullo genético de Renata. Todo ello lo hicieron hasta que un buen día, Darío abrió los ojos y asustó a sus tías haciendo que comiencen a gritar de espanto por lo que veían: dos peridotos que daban la impresión de alumbrarlo todo. “¡Diosito lindo, este huambrillo está poseído! Gritaron y corrieron a su casa dejándolo en plena calle. Rogaron a doña María que no permitiese que el muchacho y su madre se quedasen un día más en la casa, en el barrio y en el pueblo. Cuando la matriarca de los Saavedra comprobó lo que sus hijas decían, no dudó ni un segundo en exigirle a Ernestina que se vaya con aquel niño que definitivamente no era de Gerardo, porque “Nadie de esta casa puede ser el padre de un mutishco con ojos de misho”. Ernestina salió en menos de diez minutos de la casa, casi a empujones. Sus pertenencias le fueron arrojadas desde el segundo piso y se desparramaron por toda la calle. La desesperación la llevó entonces a acudir a la mansión de Gerardo en busca de ayuda, pero él no se encontraba en casa en esos momentos ya que había hecho un viaje de negocios a Tarapoto. Sin embargo Renata sí estaba presente y cuando le avisaron que en la puerta estaba una cholita con su hijo y sus maletas en mano, y que buscaba hablar con don Gerardo, mandó a todos los empleados a limpiar el tercer piso para que ninguno sea testigo de lo que iba a hacer. Salió a hablar con Ernestina:
- Doña Renatita, ayúdame por favor ¿ya? No sé a donde voy a ir y el Darío está chiquito todavía.
- Escúchame bien chola de mierda, tu hijo y tú váyanse ir al infierno, porque en esta casa no entran – dicho lo cual cerró la puerta de manera violenta.
Ernestina entonces buscó a algunas personas que conocía en Lamas para pedirles ayuda en esos momentos de desesperación y, tal como sucedió la noche en la que Gerardo la estaba violando, nadie quiso hacerlo. Tenían miedo de la cólera de doña Renata, de la violencia de su hermano don José o del reproche posterior del mismo don Gerardo. Ernestina entendió entonces que estaba en el medio de un pueblo miedoso y cobarde, inflamó sus pulmones con furia, preparó un bolo flemático en su garganta, lo puso en la punta de su lengua y lo escupió sobre la calle polvorienta. “Maldito pueblo de maricones”, dijo y, tomando a Darío en brazos, se dirigió al paradero de buses. Con el casi nulo dinero que tenía, compró un pasaje hacia Tabalosos, su pueblo. Le preocupaba el hambre del que sufriría el niño durante el viaje de tres días así que comenzó a pedirle a los demás pasajeros un poco de comida, la que sea, la que les sobre. Algunos le dieron panes, otros le dieron latas de atún y el chofer le regaló una bolsa llena de huahuillos. Ernestina hizo fuerza con los dientes y racionó la comida para que le dure los tres días. Darío no hizo muchos problemas. Lactaba como siempre dos veces al día y se dormía la mayor parte del tiempo. Aquel fin de semana, llegaron a Tabalosos y los recibió Alipio, el hermano de Ernestina, ambos se abrazaron y Ernestina trató de hablarle para explicarle el gran dolor que estaba sintiendo a causa de la rabia, pero no pudo hacerlo. El llanto que estaba aguantando reventó al fin y mojó con sus lágrimas el hombro izquierdo de su hermano y así continuó casi hasta que anocheció.