miércoles, 7 de abril de 2010

El furioso clima en la isla de tu recuerdo (pt 8)


Un breve amainar


Primero debes saber, querida Elena, que convertirme en padre no era necesariamente el siguiente punto en mi agenda de vida, ni la tarea pendiente en el itinerario de aquel viaje que realicé desde los bosques de Vancouver hasta aquella ciudad donde nos conocimos. Tener un hijo era algo que yo tenía totalmente descartado de mis planes futuros. Era algo que evitaba siempre y con todos los recursos que la vida me había prestado para esquivar las adversidades.

De sólo imaginar que algún día sentiría el llamado del destino y me convertiría en padre de algún mocoso feo y fastidio, que lo único que hace es llorar, comer, dormir y cagar, me convertía en la presa del más espantoso de los temores, digno de la más absurda cobardía humana. De hecho, de sólo imaginar que eso pasaría, no dudaba en ponerme la mano al pecho y solemnemente jurar por todos los santos que preferiría amarrarme la pichula con algún nudo estilo ruso antes que permitirme la ocurrencia de tener un hijo.

¡Ah, es que nada podía evitar que yo sea un hombre libre, Elena! Por eso me consideraba un fiel seguidor de aquel gran ideal que pregona el control de la sobrepoblación mundial mediante el uso y el abuso de los medios de anticoncepción. Me creía un cumplidor de aquella máxima que con lenguaje simple pero certero afirmaba: “fornica cuanto quieras pero no tengas hijos”. Así es como aportaba mi grano de arena al noble propósito de evitar traer a más niños para sufrir en este mundo.

No voy a negar, sin embargo, que había ocasiones en las que parecía que mis más crudas pesadillas y temores se convertían en una nefasta realidad. Como si la gran suerte que suponía tener hubiese desaparecido repentinamente para dar paso a un juego de azar en el que yo siempre perdía.

Citaré como ejemplo a un día de verano de hace muchísimos años atrás, cuando me encontraba en la cúspide de una montaña de algarabía, degustando los ricos manjares de un amor prohibido, clandestino e incorrecto; un amor como todos los que acostumbraba tener por aquellos tiempos. Aquel día, mientras andaba por las calles de Lima con mi mochila roja de jovenazo universitario, recibí la llamada casi desesperada de mi compañera de revuelcos de turno, quien entre sollozos me informaba que no le llegaba la regla hacía más de tres semanas, “¡estoy aterrada huevón!”, me dijo. Me quedé inmóvil, tieso y sin aliento. Sentí que un calor recorría mi cuerpo con violencia y rápido me dirigí a la farmacia más cercana para conseguir una prueba casera de embarazo. Al día siguiente –con su primera orina, tal como lo indicara la farmacéutica– la chica con la que compartía en aquellos tiempos una tórrida y salvaje aventura, se realizó la prueba, la cual, para incrementar su llanto y acrecentar mi desolación, dio como único resultado una maldita carita sonriente, prueba casi certera de nuestra inminente paternidad indeseada, “¿padre yo?”, me pregunté entonces con incredulidad mientras observaba que aquella infame carita sonriente se convertía poco a poco en un tatuaje irónico y de mal gusto en la piel de mi joven incertidumbre, “¡por la puta madre!”, grité finalmente. Fue entonces cuando una loca y radical idea cruzó por mi cabeza: huir.

Ya sé que es una idea reprobable y merecedora del escupitajo masivo. Ya sé que es una cobardía comparable a la más vil de las bajezas. Pero ¿qué quieres que haga, Elena? Era un jovencito inmaduro e irresponsable, y talvez aún lo sea, es decir: ya no soy muy joven que digamos, pero inmaduro e irresponsable sí, eso nadie me lo quita, ni siquiera el paso de los años. En resumen, en esos tiempos yo era un muchacho que lo único que hacía bien, era hacer todo mal. Aún así y forzando un amago de franqueza contigo, Elena, déjame decirte que aquella fue una idea que no hubiese dudado en realizar si es que ese mismo día no me hubiese enterado, gracias a un análisis mucho más riguroso en una clínica de prestigio, que lo del embarazo era sólo una gran farsa armada por el temor del retraso menstrual. ¡Uf!

Y es que yo no podía ser padre, Elena. Eso no era para mí. ¿Yo, cuidado niños, trabajando para ellos, preocupándome por ellos, envejeciendo por ellos? ¡Jamás!... Y de repente me diste aquella noticia: estabas embarazada y dentro de algunos meses íbamos a ser padres. Casi con desprecio, me arrojaste a la cara el resultado de los análisis que lo probaban (los mismos que te realizaste sin avisarme). ”Asegúrate de revisar bien hasta la última letra”, me dijiste con dureza.

La verdad es que no hacía falta tanta severidad de tu parte, Elena, pues yo ya casi me había acostumbrado a leer ese tipo de documentos. Y no es que me enorgullezca de decirlo, pero mi amplia experiencia de relaciones aventureras, furtivas y pasajeras con un sin número de mujeres y sus respectivas consecuencias, ya me había instruido en el arte de saber qué párrafo específico era el que importaba leer en ese papelito.

“De modo que es verdad”, pensé al leer que tenías aproximadamente tres semanas de embarazo. “Es increíble que siempre haya temido la llegada de este momento, y ahora simplemente no sepa que hacer”, reflexioné antes de voltear hacia ti. Quise decir algunas palabras, pero ninguna frase coherente y entendible acudía a mi lengua, así que sólo opté por tirar el sobre en tu mesa de noche y exhalé un fuerte y largo suspiro.

Para tu sorpresa –y para mi buena suerte– aquella noche no hubo calores que me recorrían el cuerpo violentamente, reproches malsanos o carreras a la farmacia más cercana para conseguir pruebas caseras de embarazo, mucho menos desmayos o gritos de desesperación. Me quedé en silencio, quietecito y casi en paz. Mis malas intenciones, mis locas ideas y mis radicales determinaciones de huída en caso de emergencia, se esfumaron y me desconocieron traicioneramente dejándome en la más absoluta orfandad de buenos reflejos. Me quedé parado tanto tiempo como una estatua en medio de la habitación, anonadado, pasmado y desconcertado, mirando mis ropas en las maletas como un estúpido –con cara de cojudo, específicamente–. ¡Qué nivel de patetismo era ese, Elena! Se supone que estaba a punto de abandonarte para siempre, de dejar aquel recinto, el mismo que hacía ya varios meses compartíamos tú y yo y el que fue testigo del inicio, el desarrollo y el feroz desmoronamiento de nuestros amoríos; pero de pronto ya no sabía qué hacer –en realidad nunca supe qué iría a hacer una vez terminadas de empacar mis cosas– mi determinación se convirtió en dubitación mariconesca y mi coherencia en contradictoria ridiculez.

Tú te acurrucaste entre las sábanas, segura de tu victoria sobre mi determinación de abandonar el hogar y fingiendo un sueño que seguramente no tenías. Te quedaste inmóvil, mascullando en silencio ciertas arengas de burla en mi contra. No me mirabas, sólo te escondías en tu caparazón hecho de frazadas. “¿Qué pasa? ¿No te ibas?”, decías seguramente. ¿Vete pues? ¿Qué esperas?”

Espero, Elenita, que, en medio de tu pequeña batalla ganada sobre mi débil orgullo y mi frágil radicalidad, también te haya preocupado –como a mí– todo aquello, que era un problema enorme para nuestras vidas... Ojalá.

Con cierto temor me acerqué a la cama e intenté hablar contigo.
-Sé que no estás dormida, Eli –te dije–. Es mejor que hablemos al respecto y nos dejemos de huevadas.
-¡Tú eres el que comenzó con las huevadas esta noche! –gritaste.
-Una cosa no tiene nada que ver con la otra, Eli. Por favor no trates de cojudearme.
-¿O sea que todo esto es una cojudez para ti, es eso?
-Carajo, intentemos tener una conversación inteligente, por favor.
-¡Ah, ahora me llamas bruta!
-¡Ahhhhhh! ¡Cuando carajos podré tener a una mujer sensata a mi lado!

Me alejé de ti. No te soporté en esos momentos. Sentía que el peso de tu terquedad y el encono de mi orgullo, sobrepasaba con creces al buen razonamiento. De repente mi cabeza empezó a dar miles de vueltas nuevamente. Comencé a sentir el efecto de algún narcótico no ingerido que me hacía flotar imaginariamente por los espacios de aquel cuarto... un brutal miedo empezó a azotarme. ¿Qué iría a hacer ahora? ¿Qué pasaría con mi prometedora carrera de abogado? ¿Cuánta decepción sentirían mis padres? A propósito: ¿seguirían ellos solventando mi carrera, todas mis excentricidades de hijo menor y todos mis viajes, después de enterarse de que por mi descontrolada arrechura había embarazado a una chica justamente durante uno de esos viajes?¬ Y finalmente: ¿cómo podría recuperar, en esas condiciones, el amor de la pintora peruana de la que me enamoré? “Carajo, ahora sí que la cagué”, pensé.

Después de incontables minutos, sin más expresión en mi rostro que una fría mirada al vacío, me senté nuevamente en el borde de tu lado de la cama y traté de hablarte otra vez, de pedirte más explicaciones acerca de la noticia que acababas de darme como un certero balazo en la frente. Entendí mi posición y traté de ser amable para no despertar más tus iras y terminar peleando nuevamente (algo que francamente ya me tenía cansado). Sin embargo no fue suficiente:

-¡Vete a la mierda Francisco! –me dijiste– ¿Querías irte? ¡Pues lárgate y déjame sola con mi hijo!
-¡Carajo! –grité– sólo te pido que me expliques mejor todo esto, Eli. No puedes darme esta noticia y decirme que me vaya así como si nada.
-No me importa lo que hagas. Si quieres irte vete, si quieres quedarte quédate, allá tú.
-Sabes muy bien que si cruzo esa puerta jamás volverás a saber de mí, lo sabes…
-¡No me importa saber sobre ti, no me importa tu vida, no me importa lo que hagas!
-¡Pues eso debiste haberme dicho antes de quedar embarazada, por la puta madre!

Entonces me puse de pie y acerqué mi rostro al tuyo de forma amenazadora, mi rabia contenida se mezcló peligrosamente con el gran temor que sentía por la paternidad, y dije aquellas infames palabras de las que hasta hoy me arrepiento de corazón:

-¿Sabes qué deberías hacer? Ir a buscar al huevón que dejaste y decirle: mira, tiré con otro, tuve un hijo con otro y ahora quiero que tú seas el padre.

Entonces comenzaste a llorar a chorros, Elena. No recuerdo haber visto nunca un rostro más triste que el que tenías esa noche, un rostro que parecía el compendio más grande de todos los dolores del mundo. Tus lágrimas corría como pequeñas cataratas por tus hermosas y rosadas mejillas y la mirada de decepción que me dabas acentuaba más la crisis por la que estábamos pasando. De inmediato me di cuenta de lo funesto de mis palabras pero no mostré ningún remordimiento por ellas.

-¿Qué es lo que te hice para que seas tan malo conmigo? –me preguntaste finalmente, con un tono de voz capaz de desarmar un tanque de guerra, tomaste algunas de tus cosas y te fuiste a la casa de Chabela y las demás para dormir con ellas.

“Maldita la hora en la que me involucré con esta loca”, me lamenté al quedarme a solas. “Maldita la hora en la que la conocí, maldita la hora en la que vine a vivir en esta ciudad de mierda, maldita la hora en la que salí de Vancouver…” Y así, entre maldición y maldición intenté dormir, pero eso era algo imposible con todo el desorden que tenía en la cabeza, desorden que no precisamente se debía a un peinado mal hecho.

Fue entonces cuando mis ideas locas y mis determinaciones radicales volvieron a invadir mi mente. Pensé en huir efectivamente. Pensé en que esa era una buena oportunidad para salir corriendo y escaparme de ti, de la paternidad no deseada y en general de todo aquel infierno de tener a mi lado a una mujer brutalmente hermosa pero que me hacía la vida imposible con su actuar sicótico, su constante acoso a mi privacidad y su espantoso carácter posesivo. Pensé en que ese era el mejor momento de evitar mi ruina como hombre libre, sin compromisos, sin responsabilidades y casi, casi, dueño del mundo entero. Supuse entonces que bien valía la pena convertirme en un maldito desnaturalizado que abandona a su familia en pos de una situación más cómoda de autonomía total.

Embutido por aquel pensamiento emancipador me puse de pie, miré nuevamente por la ventana y me dispuse –esta vez sí– a coger mis maletas y salir rumbo a la casa de Carlos u Homero para pedirles alojamiento por algunos días mientras conseguía otra casa en la que viviría sólo. Antes de hacerlo, prendí un cigarrillo a modo de despedida de aquel recinto que me albergó por muchos meses, pero inmediatamente lo apagué pues pensé que el humo que quedaría impregnado en todos los rincones sería malo para ti y para el bebé... “Será malo para Eli y para el bebé”, pensé burlándome de mí mismo de la forma más cruel posible, como nunca antes me había burlado de nadie. Me reí a mandíbula partida mirando al techo al comprobar que toda esa imagen de ser maldito, desnaturalizado, radical, nihilista y decadente, eran sólo un burdo antifaz con el que intentaba ocultar mi verdadera naturaleza de hombre común y convencional. Pensé entonces que lo mejor que podía hacer en esos instantes era ir a buscarte a la casa de nuestras amigas, pedirte disculpas y traerte de vuelta a nuestra cama. Sin embargo me obligué a mantener la firmeza necesaria y así evitar ser humillado delante otros. “Honor y dignidad ante todo, Pancho”, me arengué.

Al día siguiente me desperté muy temprano. En realidad no había dormido casi nada. Dejé que mis preocupaciones convirtieran las horas en segundos cortísimos y no me dejaran sucumbir en un estado de inconsciencia. Además de todo ello (debo ser honesto, Elena) tenía la leve esperanza de que volvieses en medio de la noche y así poder ofrecerte las disculpas que de ningún modo te daría frente a otras personas. Sin embargo tú nunca llegaste, lo cual era previsible dado el grueso calibre de aquellas horribles palabras que te dije la noche anterior.

Cuando ya me había resuelto a ir a buscarte (esta vez de verdad) y cuando ya ensayaba frente al espejo la cara que debía tener, abriste la puerta y entraste a la casa sin saludarme. Me acerqué a ti e intenté hablarte. Hiciste un ademán con tu mano indicándome que me callara o que no querías escucharme. Te acercaste al enorme ropero que teníamos y empezaste a separar tus ropas de las mías. Sacaste tus maletas comenzaste a empacar todas tus cosas. Mientras tanto yo me tiré en la cama y te observaba con la seguridad de que todo ello era un simple teatro que hacías para asustarme. Luego de pasados unos minutos y al ver que aquel teatro poco a poco se iba convirtiendo en verdaderos actos de abandono de hogar, empecé a hacerme de la idea de que quizá eso era lo mejor que podría pasarle a nuestra relación, que aquella separación debía durar hasta que las aguas se calmen, “después de un tiempo la buscaré y todo volverá a la normalidad”, pensé. Y de repente, cuando vi que entre las cosas que ibas a llevarte estaba tu laptop, me alarmé. ¿Cómo iba a seguir escribiendo sin una laptop, Elena? Yo no tenía una, así que utilizaba la tuya para poder escribir mis artículos y los capítulos de mi nueva novela. ¿Cómo podría hacer un escritor de medio pelo para ganar dinero sin tener una laptop? Estoy seguro que pensaste en eso cuando decidiste tomarla y llevártela dejándome en la total orfandad de medios de escritura (¿volver a escribir con lápiz y papel? ¡Por favor!). Fue entonces cuando salté de la cama para detenerte:

-Eli, por favor piénsalo bien –te dije–. Esta no es la mejor forma de afrontar nuestros problemas. Por favor no te vayas, piensa en nuestro hijo.
-Ahora sí piensas en nuestro hijo ¿no? –respondiste a modo de reproche–. Ahora, después de rechazarlo.
-¿Cómo crees que no voy a pensar en nuestro hijo mi amor? ¿Cómo crees que lo rechazaría? Tú sabes bien que cuando me enojo soy un bruto y hablo cualquier sonsera.
-Entonces atente a las consecuencias de tus “sonseras”, porque me voy y criaré sola a mi hijo; no, no, mejor aún: tal vez lo críe con “el huevón que dejé.”

Entonces esbocé una ligera sonrisa

-Ah, y todavía te ríes –te indignaste–. Definitivamente cometí un gran error involucrándome con alguien como tú. Eres el peor hombre que se ha cruzado en mi vida Francisco, cualquiera fue y será mucho mejor que tú, maldito imbécil.

Entonces pegué mi mirada al suelo, sin saber cómo reaccionar exactamente ante una verdad tan irrefutable como aquella. Tus maletas ya casi estaban terminadas y empezaste a arrastrarlas con dificultad hacia la puerta. Definitivamente querías irte de allí. Pensé entonces que mi corta carrera como escritor estaba acabada, que mi pobre y mediocre novela nunca vería el final y que mis artículos se quedarían en stand by hasta que la providencia me dé la oportunidad de contar con una laptop y pueda terminarlos. Aún con la mirada al piso empecé a desesperarme.

-Te amo Eli –dije finalmente–. Te amo con toda mi alma y me duele el tener que perderte así. No sé cómo podré sobrellevar el hecho de no tenerte a mi lado... a ti y al bebe.

Entonces te detuviste cuando ya casi estabas a punto de cruzar el umbral de la puerta. No volteaste pero querías seguir escuchando lo que tenía que decirte.

-No he sido un buen hombre, ni un buen novio –continué–. Te lastimé mucho y no supe valorar el gran amor que tenemos, o que teníamos. He cometido todos los errores que cualquier hombre temería cometer teniendo a una mujer como tú a su lado, lo sé. No supe comprender tu forma de amarme y ahora te pierdo, no, no sólo te pierdo, pierdo también a mi hijo, y al perderlos a ambos, pierdo a mi familia; eso es lo que más me duele: que no tendré el privilegio de tener una familia contigo que eres la mujer de mi vida, y que por mis errores nuestro hijo no tendrá el derecho de tener un padre y vivir con su familia.

Lentamente volteaste hacia mí. Noté que tus marrones ojos estaban a punto de reventar en lágrimas y entendí que esa era una buena señal. Entonces me acerqué un poco a ti y continué hablándote:

-Mírame, Eli. Mírame. Ahora no soy ni la sombra de del muchacho atolondrado que conociste hace mucho tiempo… ahora soy nada. No tengo el mismo ímpetu, el mismo brillo ni la misma vitalidad, ¿te das cuenta, no?

Me miraste con intensidad y quisiste decir algo, pero no te dejé:

-Quizás ya no me ames más por ser así. Tal vez ya no te guste en este estado. Pero, ¿sabes qué?, tú eres la única responsable, sí tú, porque sin ti no soy nada, no tengo el mismo ímpetu, brillo o vitalidad… tú, con tu partida, me vuelves así Elena. Cuando estoy contigo siento que lo puedo todo, porque te miro en las noches cuando duermes a mi lado y pienso que no hay nada imposible. Y es probable que no te merezca, ni a ti ni a nuestro hijo... no te merezco mi amor, pero te necesito.

Fue entonces que, en uno de tus arrebatos más memorables, te abalanzaste sobre mí y me diste uno de los abrazos más furiosos de los que tengo recuerdo, y así nos quedamos por varios minutos, me apretaste fuerte con tus brazos mientras me decías al oído que así siempre nos quedaríamos los tres, como una familia hermosa y unida. Yo miré de reojo la laptop.

[…]

Una mañana durante un descanso en el trabajo, me di cuenta que ya había pasado un buen periodo de tiempo desde que me diste la noticia de tu embarazo. Me sorprendí de casi no haber percibido el pasar de los días, ni de haberme preocupado mucho por la nueva vida que se supone ahora tenía. Acaso todo aquel adormecimiento se debía al nuevo y mejor trato que me estabas dando, Elena.

Pues bien, no me siento capaz ahora –muchos años después– de describir acertadamente toda la revolución de emociones que empezó en mi cabeza aquella mañana. Fue como el despertar de un largo sueño o el desahuevamiento necesario ante una situación de real emergencia.

Sucedió mientras meaba en uno de los baños de la empresa, sin darme cuenta que –por prestarle más atención al placer producido por el drenaje a tiempo de una vejiga a punto de reventar– estaba depositando toda la pichi en el tacho de basura cercano al inodoro, lo que definitivamente causaría el enojo de los muchachos de limpieza. Aquella escena no pasó desapercibida por mi sensible razonamiento, que vio en eso la representación a escala de un equívoco antológico.

Fue entonces que empezó a reinar en mí el miedo. Eso es: tuve miedo. En los siguientes días, desde que me despertaba hasta que me dormía –las veces que podía hacerlo– tenía miedo. Tenía miedo de la reacción de mi familia al enterarse de que el niño mimado de la casa había metido la pata –o, para el caso: la pinga– donde no debía –o, para el caso: como no debía–. Tenía miedo de la reacción de mis amigos ante la gran noticia de que Pancho había embarazado a una chica en su viaje (reacción que definitivamente no sería otra que burlas y más burlas), porque te diré una cosa Elena: lo que todos diría no sería un “Pancho será papá”, o un “Pancho y Elena están esperando su primer hijo”, no. Sería un despreciativo y ninguneador: “Pancho embarazó a una chica”. Así nada más, como si de una broma de mal gusto se tratase, como si de un paso en falso –el más grave de mis pasos falsos– se tratase. Como si de una afrenta hecha a mis tradiciones y costumbres de familia religiosa de sector popular peruano se tratase.

Mi madre pegaría un grito al cielo y diría un “¡Oh Dios mío!” a modo de lamento. Continuaría con una cascada de recriminaciones tales como: “¿Para eso pides viajes? ¿Para eso me haces gastar plata?” Luego empezaría a llorar preguntándose qué había hecho mal como madre para merecer eso, si siempre me había enseñado bien, si siempre me había criado bien, ¿por qué ahora yo, su hijito más querido, le daba esta puñalada en la espalda?. Mi padre observaría toda esta escena, callado e impávido. Luego, de un modo solemne diría: “Yo ya sabía que algo así iba a pasar”. Me enrostraría una vez más su total desconfianza e incredulidad en mí. Afirmaría por enésima vez que ninguno de sus otros hijos hizo las estupideces que yo hacía y, finalmente, agregaría el archiconocido: “Tú has hecho tus cosas y tú eres responsable por ellas”, lo que en el lenguaje de un hombre provinciano de los años 50’s significaba que en adelante yo tenía que vérmelas por mí mismo, sin hacer uso de un sólo centavo de sus cuentas bancarias y sin el derecho a seguir viviendo en la casa paterna.

Tú, inteligente como ninguna, supiste inmediatamente lo que me ocurría. Por eso una tarde, al regresar del trabajo, me empujaste al jacuzzi y ambos nos sumergimos en sus tibias aguas espumosas. Me rogaste que me relajara y que dejara de pensar por algunas horas en todo.

-Yo sé que todo esto es duro, mi amor, –me dijiste mientras suavemente me sobabas el abdomen–, pero recuerda que no estás sólo, me tienes a mí. Soy tu compañera, tu amiga y, espero que pronto, tu esposa. Estamos bien jóvenes y no tenemos experiencia, lo sé, pero ¿quien la tiene cuando es papá o mamá por primera vez? Nadie. Ya verás que de aquí a unos meses nos olvidaremos por completo de todo esto, porque nuestro bebé (un bebito precioso como tú, claro) será lo más importante y el amor que le tendremos hará desaparecer todo este periodo de miedo. Ya lo verás mi amor, mi Panchito hermoso.

Sería un mentiroso si digo que aquellas palabras me sirvieron de algo, Elena. En realidad no les presté atención y más bien, mientras me hablabas, yo seguía teniendo miedo, un miedo visceral. Pero, a pesar de que sea un poco tardío, te ofrezco ahora mi sincero agradecimiento por el intento que hiciste aquella tarde de mantenerme con ánimos, con ánimos de enfrentarme a las adversidades, con ánimos de seguir a tu lado, y con ánimos de ser un buen padre en el futuro. Te prometo, Elena, que llegado el momento, algún día, le haré honor a tus palabras y tendré ánimos, los ánimos que nunca tuve contigo.

Los días siguieron pasando y no había remedio para el miedo que crecía en mi interior. Me convertí en un hombre callado, huraño, alejado y amargado. Todo me parecía mal, todo me apestaba y me causaba repulsión. Toda esa vida y todo ese ambiente que me rodeaba me oprimían demasiado y quise nuevamente huir… pero ya era muy tarde para eso.

Cada vez que estábamos a solas en casa, prefería mil veces inventar un pretexto y largarme a un bar a chupar grandes cantidades de cerveza, o a recorrer una y otra vez el inmenso shop que la Harley Davidson tenía a sólo unas cuadras de donde vivíamos. En resumen: ya no sólo era miedo lo que tenía, era terror. Las únicas horas en las que tenía un poco de sosiego era en mis horas de sueño –como vuelvo a repetir: cuando podía dormir–, pero al despertar, nuevamente mi estómago se vaciaba y sentía un enorme hueco, un monstruoso desierto interior.

Una noche, me olvidé por completo de mi programa favorito de las nueve y decidí acostarme temprano. Tú tampoco tenías ganas de ver tus novelas del canal latino y te sumergiste entre las colchas conmigo. Te dije que quería dormir y te di la espalda mientras tú me abrazabas. Sin embargo el sueño era lo último que deseaba en esos momentos. Durante todo el día había estado dándole forma a una idea y necesitaba estar en silencio y en paz para poder pulirla. Me mantuve durante tres horas pensando y repensando aquella idea y mientras lo hacía no podía evitar dar mil y una vueltas en la cama. Hasta que finalmente te desperté y comencé a hablarte sin parar en medio de la oscuridad. Ya no recuerdo qué te decía, pero te hablé durante toda la noche, dándole vueltas y más vueltas al asunto. Sin embargo, debo comentar que según las referencias que ahora me vienen a la mente, aquel diálogo fue uno de los más honestos que tuve. No te dije todo lo que quisiera haberte dicho, pero todo lo que te dije era verdadero y de corazón, estimada Elena.

Incluso me atrevo a afirmar que aquella fue la única conversación larga, tendida y honesta que ambos tuvimos durante todo el tiempo que duró nuestra historia. Y no te sorprendas al leer esto eh, ni trates de desmentirme, ya que tú y yo sabemos muy bien que casi todo el tiempo que estuvimos juntos, nos la pasábamos uno encima del otro tirándonos unos polvorines memorables que parecían eternos, y que cuando no, matábamos el rato conversando de tonterías o sumergiéndonos en las pantanosas y espesas aguas de las más ridículas cursilerías.

Al finalizar mi larguísimo monólogo y casi extenuado por la monstruosa cantidad de palabras que había pronunciado, te lancé mi propuesta final, aquella en la que había estado pensando y repensando en medio de mi agónico temor por el nuevo rol que me tocaba desempeñar en el mundo:

-Quedémonos a vivir aquí, Eli –te dije y inmediatamente sentí que te remecías en la cama, pues habías despertado luego de que la extensión exagerada de mi soliloquio venció a tu deseo de atender a mis necesidades de parlamento y te sumergió en un profundo sueño. Prendiste las luces y te sentaste en la cama con rostro de sorpresa mientras que yo ni me preocupé en cambiar de posición y seguí tirado panza abajo.

-Pero mi amor, ¿no deberíamos pensarlo mejor antes de hacer algo así? –preguntaste un poco confundida.
-Yo ya lo pensé bien y creo que es lo más viable y lógico, Eli –respondí–. Mira: aquí nos conocimos, aquí vivimos, aquí trabajamos y aquí tenemos a nuestros amigos.
-Pero, ¿y nuestras familias? ¿Y nuestros demás amigos?
-Yo no necesito de mi familia. Hace años que vivo sólo y lo único que me unía a ellos es la plata que me daban para estudiar. Pero ahora, pensándolo bien, aquí tengo un gran trabajo y puedo pagar todas mis cuentas y mis necesidades sin recurrir a ellos. Podría solicitar un traslado para estudiar en una universidad local, o simplemente mandar a la mierda esa carrera que francamente me llega al pincho.
-Sólo has mencionado a tu familia, Pancho, ¿y qué de la mía?
-Ni tu familia ni mi familia, ni tus amigos ni mis amigos saben de lo nuestro Eli. Nuestros mundos son distintos y apartados. Hay que sacrificarlos de una vez, por el bebé… En todo caso, ya sabes que yo no tengo ningún problema en hacerlo.

Te quedaste en silencio por algunos minutos mirando al vacío, calculando los pros y los contras de una decisión vertical. Me dio un poco la impresión de que moviste la cabeza de forma negativa y pensé que no me apoyarías en la idea que tenía.

-¿Cómo podría hacer para traer mis cosas desde tan lejos? –te preguntaste en voz alta y una gran sonrisa se dibujó en mi rostro.
-Podríamos volver a comprarlo todo aquí, Eli –te respondí.
-No mi amor, hay cosas que quiero tener conmigo que no puedo comprar en ningún sitio. Cosas personales. Recuerdos. Tú sabes. ¿Acaso no quisieras traer algunas de tus cosas personales de Vancouver?

Pensé por algunos segundos y recorrí imaginariamente casi toda mi habitación y casi toda la casa donde había estado viviendo antes de aquel viaje, tratando de recordar todas las cosas que había dejado. Pensé en que sería genial mandar a pedir una camiseta blanca que adoraba y que usaba como pijama. Me la había regalado la pintora peruana de la que me enamoré cuando nos despedimos en Estados Unidos, y que por un olvido garrafal se había quedado doblada en uno de los cajones de mi armario. Sin embargo, luego recordé que muy bien guardadas entre mis cosas aún tenía sus fotos y aquella colorida tarjeta que me había regalado por mi cumpleaños.

-No –dije finalmente–. No necesito nada. Me es suficiente con lo que tengo aquí.
-Bueno pues, entonces está decidido mi amorcín: nos quedaremos a vivir aquí –concluiste.

Aquella noche finalmente pude dormir tranquilo y con la baba saliéndome de la boca. Se me había quitado un tremendo peso de encima al tomar aquella decisión. Las preocupaciones y los temores que tenía se desvanecieron casi de un chasquido. Sentía como que por fin había dado el gran paso, el gran lance; sentía que el Pancho de esa noche fue el Pancho más mandado de todos los Panchos de mi vida. Sí, estaba feliz y lo que esperaba para el futuro cercano era sólo tranquilidad y temperamento para afrontarlo.

A la mañana siguiente, acordamos que esa noche después del trabajo llamaríamos a nuestras familias para darles la gran noticia. Les diríamos que finalmente sus queridos hijos se independizaban. Que sus pichoncitos abandonaban el nido y que ahora recogerían su propia paja y sus propios gusanos. Pero a la hora de la hora, ninguno de los dos se atrevió a levantar el teléfono y nos terminamos muriendo de la risa por nuestra cobardía. Luego de casi dos horas de indecisiones, enganchamos nuestros meñiques y prometimos que esperaríamos hasta fin de mes –veinte días aproximadamente– para hacerlo sí o sí.

[…]

Sólo yo puedo saber cuánto cambié durante esos casi veinte días, Elena. Sólo mis fueros internos pueden comprender el cúmulo de nuevos y sorprendentes sentimientos que tuve durante esa pequeña porción de tiempo. Muchas veces quería contarte todo lo que me estaba pasando. Sorprendentes cosas como la que me pasó una mañana cuando, después de improvisar un refrigerio junto con algunos compañeros de trabajo en la cocina de la empresa, tomé mis implementos y volví a cumplir con mis actividades mientras poco a poco empezaba a sentir que estaba en otro sitio y que sólo mi cuerpo se encontraba presente cumpliendo mis obligaciones. Mi cabeza estaba volando por otros lugares, por otras tierras, lejos de allí. Mis pensamientos se encontraban con la imagen de una hija mía crecida, hermosa, talentosa y triunfadora. La imaginaba con una belleza sin par como la tuya, con una mirada tan profunda y a la vez tan penetrante –mezcla de nuestras miradas, Elena–. Comencé a querer a esa muchacha idealizada, como si su existencia fuese una verdad explícita. Miraba su rostro e inmediatamente te reconocía, y créeme que me alegraba mucho. Créeme que comencé a ilusionarme con la idea de ser padre de una niñita preciosa, y sobre todo comenzó a encantarme la idea de que tú seas la madre, añorada Elena. Me quedé estático durante varios minutos, absorto en mis pensamientos y, sobre todo, embelesado con la imagen de esta muchachita lindísima de rostro lozano, ojos marrones profundos y rulos infinitos. Esa tarde llegué a casa con ganas de besarte apasionadamente, como lo hacía al principio, y mientras lo hacía, te dije al oído a modo de secreto: “quiero que sea una niña”.

[…]

Una noche, mientras ambos discutíamos ardorosamente sobre los capítulos de aquella novela que seguías en la televisión –a la que me había vuelto también adicto, luego de que un día me hiciste sopesar la importancia de ver un programa donde pasaban sólo rock pesado y la de ver una novela a la que la madre de mi hija era adicta– nos agarró un deseo feroz por unos chocolates rellenos de no sé qué deliciosa sustancia que habíamos probado en la casa de un amigo. Digo “nos” porque por más increíble que suene, el caprichito ese nos llegó a ambos casi al mismo tiempo. “Ponte algo abrigador y vamos a la bodega inmediatamente”, te dije y nos dirigimos, en medio de la noche, la estación de gas que estaba a unas calles de la casa. La muchacha que atendía debió haberse sentido tocada por nuestras muestras de cariño mientras elegíamos los dulces, porque no pudo evitar el preguntarnos si estábamos en la dulce espera. Emocionados le dijimos que sí y que acabábamos de enterarnos hacía algunos días. Yo, más inexperto que atrevido, me animé a consultarle el motivo de su pregunta. “Es que están aquí a media noche comprando chocolates y tú no dejas de besarla y agarrarle la pancita”, respondió y yo sólo sonreí un poco avergonzado.

A partir de aquella noche, nuestras visitas a aquella estación fueron más seguidas. Comprábamos chocolates, dulces, pastelillos, caramelos, y toda golosina que se mostraba apetecible ante nuestros ojos. Cuando llegábamos a casa, desparramábamos todo en la cama y comenzábamos a engullirlos uno por uno con desesperado placer. Ahora, muchos años después y con varios kilos menos, añoro con honda melancolía aquellas dulces noches, cuando nuestros primeros antojos de padres en espera, me hicieron llegar a tener casi diez kilos de sobrepeso.

Tú dejaste de derrochar cuidados en tu apariencia. Ya no eras más la chica veinteañera siempre a la custodia de la pulcritud de su cuerpazo. Dejaste de preocuparte tanto por tus infartantes curvas y te entregaste por completo al gusto de tus antojitos de mujer embarazada. No fueron pocas las veces, por ejemplo, en las que tuve que sacar a relucir mis pobres dotes de cocinero amateur, porque a la señorita Elena se le ocurría en plena madrugada que deseaba un lomo saltado bien calientito. Sin embargo, debo confesarte, querida Elena, que nunca en mi vida había disfrutado de cocinar tanto como en aquel hermoso periodo que pasamos juntos. Tal vez no me lo creas, pero incluso ahora, tantos años después, hay tardes en las que me agarra la melancolía y preparo un lomito saltado igualito a aquel que preparaba para ti durante tus madrugadas de antojitos de mujer embarazada. Qué ridículo ¿no?

En fin, nuestra vida se volvió así de extraña y así de entrañable, y valgan verdades, de sólo pensar en que al ir pasando los meses se iría poniendo cada vez más intensa e interesante, yo sólo sonreía con un halo de complacida resignación. Me da un poco de vergüenza admitirlo Elena, pero… me estaba empezando a gustar eso de tener una hijita preciosa como su madre e intensa como su padre (iba a decir: inteligente como su padre, pero sería una de las pretensiones más quemadas que hayan salido de mi cabeza).

[…]

-¿Algunas palabras para los que la vean, señorita? –te pregunté un día cuando se me ocurrió hacer un video casero de nosotros dos.

Te quedaste en silencio por unos segundos mirando al vacío, como pensando y elaborando la mejor frase de tu vida.

- Ya pues, tú eres posera, di algo –insistí.
-Que me encanta vivir contigo –dijiste finalmente.
-¡Uy qué lindo!
-Que te amo con todo mi corazón.
-Ay, ay, ay.
-A pesar de que tengo que aguantar tus ronquidos, tu desorden y tu música ruidosa.
-Jajaja.
-Aunque tenga que vivir planchando y cocinando.
-Obvio, eres la mujer.
-No importa mi amor, igual te amo.
-¡Oh, qué linda! Dame un besito… ¿y ahora qué harás?
-Lo mismo que hago todos los días: cocinar para ti.
-Jajaja.

Me pregunto ahora ¿donde habré dejado ese video? ¿Estará entre los miles de videos que tengo olvidados en el ático, o lo destruí junto con todas las cosas que destruí cuando tú y yo nos separamos? Uno de estos días, cuando se me quite la pereza, voy a bajar a ese mugriento ático y lo buscaré por todos sus rincones, a ver si todavía existe, y lo veré nuevamente para recordar cómo era tu rostro cuando me decías que me amabas, recordada Elena.

[…]

Así, pasaron los días y nos pasaron tantas cosas –ahora anecdóticas– que no tuvimos oportunidad de darnos cuenta que la cuenta regresiva para darle a conocer nuestra situación y nuestros planes a nuestras respectivas familias ya casi había llegado a su final. Teníamos que cumplir ese penoso deber dentro de dos días.

Recuerdo que los nervios volvieron a hacer presa de mí y que nuevamente aparecieron en mi mente –como si de viejas pesadillas se tratasen– las recriminaciones que me darían mis padres y las burlas de mis amigos.

Me sentí entonces con la necesidad de enfrentar mis temores y matar a mis propios demonios. No quiero llamarlo “madurez”, porque la verdad no creo que eso algún día me llegue. Pero sí me atrevo a denominarlo “resignación”, sí, eso era: una completa resignación frente a un monstruo más fuerte que yo llamado ‘destino’. ¿Qué podía hacer contra él? Absolutamente nada. Así estaba escrito que sea, y así debía ser. Así me llegó y así lo tomaría.

Fue entonces cuando me rebelé. Decidí no hacer caso a recriminaciones o burlas. ¡Qué chucha! Al final todo eso que nos pasaba no era algo fatal, no me destruiría. Sería simplemente un cambio de estación vital, un nuevo aprender y un nuevo comenzar. Sería, en última instancia, un cambio de camiseta, pues ya no sería hincha a muerte de la libertad y despreocupación juvenil, sino que me volvería un fanático de los pañales, los desvelos y las preocupaciones familiares. Decidí sacar fuerzas de flaqueza y demostrarme una vez más que no había nada que pudiera contra mi inquebrantable determinación, contra mi titánico espíritu de hombre decidido... contra mi terquedad.

Sin embargo –y nuevamente bajo los efectos de este maldito deseo de honestidad brutal que tengo al escribirte esta carta– debo reconocer que de entre todas las cosas que me estaba obligando a cumplir, la más difícil era el olvidarme de la pintora peruana de la que me enamoré. No sé qué carajos me pasaba con ella. ¿Era mi primer amor? No, porque ya había disfrutado de las mieles del primer romance, del primer empilamiento y su posterior enchuchamiento con una flaquita limeña muy linda, muchos años antes de conocer a la pintora y, por supuesto, muchos años antes de conocerte, Elena. De modo que la única explicación plausible que le encuentro al apego casi enfermizo que aún tenía por la pintora peruana y por su amor perdido, es que me había enamorado perdidamente otra vez.

¿Puedes creerlo, Elena? Después de un sinnúmero de vaivenes en el aspecto sentimental, después de incontables travesuras y desastres causados por mi díscolo carácter en el corazón de aquellas que tuvieron la desdicha de cruzarse por mi camino; ahora, como el más huevón de todos los huevones, me daba cuenta que estaba perdidamente enamorado de una mujer a la que hasta hacía poco podía tener entre mis brazos, pero que ahora era mi más acérrima enemiga a causa de mis deslealtades y de mis bajezas. ¿Qué hacer entonces? ¿Sucumbir ante su recuerdo? No, eso no. Mi decisión estaba tomada y mi determinación de cumplirla era lo más importante. Nada me impediría ser un buen padre y posteriormente un buen esposo. Ni siquiera el furioso recuerdo de un amor perdido.

Así que como último acto oficial de mi locura por aquella preciosidad femenina de cabellos ondeados, me sumergí toda una mañana en la añoranza de su presencia. Me entregué sin complejos al sufrimiento que me producía su ausencia y su pérdida. Algunos quejidos se dejaron escapar de mis labios –lo reconozco– y, de no ser por mi insuperable insensibilidad, tal vez algunas lagrimillas hubiesen también salido de mis ojos. Antes de que algunos de mis compañeros de trabajo se dieran cuenta del lastimero estado en el que me encontraba, corrí hacia la parte más alejada del almacén, aquella donde ni siquiera las cámaras de seguridad podían meter su asquerosa presencia, y cogiéndome el pecho –porque de veras lo sentía oprimido– comencé a hacer esfuerzos denodados por evacuar de mi ser la inmensa pena que me estaba carcomiendo. “Te extraño”, dije finalmente con voz firme al saber que nadie podía escucharme. Luego de eso, me erguí como los machos, me arreglé la camisa y me dirigí a seguir con mis labores, seguro de que el recuerdo de la pintora peruana de la que me enamoré nunca más volvería a perturbar mi nueva vida.

Fue sólo desde entonces que pude ser enteramente tuyo, querida Elena. Recién en ese momento puedo fijar mi completa entrega a nuestra historia, a nuestro amor y nuestra familia aún no existente por completo. Así es cómo me acoracé para esperar sin miedos el día en el que debía llamar a mis padres para comunicarles que habían dejado de serlo y que yo iba a ser uno.

[…]

Una mañana de esas a las que ya me estaba acostumbrando –con tus nauseas, malestares, calambres, etc.– despertaste con un severo cólico que en realidad yo pensé era sólo producto de la preñez. No me preocupé demasiado y te ayudé a sobreponerte. Por ahí que tuvimos la idea de visitar al médico, pero fue sólo una idea pasajera. Pensamos que el problema se había acabado cuando el cólico desapareció. Despreocupado y aún con sueño por el desvelo, desayuné y me fui al trabajo. Tú debías hacerlo todavía al medio día.

Al pasar algunas horas me llamaste por teléfono y me dijiste que el cólico había regresado. Se te oía tan adolorida y a la vez tan preocupada que empecé a asustarme realmente. Tuve miedo de que eso se convierta en un problema más jodido al pasar las horas.

Inmediatamente hice algunas llamadas, pedí algunos permisos y busqué algunas comprensiones de las personas que nos rodeaban. Logramos controlar el asunto. Parecía que todo volvió a la normalidad. Insististe, sin embargo, en no faltar aquella tarde a tu trabajo, porque, según me dijiste, no podías dejar que un simple dolorcito interrumpiera tu vida normal y que además no querías convertirte en la típica mujer embarazada que no puede hacer nada y que sólo espera compasión por parte de su entorno. Te hice caso y dejé que vayas.

Ya instalado en casa después de mis labores y como primer paso al comunicado que iba a darle a mi familia en pocas horas, empecé a redactar una carta para mis más cercanos amigos donde les comunicaba el gran paso que estaba a punto de dar en mi vida. Creía necesario hacerlo porque me unía a ellos un sentimiento muy profundo y sincero, podría decirse que –más que de hermandad– era un sentimiento compartido de complicidad, el mismo que nos obligaba a prodigarnos ciertos respetos, tales como el aprecio mutuo, aún por encima de nuestros propios familiares. Les contaba que había decidido quedarme a vivir en la ciudad donde tú y yo estábamos y que iba a empezar mi familia allí, junto con una hermosa fémina que simplemente me había vuelto loco. Les mentía diciéndoles que fue mi decisión el reproducirme y el traer a un cachorro a este mundo. De antemano ya sabía que no me lo iban a creer, pero en realidad eso me tenía sin cuidado.

De repente, cuando ya estaba a punto de enviar la misiva, tocaste a la puerta de manera desesperada. “¡Abre rápido!”, decías. Me sobresalté y corrí a abrir. Llegabas cogiéndote la panza y casi gritando de dolor. El maldito cólico había regresado y esta vez quería victimizarnos de cualquier manera. “¡Siento que se me va a salir todo!”, dijiste y te metiste al baño.

Yo, casi de inmediato empecé a caminar sin cesar por todos los ambientes de la casa casi corriendo como un loco gracias a los nervios que empezaron a minarme. Me preguntaba (y te preguntaba) qué debía hacer en aquellas circunstancias tan nuevas y a la vez tan indeseadas, mas tú no podías contestar y preferías emitir sin control todos los gritos de dolor que te salían desde el interior, los mismos que terminaron por desesperarme más. De modo que opté por hacer lo más lógico: coger el teléfono para llamar a emergencias.

-¡Necesito ayuda, mi mujer está a punto de perder a nuestro bebé! –les dije.

Pero el indolente recepcionista empezó a hacerme una serie de preguntas que yo consideraba innecesarias mientras que tus gritos seguían saliendo del baño con más fuerza a cada segundo.

-Escúcheme bien maldito imbécil –le grité– esta es una emergencia, no necesito perder el tiempo respondiéndole estupideces, ¡haga su trabajo rápido!
-Señor, cálmese por favor –respondió él.
-¡No necesito calmarme carajo, necesito que alguien atienda a mi mujer rápido!
-Todo lo haremos más rápido si colabora calmándose y dándonos bien sus datos.
-¡Vete a la mierda y envía una puta ambulancia ahora mismo!
-Señor, ¿al menos puede darme su dirección?
-Autopista 45B, Silverland.
-Enseguida enviaremos a una unidad de emergencias.

Tú continuabas en el baño arrastrándote de dolor. Toqué la puerta y te pedí que abras para poder ayudarte, pero no querías hacerlo; tenías miedo. Empecé a darte ánimos desde afuera, pero la verdad es que casi de nada servían mis palabras. Te rogué que abrieses la puerta, que necesitaba estar a dentro contigo. Entonces, no sé si impulsada por la necesidad de compañía compartidora de la tortura que estabas sufriendo o simplemente para evitarte más molestias de mi parte, me dejaste entrar. Tenías los dedos en forma de garras y arrancabas las cortinas con furia, como achacándoles la culpa de tu estado y tratando de mitigar en algo la agonía que estabas sintiendo. La sangre corría por tus piernas y manchaba por completo el piso, convirtiendo nuestro baño en algo así como el escenario de un crimen horrendo. Poco a poco te ayudé a quitarte las prendas inferiores para evitarte las incomodidades, y por momentos parecía que el dolor se alejaba, haciendo que tus gritos perdieran un poco su volumen, pero de inmediato sucedía que arremetía con más virulencia y te desgarraba la garganta.

Si el suplicio tiene un rostro, tu cara en aquellos instantes era el fiel reflejo de su naturaleza, porque transmitía sin anestesia el nivel de crueldad al que estabas siendo sometida. Tus lágrimas se confundían con las grandes gotas de sudor que exhalabas y tu mirada era una de franco terror a lo que podría venir. Al ver cómo te agitabas sin descanso, sentí que estaba a punto de sucumbir ante la pena que me causaba el ver tu imagen en un transe tan cruento. No lo pude soportar más y con toda la angustia del mundo te abracé diciéndote que la ayuda ya estaba en camino, que no tardaría mucho; rogándote que por favor esperes, que por favor aguantes… que por favor no me dejes. “¡No puedo soportarlo más Francisco!”, me gritaste mirándome a los ojos, y yo simplemente no supe qué hacer.

Entonces, después de casi una hora de padecimiento severo, llegó el momento culminante, el pico del calvario, el instante en el que nuestra historia se dividió en un antes y un después: te sentaste en el inodoro e hiciste un esfuerzo con el afán de sacarte algo desde las entrañas, y nuestros miedos se volvieron una terrible realidad. Me diste otra mirada, esta vez una de horror, como diciéndome que todo había culminado en contra nuestra; como comunicándome la hecatombe final de todo aquella escena dolorosa. Ambos nos desesperamos y lamentamos la peor tragedia de nuestras vidas con resignación por haber perdido aquello que era quizá el producto más importante de nuestras aventuras. El dolor físico poco a poco fue desapareciendo pues ya no tenía motivo alguno para quedarse, pero el dolor emocional y espiritual que sufriríamos recién daba sus primeros atisbos.

[…]

Cuando ya te encontrabas profundamente dormida, luego de casi tres horas de llanto y lamento por la pérdida que acabábamos de sufrir, y cuando la casa se quedó en silencio después de ser testigo de una tragedia de proporciones míticas; me quedé mudo y espantado por todo aquello. Nunca en mi puta vida había siquiera fantaseado con la posibilidad de ser el padre de un bultito inerte dentro del inodoro de mi baño. “Mierda, ¿qué fue todo eso?”, me dije, intentado quizá tomar distancia de algo que a todas luces nadie quisiera recordar o reconocer. Ya sin ningún tipo de temores, busqué con desespero entre los bolsillos de mi chaqueta de cuero una cajetilla de cigarros donde sobrevivían todavía la mitad de ellos. “Ya no viene al caso cuidar la salud de nadie”, me dije y comencé a inhalar pucho tras pucho. Los nervios me carcomía sin piedad y mis manos no dejaban de temblar a pesar de mis burdos intentos por mantener el autocontrol. Y no sé si por un deseo morboso, o quizá por una necesidad de corroboración, quise acercarme por última vez al inodoro para cerciorarme de que aquello que aún flotaba entre sus aguas rojizas era el minúsculo cuerpo en formación de nuestro hijo o hija, o tal vez sólo era un cúmulo de algo, ajeno a ese pequeño ser que ya había logrado hacer que lo esperase con ganas.

Mis ojos se posaron en aquella surrealista y a la vez siniestra imagen y la observaron con detenimiento, como tratando de buscarle un significado. “¿Quién iba a decir que yo, Pancho, el chico que nunca quería comprometerse, casarse o tener hijos, terminaría viendo las sobras expulsadas de su feto en un asqueroso inodoro?”, pensé burlándome de mí mismo. “Seguramente así esperaba verme mi padre cuando se enteró que yo estaba en camino, carajo. Pero la historia se ha cruzado de una forma tan irónica, por la puta madre. Ahora soy yo quien puede ver los restos abortados de un hijo no deseado y puede tener la dicha que él quiso. Hasta en esto soy más afortunado que ese hijo de puta que me engendró. Hasta en esto soy mejor que él. Cómo me felicitaría sí es que estuviera aquí conmigo, jajaja, cómo me felicitaría el muy maricón. Me diría: ‘ya vas a ver que es lo mejor, Panchito, no te sientas mal’. Y nuevamente se enojaría conmigo por lo débil que soy al llorar de pena porque no podré tener a este hijo, sí, pondría su cara de culo nuevamente y me diría que qué chucha lloro por algo que yo mismo busqué. Pero yo seguiría llorando. ¿Qué más da? Estoy en mi casa y puedo hacer lo que se me venga en gana, y ahora quiero llorar pues viejo de mierda, ahora quiero desgarrarme el alma porque no podré ser padre, porque todos los planes que estaba haciendo se van directamente al carajo. Porque ya no existirá aquella chibolita linda que me robe el sueño y me llene de orgullo cada vez que haga algo ingenioso. Por eso quiero llorar, carajo. Porque tengo una mujer adolorida que cuando despierte sufrirá lo indecible y me destrozará el corazón cada vez que la vea sufrir por su embarazo perdido. Por eso…”

Mis lágrimas inundaron entonces mi rostro y mi pecho se constriñó. Mis nervios estaban hechos trizas y mi cuello estaba casi agarrotado por la tremenda presión interna que tenía. Fue entonces cuando sentí que ya nada podía hacer para seguir evitando el hundimiento. Ya ni mi carácter terco o mi sensibilidad bien escondida me sirvieron para no sucumbir. Fue entonces que colapsé. Me aferré como un desposeído al inodoro y sin vergüenza alguna comencé vaciar en él toda mi pena y toda mi desolación. Me entregué sin reservas a la más completa amargura de saberme un tipo sin nada: sin un amor, sin un hijo y sin un propósito. Lamenté profundamente el vacío que me dejaba la tristeza de pensar que yo había matado a aquel feto con mi rechazo inicial, con mis virtudes de hombre desleal. Mi llanto sobre aquel inodoro fue uno de los pocos que he tenido en toda mi vida y a, a la vez, fue el más largo. Paradójicamente fue también el que más me ayudó con algunos demonios internos. Cuando terminé, apreté el botón de desagüe y vi como aquel bulto inerte y sin forma desaparecía en medio de un remolino.

Tú despertaste algunas horas después y no paraste de llorar hasta que volviste a quedarte dormida gracias a unos calmantes que te di. Sencillamente no soportaba más verte sufrir. Mientras dormías me acerqué a ti y te acaricié el rostro con la yema de mis dedos. Pensé que quizá nunca más volvería a tener a mi lado a mujer igual de bella, igual de intensa e igual de excitante. Te di un beso mudo en la frente y con ternura susurré a tu oído un agradecimiento: “gracias por hacerme un hombre nuevo, aunque sea por unos pocos días”.

[…]

Una mañana, después de algunas semanas de lo ocurrido y después de que torpemente intentamos curarnos el uno al otro, me desperté un poco asustado y sudoroso. No recuerdo que haya sido por algún mal sueño o por un repentino sacudón, pero estaba muy agitado y el sudor recorría mi cuerpo entero. Tú estabas sentada en el borde de tu lado de la cama y me mirabas muy concentrada, como analizando mis más mínimos movimientos. Ahora supongo que fue aquella tu poderosa mirada la causante de aquel estado de alteración que interrumpió mi sueño.

-Nunca significaré nada más para ti, ¿verdad Pancho? –me dijiste con voz desolada.
-¿De qué hablas mujer? –te pregunté intrigado.
-O sea, nunca seré para ti más que una simple chica con la que tiras durante un viaje. Nunca seré más que eso en tu vida, ¿no?

Sin animarme a darte una respuesta me puse de pie, abrí las cortinas y dejé que el espléndido sol de verano esclarezca la habitación. Me quedé pensando unos segundos y sin voltear a mirarte hice un comentario a modo de chiste para bajar la tensión que tu pregunta había generado en el ambiente:

-¡Uy!, me late que si ese bebé hubiese nacido, sería un dolor de cabeza y caprichoso como su madre, jajaja.

Bajaste la mirada con resignación e hiciste silencio por algunos minutos. Yo no me atrevía a voltear a verte.

-Si no lo quieres ser, pues nunca lo serás –te dije con seriedad.
-Nunca seré nada más –dijiste finalmente con voz llorosa y te metiste al baño a ducharte. Yo continué mirando por la ventana y pensando.

El infierno volvió, y esta vez haría arder los papiros de nuestra historia hasta convertirlos en pura ceniza.

(...Continuará)

[Yaras: 1. Gráfico Henry Zevallos. 2. Valga nuevamente la aclaración: esta historia es completamente ficticia, todos sus personajes y situaciones sólo existen y suceden en mi retorcida imaginación, así que todos aquellos que me han estado mandando mensajes y correos electrónicos por haberse enterado con anticipación del contenido de este capítulo, pueden empezar a usar sus horas en la red de una manera más productiva.]