martes, 28 de abril de 2009

El furioso clima en la isla de tu recuerdo (Pt3)

Por Fred Borbor

Decidí olvidarme de aquel asunto pues sentía que no valía la pena volverse loco por una situación tan estúpida y, hasta cierto punto, tan cómica como aquella. De modo que poco a poco fui recuperando mi buen humor, y mis pensamientos volvieron a estar volcados a otras cosas.

"O-oye P-aancho ¿v-vamos a co-comer a-algo?”
"No tengo dinero Carlos. Discúlpame. Otro día te acompaño”.
"B-bueno. t-tú de-decides m-man. s-si q-quie-quieres que-quedarte allí t-tirado en t-tu c-cama, p-pues a-allá t-tú.”

Pues sí, en realidad así es como quería quedarme: tirado en la cama, tomando cerveza, viendo series familiares al medio día y riéndome a carcajadas cada vez que recordaba mi estúpido comportamiento aquella noche. No sé, en esos momentos sentía que me hacía falta la presencia de la mujer no tan bonita y hermosa como tú Elena, pues estaba seguro de que si ella hubiese estado allí conmigo nada de eso habría ocurrido; por eso a menudo me preguntaba: ¿Por qué carajos ella tenía que estar tan lejos? ¿Si la extrañaba? Pues sí. Hasta cierto punto, sí. No tanto como días atras, pero aún quería tenerla cerca.

Sin embargo era hora de pensar en otras cuestiones tales como el trabajo. Porque muy a pesar de mi poco interés por el trabajo, sabía quede todos modos tenía que hacerlo ya que los gastos se incrementaban más cada día y, claro, no se iban a pagar solos. Es por ello que me emocioné tanto cuando encontré un buen lugar donde laborar. Eso me hizo sentir realmente contento. Especialmente porque los servicios con los que contaba no me iban a ser quitados y, además, eso haría que mi mente esté más ocupada en algo distinto a ti, mi querida Elena.

Ahora bien, si tengo que hablar del trabajo, debo decir que no era muy difícil, pues no requería de mayores destrezas intelectuales o demasiada cantidad de conocimientos en materia alguna. En realidad sólo era una maquinaria humana al servicio de las necesidades de un enorme mercado de consumidores. Eso hizo que de alguna forma vea traicionado mis ideales de chico pretencioso, pero no tanto como para dar un paso atrás. Necesitaba el trabajo y lo tomé sin baratos remordimientos de universitario idealista. Eso es todo. Al diablo con filosofadas contrarias al sentido común y al pragmatismo.

Los días pasaron y mi mente empezó a distraerse bastante por las amistades que hacía cada día en mi centro laboral. Los efectos de eso no se hicieron esperar: cada conversación graciosa, cada salida a la media noche al centro comercial o cada visita sorpresa a mi habitación; hacía que mi enojo, mi autodesprecio y mi pena se disiparan. Compredí nuevamente el gran poder que tiene sobre el ánimo individual el estar rodeado por personas que te divierten. A decir verdad, ahora ya no me interesa mucho ese poder dado el hecho de que ya no albergo esos sentimientos negativos en mi corazón. Pero en aquellos momentos sí que lo necesitaba, y mucho. Desde aquí quiero enviarles un gran agradecimiento a todos esos chicos que me hicieron tanto bien con su compañía: gracias muchachos. (Disculparán la falta de emotividad en mis agradecimientos, pero gracias.)

Todo iba bien, hasta aquella mañana cuando, después de desayunar y cruzar las calles con un frío atroz hasta llegar a la empresa donde trabajaba, me sorprendí tan agridúlcemente al verte allí, con un uniforme, atendiendo a las indicaciones que te daba la señora Linda (mujer admirable y virtuosa que debes recordar con cariño y afecto al igual que yo). Ella me saludó con su acostumbrada amabilidad:
“¡Francisco! ¿Cómo estas esta mañana? Ella es Elena, trabajará aquí desde hoy”.
"Sí, nos conocemos. Hola Eli.”
"Hola Pancho. ¿Qué sorpresa no?”

Así nos saludamos Elena, con un atisbo de cierto recelo. Con una pizca de cierta vergüenza mutua. Tal parecía que tanto tú como yo, teníamos claro que lo sucedido en aquella fiesta nos desbarató; no obstante que nunca habíamos pronunciado frase o palabra alguna que dé a entender el carácter sentimental de nuestras nuestras acciones. Lo sucedido en la fiesta fue un enfrentamiento psicológico que no necesitaba de muestras explícitas o concretas para dar como resultado esa sensación de disconformidad e incomodidad aquella mañana.

Dije que grande y agridulce fue mi sorpresa cuando aquella mañana te vi en las instalaciones de la compañía, y lo fue porque debo confesar que tu presencia allí tan cerca, significaría de todos modos algo grato, a pesar de lo lastimado que estaba mi corazón de amante desdeñado y mi espíritu de celoso burlado. Así que tomé la decisión de comportarme esta vez sí a la altura de las circunstancias: “Somos compañeros de trabajo y como compañera de trabajo la trataré”, me dije. Además -discúlpame la sinceridad Elena- ¿por qué debería morir mi estrenada emoción por el trabajo al estar tú tan cerca? ¿Acaso no debería significar ello un elemento más que contribuía al agradable ambiente laboral que en esa compañía existía? ¡Caramba! Tú sólo habías sido mi amiga hasta ese momento, nada más; por lo tanto era estúpido que exista tensión alguna entre nosotros.

Gracias a estas reflexiones mi emoción por el trabajo resurgió, y mi vida parecía volver a tomar un ritmo muy agradable ya que era sumamente bonito trabajar en ese lugar. Era imposible que alguno no se sienta emocionado y feliz en esas condiciones. Al menos eso creía ya que yo me sentía así. Pero estaba equivocado, porque no todos estaban emocionados. No a todos les embargaba una cierta felicidad porque su vida tomaba un ritmo agradable; pues tu sonrisa seguía siendo tan triste como siempre Elena. Tu mirada aún se dirigía a un vacío que tal vez solo tú comprendías e incluso, solo sonreías cada vez que atendías a un cliente; no lo hacías siempre. Al alejarse el cliente, nuevamente tus labios volvían a un estado sereno y melancólico haciendo que tu sonrisa desaparezca. Cundo te miraba desde lejos también encontraba las respuestas a aquellas preguntas que me hacía mientras pasaba los días tirado en la cama, tomando cerveza, viendo series familiares al medio día y riéndome a carcajadas cada vez que recordaba mi estúpido comportamiento aquella noche de celebraciones: eras hermosa.

Un día mientras trabajábamos, tomé un descanso y, fiel a mi carácter burlón y jodido, fui a verte a tu estación. Te observé por algunos segundos desde lejos y cuando estuve a punto de regresar decidí hablarte: “¡Hey tú! Trabaja pues.” Tú me miraste un poco sorprendida por mi audacia de hablarte de manera amistosa y simpática y me respondiste con una de las sonrisas más hermosas de las que tiene registro mi memoria -y quiero creer que una de las mejores que has dado en tu vida-. Aún era una sonrisa triste, pero a la vez era hermosa. Aquella sonrisa se ha convertido, debo aceptarlo, en la referencia a las posteriores sonrisas de las cuales yo pueda ser merecedor: “No se parece a la sonrisa de Elena”. “Más o menos se parece a la sonrisa de Elena”. “Le falta mucho para que sea como la sonrisa de Elena.” Y es que talvez se trate de una sonsera de mi parte, pero tu sonrisa fue una de tus cualidades que más disfruté mientras te tuve. Ahora solo la veo en las fotos y videos que tengo como recuerdo de nuestra historia, y créeme cuando te digo que es una de mis más grandes melancolías.

La tranquilidad en la que vivía aquellos días era atronadora. Casi, casi era la vida perfecta: buen sueldo, trabajo fácil, alejamiento total de una vida caótica como la que llevaba hasta hacía unas semanas. Incluso hasta empecé a dejarle de tener interés al embobamiento que sentía por aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú. La estaba pasando muy bien a decir verdad auqneu debo aceptar que aquella tranquilidad se vio un poco alterada por la llegada repentina de dos caricaturescos personajes que venían del sur. Ellos le pusieron dos cosas a mi estancia: mayor cantidad de compañeros de trabajo y la necesidad de una habitación privada ya que eran pareja. “Suertudos” –pensé- “vienen en pareja así que se podrán calentar todas las noches.” Y como buen hospedador acepté brindarles mi habitación, sin tomar en cuenta que eso me dejaba repentinamente en la condición de desposeído habitacional. Una vez más comprobaba que el ser buena gente, atento y comedido, nunca me iba a dar buenos réditos. Aplausos talvez, pero buenos resultados prácticos jamás: ¿Dónde carajos iba a dormir?

Afortunadamente ustedes como buenas amigas me ofrecieron un espacio en su casa; oferta que acepté de inmediato y de manera gustosa, aunque es menester dejar en claro Elena, que no acepte esa oferta por querer aprovecharme de la situación y mucho menos porque buscaba un acercamiento físico contigo. Me gustabas, pero si hay algo de lo que me puedo enorgullecer, es que siempre tengo un trato cordial y correcto con las mujeres. Además que para ese momento yo ya me encontraba bastante concientizado acerca de la imposibilidad física y moral de tener algo contigo; tal vez por mi poca autoestima, tal vez por mi macho orgullo masculino herido aquella noche en la fiesta. ¿Quién sabe? A lo mejor por tonto. Aunque sí es necesario reconocer que me encontraba un poco contrariado por aquella situación Elena, pues si bien es cierto la iba a pasar muy bien con ustedes, también es cierto que un hombre durmiendo entre cuatro mujeres, incomoda a cualquiera. ¡En fin! la oferta estaba aceptada y la decisión tomada. No me quedaba más que acomodar mis cosas y convertirme en una más de de la habitación, aunque eso suene un poco maricón.

“Bueno Panchito, tendrás que acomodarte no más.” –me dijo chabela cuando me trasladaba.
“Recuerda que no queremos ronquidos, bullas innecesarias, ¡y mucho menos pedos ah!”
“Jajaja. Gracias chabelita. No te preocupes que de mi no saldrá flatulencia alguna”.
“¡Ah! me olvidaba: ¡nada de mañoserías tampoco ah! O sea, yo entiendo que seas hombre, pero supongo que sabrás controlar tus impulsos.”
”Pucha amiga, encerrado en un ambiente tan pequeño con cuatro bellezas… ¿No crees que me puede dar ganas de ver aunque sea un dedo gordo del pie calato?”
”Jajaja, ay no se, pero te me controlas papito, ¡te me controlas!”
”Entendido chabelita.”

Y así, sin más ni más, me mudé aquella noche a tu casa, intentando dormir en una cama de plaza y media, acompañado por dos mujeres; el sueño de todo hombre para algunos y la peor pesadilla para otros como yo, acostumbrado a dormir desparramado en una cama de dos plazas, sólo, emitiendo las flatulencias que me daba la gana y moviéndome bruscamente cuanto quisieran. Así que debo confesar que esa experiencia no fue nada chévere ya que la pasé muy mal. La incomodidad que experimenté mientras intentaba dormir con Chabela y Elvira a mi lado, me hizo sentir una lady que no podía soportar dormir incómoda y me daba mucha verguüenza a decir verdad. Esa vergüenza no era producto de un simple capricho, no. Esa vergüenza era producto de mi crianza Elena. En serio. Para ser más claro te contaré lo que pasaba por mi mente en aquellos momentos, mientras intentaba dormir junto a ustedes: resonaban las palabras que mis dos hermanos mayores -militares ellos- cuando me decían que ”Un hombre de verdad nunca se queja.” “Un hombre de verdad lo soporta todo.” “Un hombre de verdad nunca es débil.” “Un hombre de verdad es como una piedra.” Entonces, mientras me acomodaba en el suelo, pensé: “Supongo también que un hombre de verdad debe saber dormir donde sea y como sea.” Y me sentí mal conmigo mismo; pues por aquellos tiempos yo estaba muy seguro que sabía asimilar todos los preceptos que en mi familia me daban. Es más, los practicaba en mi vida diaria y realmente quería ser aquel hombre de verdad. Pero no pude Elena. No aquella noche. Tú sabes que soy capaz de soportar cualquier incomodidad. Sabes también que nunca me quejo y soporto todo. Nunca me muestro débil y a veces soy como una piedra. Pero si de dormir se trata, sabes que soy una completa lady. Sencillamente no me gusta dormir incómodo. Nunca busco faltarle el respeto a mi sueño y -perdona Elena y perdónenme chicas- pero aquella noche, al dormir con ustedes en su habitación, si sentí que le estaba faltando el respeto a mi sueño y a mi persona.

Fue así como la noche siguiente ya no estuve dispuesto a pasar por aquella pesadilla nuevamente, y aunque al transmitirles mis pesares e incomodidades me iba a sentir más lady aún, decidí aguantarme el roche como macho y terminé quejándome de todos los dolores de espalda que me causó el hecho de dormir en el suelo y del intenso temor de caerme que sentí cuando trataba de acomodarme en la misma cama con Elvira y con Chabela. Ustedes, como era de esperarse, soltaron sonoras carcajadas las cuales, no me causaron mucha gracia. No podía entender como eran incapaces de comprender los padecimientos de alcoba de alguien. “Son unas arpías. Eso son, unas malvadas arpías.” -les dije-. Pero debo reconocer que, a pesar de lo arpías que eran, para mí siempre tenían el corazón en la mano chicas. Por eso entre las cuatro decidieron que era mejor que la lady de Pancho duerma contigo y con Rosa ya que ambas eran más pequeñas y por ende ocupaban menos espacio en la cama de plaza y media que les pertenecía y evidentemente, yo estuve de acuerdo. ¿Cómo iba a rechazar semejante oferta? Era la oportunidad perfecta para estar a tu lado por primera vez aunque sea por necesidad, sentir tu respiración, sentir tu aroma, sentir tu cuerpo dormido junto al mío. Claro, siempre y cuando a la fastidiosa de Rosa no se le ocurriese dormir en medio de los dos.

Me emocioné porque podría compartir contigo algo tan íntimo y tan personal como el sueño, e incluso pensé que tal vez podría hacerme el dormido y así abrazarte y luego justificarme diciendo que estaba dormido: “¡Pucha, sorry Eli! Estaba dormidazo y no sé si estaba soñando o qué, pero de veras que no te abracé a propósito.” O tal vez solo hacer el papel de quien no recuerda absolutamente nada -no sería la primera vez que iba a hacerlo-. Todo ello, claro está, corriendo el riesgo de que tu reacción sea totalmente negativa. ¿Quién sabe? Talvez te despiertes y me armes el escándalo del siglo en medio de la oscuridad haciendo que las demás chicas se despierten también y entre las cuatro terminen botándome a patadas del cuarto por mañoso, atrevido, aprovechado y sin vergüenza. Pero obviamente yo no era tan osado. Nunca me iba a atrever a realizar tamaña riesgocidad. Soy demasiado cobarde para eso Elena. Tú lo sabes bien. Sin embargo, aún consideraba que aquella era una oportunidad que no podía ser desaprovechada.

La verdad es que aún me gustabas Elena, y mucho. Aún saltaba mi corazón al verte, al escucharte o al pensarte. Por eso tomé la decisión de hacer algo menos osado, menos valiente y menos riesgoso: “Me quedaré despierto toda la noche.” Y así lo hice. Me quedé despierto toda la noche. Quería tener el placer de disfrutar cada minuto de tu sueño y no quería correr el riesgo de perderme un solo instante de tu descanso. Quería observar tu hermoso y bello rostro mientras estabas en el reino de Morfeo.

Pero ahora que lo pienso bien, debo reconocer que, además de la decisión que tomé; el insomnio fue otra de las razones por las cuales no pude cerrar los ojos aquella noche. Un repentino problema de nervios, supongo. Lo cual era algo extraño en mí ya que nunca había sufrido de insomnio ni en los peores momentos de mi vida. Por lo tanto sólo me puse a ver la televisión y luego de dos horas de Headbangers Balls, una hora de The Fresh Prince in Bell Air y algo más de otra cosa; apagué el televisor para intentar mitigar el sueño y vencer al insomnio. Me eché boca abajo, hice silencio y afiné los sentidos. Quería sentirte. Afortunadamente tú te echaste en el medio de la cama, es decir a mi costado, y podía sentir tu brazo pagado a mi brazo. Tú dormías profundamente y yo a veces me movía un poco tratando de pegarme más a ti y creo que tú también lo hacías. Todo era silencio alrededor. En aquella noche me di cuenta de que a pesar de las apariencias que trataba de imponer en mi persona, era un hombre bastante temeroso. De ello me di cuenta por los nervios que empecé a sentir por el solo hecho de saberte junto a mí Elena.

Mantenía los ojos bien cerrados más que por estrategia, por los nervios, y me mantenía inmóvil más que por el sueño profundo en el cual, se supone, me encontraba; por el placer que me producía el sentir tu encantador brazo pegado al mío, rozando tu piel a la mía. Entre mis pensamientos más impuros, creo que el que pasaba por mi cabeza en aquellos momentos era el más puro: "Que delicioso será abrazarla desnuda en la cama." Y ese no era un pensamiento nuevo en mi cabeza pues ya días antes, mientras te observaba cuando caminabas por la habitación y mientras trataba de disimular mis miradas cambiando compulsivamente de canales; pensé algo similar: “Qué delicioso y que rico será abrazarla y darle un besito en la mejilla.” E iba creciendo en mí, un deseo platónico, casi utópico: el poder tener algún día una mínima oportunidad de tocarte, de abrazarte tiernamente, de besarte despacito y con calma… De quererte.

Pero en esos momentos me seguía manteniendo inmóvil. No quería despertarte Elena. Te sentía tan exquisita a mi lado. Te sentía tan exquisita mientras oía tu respiración. No, no quería despertarte. Mi inmovilidad solo era interrumpida cada intervalo de tiempo por leves movimientos, acomodos y reacomodos que, como ya te dije, buscaban tramposamente pegarme más a ti. Tú seguías profundamente dormida. Tu rostro mostraba una serenidad tan complaciente que transmitía la idea de paz y tranquilidad. Me encantaba tu brazo pegado junto al mió. Por un momento me erecté por el placer que me producía la sensación de tu brazo rozando mi brazo, así que despacito y tratando de hacer el mínimo movimiento posible, llevé mi mano izquierda a mi sexo y comencé a acariciarlo. Cruzó por mi cabeza la idea de seguir haciéndolo hasta llegar al clímax, pero fui demasiado cobarde para hacerlo pues pensaba que si lo hacía, talvez te despertarías por los ruidos y los movimientos bruscos. Decidí solo continuar con mis ojos cerrados, sintiendo el roce de tu encantador brazo y acariciándome el sexo suavecito, casi imperceptiblemente. Sin embargo no contaba con la repentina aparición de un viejo padecimiento corporal que, inducido no sé si por las cobijas de algodón, por la cercanía de tu calor o simplemente por mis nerviosos placeres circunstanciales; se convirtió en mi peor enemigo: mi execrable tendencia a sudar en cantidades casi industriales. Execrable tendencia que tú supiste soportar estoicamente durante todo el tiempo que nos tuvimos. "Definitivamente no podré soportar esto toda la noche,” –me dije- “tengo que moverme.” Craso error.

El movimiento que hice fue tan brusco que te despertó y así, sin más ni más, me diste la espalda y continuaste durmiendo. Otra vez me sentí derrotado Elena, ya que al parecer no tenía la habilidad de acertar a hacer algo bien cuando te tenía cerca. Desalentado tomé el control remoto del televisor y comencé a ver The Daily Show y mientras Jon Steward se burlaba de la candidata presidencial que creía que África era un país; tímidamente volteé a mirarte solo para darme cuenta que tu espalda se había convertido en un muro infranqueable. Nuevamente te había perdido. Di un largo suspiro y pensé: "¡En fin!" Apagué el televisor y comencé a hacer denodados esfuerzos por quedarme dormido. La noche iba avanzando y, ¿cómo no? Yo Pancho, la lady que no podía dormir en el suelo, el chico mañoso que se había estado acariciando el sexo mientras tú rozabas tu brazo contra el suyo; no podía dormir. Esta vez ya no por decisión propia sino porque simplemente no podía. Sin embargo pensaba que no era posible tanta cobardía de mi parte. Algo tenía que hacer. Si ya todo estaba perdido, ¿qué me importaba correr un riesgo aquella noche? Si tenía que salir de aquel cuarto iba a hacerlo teniendo la conciencia tranquila y sin el pesar de no haber intentado por lo menos una pequeña valentía para acercarme a ti, aunque ello implique el ser eyectado de ese cuarto a patadas por mañoso, atrevido, aprovechado y sin vergüenza.

Me atreví a voltear con dirección a ti, me pegué un poquito a tu espalda y di un pequeño suspiro. Y de repente, en medio de tanto insomnio, en medio de tanta desesperación por estar durmiendo al lado de una de las chicas más hermosas que había conocido en mi vida y no poder siquiera mantener su brazo rozando al mío, en medio de la ansiedad que me causaba la no llegada del amanecer; de repente sucedió un milagro: volteaste, pegaste tu rostro al mío y, aún con los ojos cerrados, diste un pequeño suspiro. Mi alegría y mi emoción no tenían cabida en ese momento en algo tan pequeño como mi corazón. A pesar de no saber si lo habías hecho adrede o sin pensarlo, estaba feliz. Ya no cabía ni siquiera la sugerencia de mantener los ojos cerrados. Te miraba Elena. Te contemplaba con toda la pasión que sólo un espíritu salvaje como el mío era capaz de tener.

Luego de aquella pequeña victoria caí en cuenta de que tal vez no era tan malo eso de correr pequeños riesgos. Me animé a más. Decidí poner mi brazo sobre tu cintura sin importarme ya lo que vendría después. Tú te pegaste más a mí Elena y mi corazón comenzó a latir furiosamente. Poco a poco y casi temblando por la emoción, levanté mi mano y acaricié tu rostro; ese mismo rostro tan admirado, tan adorado, tantas veces deseado. Ese rostro que, en adelante, se convitió en mi total felicidad. Tú te pegabas más a mí. Con tus dedos me cogiste la barbilla tiernamente diciéndome en el lenguaje que solo los amantes saben entender: te quiero.

Dejé que los minutos pasen. Quería disfrutar al máximo de tu bien pincelado rostro. Después, cuando ya las emociones se encontraban hirviendo violentamente en nuestros latidos, recordé aquellos pensamientos puros que tenía cuando te miraba y te di un besito en la mejilla. Fue un besito tan rico, tan suave y tan dulce que hoy, cuando lo recuerdo me sumerjo en un mar de tristes e innavegables nostalgias Elena. Esos besitos a tu mejilla se multiplicaron y extendieron por algunos minutos más. Tú los recibías callada, como tú solamente eres. Mantenías los ojos cerrados, no sé si por sentirlos y disfrutarlos mejor o tal vez imaginando que se trataba (ahora lo creo así) de los besitos propinados por el protagonista de alguna historia guardada en tu corazón. No me importa. Yo lo estaba disfrutando.

Luego de largos y deliciosos minutos dándote besitos en la mejilla, decidí intentar besarte en los labios. ¡Ah esos labios tuyos mujer! Tan riquísimos que fueron. Acerqué tímidamente mis labios a los tuyos y los rocé despacito, con calma y con paciencia. Sacié mi sed desmesurada de ti. Te acariciaba tu pincelado rostro mientras poquito a poco iba disfrutando de tus labios embrujantes. También con calma, tú ibas masajeando mis labios con tus labios. Me abrazaste fuertemente haciéndome sentir que era el único hombre sobre la tierra. Te pagaste tanto a mí que casi compartíamos el mismo latido y la misma respiración. Tus pies tocaron los míos y con ellos comenzaste también a acariciarme. Con el temor siempre de equivocarme, afirmaría que aquel momento realmente había sido también esperado por ti Elena. Ojalá que sí.

Así pasamos toda esa noche hasta que vimos juntos el amanecer. No nos interrumpimos con alguna palabra. No hubo diálogo entre nosotros ya que hacerlo hubiese sido algo muy banal, muy vulgar y muy pueblerino. No podíamos manchar la pureza de aquella experiencia con superfluos anexos. Y cuando el amanecer se impuso y las demás chicas despertaron, me levanté, me puse el uniforme y me fui a trabajar. Ni siquiera te di un beso de despedida Elena.

Aquel día, la mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado, terminó de desaparecer por completo de los registros y anales de mis pensamientos. Sin embargo días después descubriste que aún mantenía contacto con ella y me lo recriminaste. Me lo recriminaste tarde Elena, porque para ese momento ella ya había recibido una carta en la que, con todas las características patéticas que el caso ameritaba, le decía adiós.

miércoles, 8 de abril de 2009

El furioso clima en la isla de tu recuerdo (Pt2)


Por Fred Borbor

Los días fueron pasando rápidamente y todos empezaron a estar tristes y melancólicos, pues no podían estar en casa con los suyos sino lejos; extrañando, llorando y trabajando. Sin embargo yo estaba tranquilo, pues aquello no era algo que me afectase en absoluto ya que hacía varios años vivía solo y tranquilo, lejos de las extravagancias que significa el vivir con familiares alrededor. Yo vivía solo en Lima y disfrutaba mucho de mi soledad. Eso hizo que la afectación que todos sentían por la lejanía de casa sea causa de extrañeza e incluso de burla para mí.
Pero debo reconocer que de todas las tristezas, de todas las melancolías y de todas las depresiones que reconocía en cada uno de los rostros de los demás chicos, las tuyas parecían ser las más dolorosas Elena. “Ha de ser que se trata de un amor arruinado por la distancia” –pensé. Y es que debo serte sincero Elena, tu rostro bello, hermoso e impactante, se convertía en un compendio de todas las tristezas cuando a veces te alejabas de nosotros unos metros, buscabas con ansiedad tu cajetilla de Marlboro rojo y empezabas a fumar uno, dos y hasta tres cigarrillos seguidos mirando hacia el vacío; pensando, recordando, añorando o buscando quién sabe qué. También debo serte sincero en esto, aunque lo hago ya mucho tiempo después; que me doy cuenta –en base a puros descubrimientos casuales- que no estuve equivocado cuando pensé que habías dejado un amor a lo lejos, una historia talvez; una historia bastante dolorosa al parecer. En fin, creí que era más conveniente dejar a cada quien con sus cosas y traté de olvidarme de estos asuntos.
Estaba por aquellos días muy cerca la fecha de una fiesta y casi todos nosotros nos preparábamos para asistir aunque teníamos deberes laborales. En realidad me parece que nadie quería trabajar; por lo menos no hasta que pase la fiesta. Yo seguía yendo al cuarto que compartías con Rosa la parlanchina, aprovechándome de mi condición de amigo para poder verte, aunque nunca, o casi nunca, cruzábamos palabras. Y aún no sé si fue por tantas entradas y salidas a tu habitación, o por las tantas estupideces que decía. Si por tantos chistes malos que contaba, o por tantos datos que siempre me gustaba dar cada vez que tenía oportunidad; pero te empezaste a fijar en mí Elenita. Claro que ahora sé el motivo real de esa repentina fijación, pero ese ya es otro cantar sobre el cual no entraré en detalles. Bueno, quizá lo haga más adelante. Bueno, mejor lo hago ahora para no empañar esta carta en el futuro con detalles poco importantes: sé que el verdadero motivo de la fijación que tuviste hacia mí fue esa necesidad que tenías de siempre estar en busca de alguien. Tal vez me esté equivocando, tal vez esté acertado, pero hoy creo que ese fue el verdadero motivo para que me hayas visto con ojos de enamorada. Es la única respuesta que le encuentro a ese honor que tuve. ¿Qué mujer bonita se había fijado en mí antes? Solo una. Es más, ¿qué mujer con los cinco sentidos bien puestos podría fijarse en una persona como yo? Mejor no responderé a eso. Pero en resumen, es evidente que no me envolveré en alguna explicación psicológica del asunto Elena. Zapatero a tus zapatos. Yo no soy psicólogo, la psicóloga eres tú; yo solo soy un simple tinterillo por lo que tú eres la llamada a explicar mejor esta presunción que tengo. O en todo caso, algún día le pediré a mi amigo Héctor que me explique mejor todo este molondrón que tengo en la cabeza con respecto a tu necesidad de siempre estar en busca de alguien.
Elvira me hizo una noche una confesión que yo sinceramente no esperaba, pero que deseaba con todas mis ganas: “¡Amigo! Estás ganador. La de la pijamita quiere algo contigo. ¡Buena pillín!”.
“Qué, ¿si? Pero tu ya sabes que no estoy para esas cosas amiga.”
“¡Ay pancho! Tú y tu ‘botadera’ ya me tienen cansada. ¿Cuántas mujeres has perdido por eso? Ay, sinceramente yo no sé como se fijan las mujeres en ti; eres tan cojudo a veces”.
"Bueno amiga, tu ya sabes que soy un tímido de aquellos pues”.
"Ay no jodas huevón, bien que te gusta la chica y te haces el tarado. Aplica nomás”.
Era cierto Elena. Había algo en mí, que siempre me impedía comportarme a la altura cuando una chica me hacía caso. No sé por qué, pero de una u otra forma, siempre buscaba alejarla de mi lado. No me atrevo a llamarlo arrogancia porque sería algo muy pretencioso de mi parte, pero sí acepto que se parece mucho a eso.
El día que fuimos a la fiesta te veías espectacular. Nunca te había visto arreglada. Tu belleza había sido elevada a la “n” potencia, pues a lo natural de ella, le sumaste los acertados pincelazos que le diste con tus accesorios femeninos. En aquel momento, ya me imaginaba más o menos que te habías fijado en mí, pues mientras esperábamos el taxi, sin querer me tope con tu mirada. Una mirada tan directa, tan profunda y tan impactante. Tu rostro me decía con esa mirada: “me gustas”; o acaso así lo entendí entonces. Ahora entiendo que significaba: “necesito de alguien”.
Recuerdo que había muchos chicos en aquella fiesta. Demasiados para mi gusto y para mis odiados celos. Y es que al saber que yo te gustaba, empezó a engendrarse en mi mente aquel sentimiento de posesión que tanto detestaba ya que era algo que me había jugado malas pasadas en situaciones anteriores. Recuerdo por ejemplo, que poco tiempo antes de conocerte había pasado por una experiencia muy desagradable cuando, por esa mala costumbre de tener sentimientos de posesión con las personas que tenía a lado, me embriagué con virulencia y a altas horas de la madrugada desperté a quien creía me había traicionado; la insulté y la tildé de mujerzuela. Por eso es que detestaba ese tipo de sentimientos Elena, porque siempre nublaban mi juicio y me hacían reaccionar de maneras muy impulsivas. Pero creo que resulta inútil tratar de explicártelo ahora, pues esa es una faceta de mi personalidad que tú ya conoces. Sin embargo trato de justificarme ente ti con estas líneas para que le encuentres una explicación más lógica a aquellas innumerables veces que tuviste que soportarla. “No va a faltar alguien que de seguro intentará conquistarla esta noche” –pensé. Y sin embargo, a pesar de mis celos y a pesar de mi preocupación por lo expuesta que te encontrarías aquella noche a tantos chicos ávidos de los favores de una mujer hermosa, no dudé un solo instante en comportarme de forma desdeñosa contigo Elena. Cada vez que tú te acercabas para hablarme o para simplemente estar a mi lado, yo me comportaba de una forma realmente estúpida, pues me iba, te respondía mal o simplemente me desentendía de tu presencia. ¡Oh Dios! ¿Por qué nunca sé cómo tratar bien a quienes más quiero? Y ahora sí que no puedo poner como excusa de mi comportamiento a la mujer tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado, porque a decir verdad, aquella noche su figura y su recuerdo no importaron mucho para mí.
A medida que iban pasando las horas y el clímax de la fiesta iba llegando a su punto supremo, los rostros se compungían más al extrañar a la familia que estaba lejos. Yo como siempre traté de ser el malvado de la fiesta y el verdugo para todos, recordándoles que no importaba que tan mal se sintieran porque de todas maneras estaban lejos de casa. No faltó alguien que con lágrimas en los ojos me recordó que no debía ser tan impertinente. Los tragos iban y venían por doquier y alentados por su amargura celestial nos reunimos en círculo para contar chistes; chistes de todo calibre: americanos, europeos, caribeños y por supuesto, peruanos. Sin embargo, eso no fue lo más divertido y agradable de la noche, al menos no para mí. Porque lo más lindo que recuerdo de aquella noche es el instante en el que te acercaste a donde yo estaba sentado y te recostaste en mis hombros Elena. Debes creerme si te digo que fue un momento sublime, tan sublime que no me dejó ver que en realidad lo hacías buscando refugio de algo o buscando una tabla salvadora en medio de tu naufragio. Yo por supuesto actué como si nada pasara, como si no me importará aquel gesto cariñoso que me prodigabas. Hoy te confieso Elenita que sí me importó y también te confieso que si pudiese retroceder el tiempo y pudiese regresar a aquel instante, otro sería mi proceder, así como otro sería mi proceder en todo lo que tuvimos.
En medio de toda la algarabía de la fiesta, olvidamos que al día siguiente debíamos trabajar, ya que nos entregamos sin reservas a los placeres que ofrecen el alcohol, los cigarrillos y la marihuana. En medio de toda aquella algarabía fiestera, recuerdo que algunos empezaron a hablarte Elena, muy a pesar de que tu cabeza seguía recostada sobre mis hombros. Nadie respetó eso. Nadie se dignó a guardar distancia de la mujer que cariñosamente se apegaba al tonto que ni siquiera la miraba. ¿Dónde estábamos? ¡Un poco más de consideración digo yo! El hecho de que no la mirase, no le hablase ni corresponda a su mimoso acercacamiento no quiere decir que no esté interesado en ella señores, ¡por favor! Aunque admito que en esos momentos más dábamos la imagen de fraternidad que de complicidad romántica. De modo tal que todos empezaron a hablarte Elena. Todos querían ser tu compañía esa noche. Sin embargo no todos fueron tan desconsiderados conmigo ya que uno de ellos tuvo la gentileza, la inteligencia y la fineza -si es que no se trató de una burla- de preguntarme si éramos novios y, claro, yo respondí que no. Al menos eso es lo que me contó Elvira al día siguiente cuando recriminándome la descortesía contigo me riñó: “Eli me dijo que te comportaste malísimo con ella anoche ¿Cómo es posible que delante de todos hayas dicho que no la conoces?” Sin embargo en mi memoria, otra es la escena Elena. Te juro que yo me recuerdo diciéndole a toda la fiesta que tú estabas conmigo. Pero lo que le dijiste a Elvira de seguro es lo que sucedió realmente y tal vez solo estoy confundiendo mis recuerdos con las alucinaciones típicas de un ebrio. Lo cierto es que a partir de ese momento, la noche empezó a tornarse magra para mí.
Es en este punto cuando nuestra historia tuvo su primer detalle triste Elenita, ya que a pesar del tiempo que ha pasado, aún recuerdo claramente lo pésimo que me sentí aquella vez.
Los tragos y las cervezas comenzaron poco a poco a minar mi cerebro. La embriaguez se apoderó de mí. A veces ya ni sabía donde estaba. A fuera hacía un frío de los mil demonios pero todo aquel que quería fumar debía salir y, dada mi afición exagerada por los cigarrillos, tuve que salir; algo de lo cual me arrepiento de haber hecho. Mientras iba soltando bocanadas de humo, miraba hacia el edificio que estaba al frente y pensaba que era ridículo estar enojado por los celos que me causaba la no posesión completa de una mujer que me gustaba y lo risible que era cuando me preocupaba algo sin importancia. Mientras alborotaba mi mente con estas cuestiones me di cuenta que a solo un par de metros, en las escaleras, mantenías una conversación con aquel chico de polo blanco y con cara de buena gente que te había invitado a salir para tomar aire, aire muy frío en realidad, y para conversar más tranquilos. No sabría decirte si me pareció simpático tu chico de polo blanco y con cara de buena gente Elena ya que en esos momentos me encontraba demasiado ebrio y enojado como para fijarme en la apariencia del hombre que te estaba alejando de mí. Pero supongo que entretenido sí era, pues con él estuviste toda la noche.
Así fue que de pura rabia, de una sola inhalación, traté de fumar mi cigarrillo hasta la colilla, provocándome de esa manera una garraspera espantosa. Creo que me atreví a acercarme a ustedes y con un: “¿y? ¿Cómo van?” traté de unirme a su conversación, pero ya era muy tarde. No me hicieron caso. Incluso creo que me vieron como un ebrio más de la fiesta y simplemente siguieron charlando. Me sentí derrotado Elena. Comencé a tomar mayores cantidades de alcohol y con ello traté de evaporarme de aquella horrible realidad, la del ser celópata que está obligado a ver cómo otro disfruta de lo que él desea. Ya no importó en aquellos instantes el cariño que le tenía a la mujer no tan bonita como tú que me tenía embobado. Ella se había esfumado de mi mente en aquella noche.
Es un poco difícil ahora explicar cómo me sentí en esos momentos. Era una mezcla de rabia, frustración, derrota y rencor. ¿Por qué? No lo sé. No éramos nada. Casi nunca habíamos hablado y mucho menos nos habíamos dado siquiera un piquito, un atisbo de rozamiento labial; ni un besito de media luna. “¡Elvira de miércoles!” -pensé- “Si no me hubieses metido esa maldita idea en la cabeza, talvez ahora no estaría en esta situación, pasando tremendo ridículo”.
La pobre Elvira (que para ese momento ya se encontraba agazapada en alguno de los departamentos con el chico que le gustaba) seguramente no pudo disfrutar bien de su conquista por el intenso ardor en las orejas que mis rajes le propinaron. Pero de todas maneras era cierto, ella era la única culpable de todo ese lío sentimental en el que estaba sumergido.
Cuando por fin el alcohol hizo su trabajo y me tumbó, quedé inconsciente en algún lugar de la casa. No me importó. Lo único que deseaba en esos momentos era dormir, dormir y dormir. Olvidar que todo eso estaba pasando. Olvidarme de la cólera que me embargaba en esos momentos. Olvidarme de ti. En vano intente pensar otra vez en la mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado porque ya no me funcionaba su recuerdo. ¿Quién sabía si tal vez ella también estaba siendo disfrutada por otro en esos momentos? ¡Bah! ya nada me importaba, lo único que quería era dormir. Mientras lo intentaba, recuerdo que mi lógica trató de acudir en mi ayuda y pensé en cómo era posible que una cara hermosa y un buen poto causaran todo eso en un hombre como yo; y al parecer mis pensamientos se manifestaron de forma verbal, porque desde algún rincón de la sala me llegó la voz de Carlos: “C-c-claaro p-pe Pa-paancho. u-un bu-buen c-culo lo-lo p-puede t-todo m-man”
Lamentablemente y por más que yo lo deseara con todas mis fuerzas, el sueño no fue suficiente para evaporar aquella horrible experiencia Elena, ya que los sentimientos de autoreprobación por mi mal comportamiento mostrado a inicios de la noche se encargaron de hacerme la vida más imposible en aquellos instantes. Me preguntaba los motivos para no haber aprovechado la marcada fijación hacia mí que habías mostrado y una sola fue la respuesta: mi carácter imposible. Y estoy completamente seguro que esa era la situación y el momento adecuados para caer en cuenta que una historia nuestra, nunca jamás funcionaría. Te pido perdón ahora Elena por no haber hecho caso a la lógica. Te pido perdón ahora, porque a pesar de aquellos antecedentes, no pude resistir la tentación de tener una historia contigo. Te pido perdón porque no pude evitar, no obstante estos indicios, el placer de sumergirme en tu pasión.
Pero aquella noche, tú tenías algo más para mí. Oh sí. Y es que cuando llegó la madrugada, mi deshidratación me empujo rápidamente a buscar alguna fuente liquida, a la vez que mi vejiga ya no soportaba más su sobrecarga; y grande fue mi sorpresa cuando descubrí que me encontraba acostado en la misma cama con alguien de sexo masculino que tenía su brazo encima de mi pecho. Sinceramente me sentí un mariconazo total. “Y encima este cabrón me abraza” -me dije. Me levanté de un salto e inmediatamente me encaminé hacia el baño. Todavía alcoholizado y apoyándome de lo que estuviese a mi alcance para no caerme, busqué alguna fuente en la cual vaciar el contenido de liquido de mis vísceras. Cuando lo hice, además de descubrir que tengo la habilidad de dormir parado, descubrí también que aun no me olvidaba de lo que había pasado la noche anterior. Pensé que eso ya no estaba nada bien, que algo tenía que hacer. Y es que en verdad no era normal que un enojo me torture tanto. No, definitivamente yo no era de ese tipo de personas. Se supone que el desinterés por lo ocurrido ya tendría que reinar en mi cerebro para esos instantes, total, se trataba de una mujer por la cual no sentía absolutamente nada, salvo un carnal gusto físico. Sin embargo el desprecio por haber hecho tan infame papel en los momentos en que tú me demostrabas tu interés, hacía que mi espíritu no estuviese tranquilo. De modo tal tomé la decisión de esperar hasta que el sol aparezca nuevamente para, de manera decidida, mirarte a los ojos y decirte: “¡Basta ya Elena! Aquí tienes mi brazo, vámonos de aquí y disfrutémonos”. Nuevamente avancé cogiendo las paredes para evitar caerme pero no pude evitarlo, me caí y me quedé tirado en medio de la sala. “Oye Pancho, que tal bombaza la que te metiste ah”, me dijo Homero, mi amigo escritor quien había prestado la casa para la fiesta y que para ese tiempo sostenía un muy bonito romance con Chabela, la hija de un famoso poeta peruano (y valga la afirmación de decir que a ambos les tengo un muy gran aprecio). Le dije a Homero que me quería ir a casa. Me dijo que eso era imposible por la hora y por la gran distancia. Le pregunté cómo había ido a parar tan lejos. Se rió. Chabela que estaba a su costado me dijo entre risas que después charlaríamos bastante. Pienso ahora en cuánto extraño charlar con ella. Ambos me hicieron un espacio y me dijeron que me acueste con ellos hasta que se me pase un poco la embriaguez. “Gracias Homero, gracias Chabela. Si pudiese alcanzar su mejilla les daría un beso. Bueno a ti Homero te daría la mano nomás”, les dije. Ellos se rieron.
Después de aproximadamente dos horas de sueño, abrí los ojos. Homero y chabela ya no estaban. Afuera nuevamente hacía un sol hermoso pero el día era distinto a aquel cuando me fijé en ti Elena. Este día, a pesar del sol radiante que hacía, no era un día feliz para mí. Ese día me odiaba con todo mis fuerzas, no solo por haber quedado en ridículo la noche anterior, si no porque no había aprovechado la gran oportunidad que se me presentó cuando tú me mostraste tu interés. Mi orgullo no me permitió preguntar a alguien por ti. Tenía miedo de quedar como el tonto que pudo ser el que pase la noche contigo, pero que por ser tonto no lo hizo y la chica que quería con él se fue con quien mejor la supo tratar. En fin. Me sentía avergonzado y me odiaba.
De repente caí en cuenta de que no tenía mi billetera en mi bolsillo. “¡Carajo mis documentos!” Dije preocupado pues no podía irme sin ellos. Le pedí ayuda a Homero. Le dije que había estado durmiendo en el otro cuarto y me dijo que lo más lógico era que busque allí primero. Así lo hice. Ahora pienso que nunca debí obedecer la instrucción de Homero, nunca debí buscar en ese cuarto, nunca debí embriagarme, nunca debí ir a esa fiesta y nunca debí fijarme en ti Elena.
Debo confesarte en este punto de mi carta que la sensación de derrota que sentí durante la noche cuando te veía en la reunión del brazo de aquel chico, se convirtió en un desprecio total cuando entré en aquella habitación y los vi a los dos acostados en la cama contigua a la cama donde yo había estado durmiendo con aquel chico que puso su brazo en mi pecho. Verlos así, abrazados tan cariñosa y románticamente, provocó en mí el peor de los malestares que alguna vez me causaron mis celos extremos. Se notaba que estaban felices. Ahora a la distancia, después de tanto tiempo, puedo afirmar que además del desprecio que esa noche empecé a tenerme, experimenté la envidia más fuerte, cruda y amarga de mi vida, ya que de solo imaginar en cómo lo habían hecho, las poses, los gemidos -que no llegué a escuchar por lo ebrio que estaba- me causaba una envidia y un malestar total.
Algunas semanas después mientras nos bañábamos en el jacuzzi tú me juraste que no habían hecho nada, que nada sexual había pasado entre ustedes; incluso me contaste que no se habían dado ni siquiera un besito. Debí creerte Elena, acaso no porque existía la certeza veracidad en tus palabras, sino porque así mi cerebro hubiese quedado limpio de todo tormento. Porque así podría haber disfrutado mucho más de nuestra historia.
Otra vez suplico tus perdones Elena. Perdón porque no fui capaz de acallar mis razonamientos ni mi lógica de celoso. Perdón porque permití que durante todo el tiempo que nos tuvimos, cosas como esta impidieron que me comporte a la altura de tus expectativas y más bien ayudaron a que mi actuar fuera la de un chico malo, muy malo.
Mucho tiempo después, cuando intercambiábamos aquellas crueles frases de despedida, creo que te diste cuenta que no te había creído y que jamás había olvidado lo ocurrido en aquella noche Elena.