miércoles, 29 de diciembre de 2010

Los esfuerzos

Es enorme el esfuerzo que se tiene que hacer para cumplir algo que nos resulta difícil de realizar. Por ejemplo gastar la plata en algo que no tenga nada qué ver con nosotros o que no nos beneficie directamente (lanzarle una moneda de un Sol a un pordiosero de la calle, comprar regalos en la navidad, etc.). Evidentemente la mayoría de nosotros, seres sensatos y racionales, no realizamos esas inutilidades ya que para eso están el Estado y los cristianos.

Pero hay algunas ocasiones en las que uno sabe que lo que va a hacer no lo beneficiará en nada o no le servirá de nada en el objetivo principal de la vida (la satisfacción total), y sin embargo -y a pesar del penoso esfuerzo que eso significa-, terminamos haciéndolo.

Eso me pasó hace algunos días cuando al regresar de una noche brutal con mis amigos, donde obviamente el alcohol fue la sustancia que menos se dejó extrañar, encontré en mi casa una situación de emergencia médica. Mi padre, hombre ya entrado en años a quien el hada de la pereza aún no ha visitado, sufría de dolores atroces en la espalda que, parecía, le harían perder el conocimiento. El alboroto era tal que probablemente no me hubiese sido necesario estar en completo estado etílico para sentir que el mundo estaba patas arriba. Mi madre, mujer celestial que en su vejez ya no tiene más remedio que soportar mis salidas y desapariciones con una sonrisa de complacencia (tomando en cuenta que, algunos años atrás, era capaz de colgarme de las bolas si es que osaba comportarme como un cretino), me dijo con angustia que los dolores no le habían permitido dormir casi toda la noche y que realmente estaba preocupada por el destino de su compañero de más de cuarenta años.

Yo, como siempre, no quise comerme el amargo bocado a solas y envolví a mi pata Héctor en el tumulto, casi, casi obligándole a quedarse, cuando lo que él más quería era tumbarse en su cama y no despertar hasta la noche, soñando seguramente con los recuerdos de aquella bestial noche de excesos tóxicos que acabábamos de tener con nuestros demás patas de mancha. La primera cuestión a resolver de toda aquella bataola fue la de decidir a qué centro de salud llevaríamos al viejo, siendo la primera opción la de un centro de salud público. "¡Horror!", pensé, "puede ser que sea más barato y cercano, pero vamos, en los 27 años que lo conozco, el vetusto ha llegado a ganarse mi cariño, así que algo mejor se merece". Ni hablar, la decisión estaba tomada. Sin pensarlo tomé unos billetes (que pensaba gastarlos en ropa, chupetas y probablemente un viajecito por fin de año) y anuncié que iríamos a una de las clínicas más jodidamente caras de Lima.

Al final del día una batalla se libraba en mis adentros: esa plata podría habérmela gastado en mí y nada más que en mí, carajo. Pero qué bien se siente que mi viejo se haya mejorado.

lunes, 27 de diciembre de 2010

"Así que quieres ser un rockstar, ¿no?"

Quiero ser un "rockstar". Siempre he querido serlo, y creo que lo seguiré queriendo. Es mi fantasía de vida. Aunque también quiero ser un súper escritor que venda millones de ejemplares, pero sin ser un puto de la literatura, es decir, ser más como un Gabriel García Márquez antes que una Stephenie Meyer o J. K. Rowlling. Pero también quiero ser un súper abogado que golpee y cambie al mundo con nuevas teorías y tesis revolucionarias sobre el derecho. Creo que también quiero ser un erudito de la historia, analizar los datos, conocer los contextos, ser un consultor inevitable para quienes quieran entender nuestro presente y modificar el futuro. Pero lo que más quiero es ser un "rockstar". Porque no hay nada más rico para el alma que adueñarse de un escenario y empequeñecerlo con un movimiento de brazos, con un cabezaso al aire o con un meneo de cintura. Porque no hay nada más delicioso para el ego que sentarse en la batería y, aún siendo el chico de atrás, poder impresionar a la audiencia con un innegable don para el compás, el ritmo y la sincronía. Porque no hay nada más poderoso en el mundo que ser un monstruo dotado con un irrepetible talento para escribir letras capaces de trascender el tiempo y, quizá, hasta el espacio.
El deseo de ser un "rockstar" me nació cuando era un púber que acababa de dejar la infancia y adoraba escuchar a Led Zeppelin, Deep Purple y Black Sabbath en una vieja radio negra que se la robé a la enamorada de mi hermano (hoy, mi cuñada) y sudaba a chorros en mi habitación de tanto moverme al ritmo de sus canciones, imaginando que yo era el cantante de esas megabandas. Pero también me di cuenta que la cosa no iba a estar tan fácil como quería, ya que no tenía en mi familia antecedentes de músicos que hubieran podido legarme algún gen que ayude a mi causa, ni tenía la formación teórico-musical que me señale el camino correcto a seguir y , lo que es peor, ni siquiera tenía una flauta en casa con la que pudiera crear mis primeras melodías. Pero aún así, quería ser un "rockstar". Tiempo después empecé a estudiar ingles y una de las primeras mieles que ese idioma me hizo disfrutar fue el hecho de poder entender, por fin, qué cuernos decían esos cantantes a quienes admiraba hasta el delirio. Sin embargo el tiempo fue pasando y mis gustos fueron ramificándose hacia otros estilos y sucedió un día que la adorable profesora de ingles que tenía en el instituto nos pidió que para el día siguiente llevásemos la letra en ingles y traducida al castellano de alguna canción que conociéramos y que nos guste. "Seguro que llevaste Stairway to heaven", dirán ustedes. Pues no. Por obvias razones la canción que llevé fue ésta, de mis ídolos de aquel momento: