Una mujer virtuosa
Renata llegó a Lamas una soleada tarde de septiembre de 1976 cargada de muchas maletas repletas de artículos para el hogar y de uso personal. Gerardo la recibió con la algarabía típica de un marido tranquilizado por el arribo de quien sabría poner la casa nuevamente en orden y lo rescataría del fárrago en el que se había convertido aquella mansión desde que Ernestina salió corriendo de ella la noche en la que fue violada –obviamente, después de prometer que nunca diría nada al respecto–. Renata había pasado unos meses grandiosos en Lima, pues la migraña de la que sufría había sido tratada y ya no le molestaba hasta la desesperación. Había podido disfrutar del aplastante sol veraniego de la costa peruana y también de la compañía de personas muy queridas –entre las que no faltaba uno que siempre la alentaba a ya no regresar a Lamas, a que se quede donde mejor estaba, a que se quede con él– y casi no se había acordado de su marido. Sólo lo hizo cuando su madre, doña Mercedes, la obligó a ser buena esposa y volver. “¿Qué pues te importa si no eres feliz hoy día? Vas a ver después”, le dijo.
A los pocos minutos de haber descargados sus equipajes, empezó nuevamente la rutina que ya casi había olvidado: enojos y más enojos. Gritos de cólera, reproches de rabia, y un comportamiento de descontento general que manifestaba con expresiones propias de una mujer decepcionada de su destino. Gerardo también volvió nuevamente a su rutina no tan olvidada: aguantar y resignarse ante el carácter de su mujer, total, era la única que tenía y talvez la única con la que viviría hasta el final de sus días. Y es que Gerardo la amó desde el primer instante que la vio hacía más de diez años, con su pantaloncito blanco y su blusita floreada, su cabellera larga hasta la mitad de la espalda adornada por una especie de corona de flores a la usanza hippie, y esas poses de mujer capitalina que hacía trastabillar al más campechano de los hombres lamistas. Era una beldad de mujer, adolescente aún y con una arrolladora personalidad alimentada por la seguridad que le daba el haber crecido en lo que ella consideraba “la civilización” y, además de manera secreta, el gran amor que sentía por un hombre que la esperaba en Lima: Roberto Hidalgo, capitán del glorioso Ejercito Peruano. Gerardo estaba loco por ella. Por eso empezó a cortejarla primero mandándole piropos desde lejos cada vez que la veía caminando por las calles del pueblo, piropos a los que ella respondía con un desprecio criminal: “¿Qué te has creído so pedazo de feo? ¡Dios me libre de un hombre tan horrible como tú!”, a lo que Gerardo respondía para sí mismo: “Ya vas a ver cojudita. Mi mujer vas a ser”. Después se volvió más audaz y comenzó a visitarla con el pretexto de llevarle los pedidos de carne a doña Mercedes. Pero igual, siempre era rechazado y cada vez con más virulencia que la anterior. Un buen día, decidió hablarle a su cliente:
- Doña Mechita, ¿cuando ya pues le vas a casar a la Renatita?
- ¡Ay hijo! Nunca ya creo. No le quiere a nadie pues.
- ¿Y por qué no le encuentras marido tú misma pues?
- ¿Quién ya pues es bueno? Todos los lamistas son unos ociosos.
- No todos pues doña Meche, habemos buenos también.
- Jajaja, de veras ¿di?
- Yo sí me casaría con la Renatita... si tú me dejas, doña Meche.
- ¡Ve ya vuelta el Gerardo! Eso dile a ella pues.
- Ay doña Mechita, duro ya le digo y no me acepta.
- A ver le voy a decir yo pues ¿ya?
- Ya doña Mechita. Mañana vengo de nuevo con la carne.
- Ya hijo, vete con Dios.
Cuando doña Mercedes le habló a Renata sobre las pretensiones de Gerardo, nunca se imaginó lo que iba a escuchar como respuesta: “Jajaja, ¡ay mami! Cómo ya pues crees que voy a casarme con el Gerardo si es un feísimo”. Doña Mercedes se indignó. La sola creencia de que su única hija se había convertido en una muchacha superficial y tonta hizo que se arrepienta hasta el alma de haberla enviado a vivir casi toda su vida en Lima. “Te vas a dejar de cojudeces Renata. Grande ya estás y estás pensando en eso. Vas a casarte con el Gerardo porque no es ocioso y te va a cuidar bien”. Entonces Renata se rebeló. Sacó de las entrañas de su espíritu el carácter fiero que había estado guardando y levantando la voz hasta el cielo calló a su madre asegurando que inmediatamente regresaría a Lima. Doña Mercedes entró en una especie de pánico al suponer que otra vez tendrían que pasar muchos años para volver a verla. Llamó de emergencia a José, su hijo mayor, para que la ayude a controlar el vendaval en el que se había convertido la muchacha, quien ya se encontraba haciendo sus maletas encerrada en su alcoba. José apareció de repente en la casa. Era un hombre alto, grueso, fornido y de ojos marrones impactantes. Tenía un carácter de los mil demonios también y conocía a Gerardo desde hacía un par de meses cuando este le ayudó a cortar leña durante tres días seguidos en el interior casi oscuro de la selva de Lamas. “¡Qué pasa aquí carajo!”, gritó al acercarse a la alcoba de Renata. Ella lo ignoró y continuó haciendo sus maletas. José se exasperó casi hasta el delirio y empezó a lanzar improperios contra su hermana, contra Lamas, contra Lima y contra la arrogancia de las personas que no son capaces de aceptar las buenas ofertas que la vida les da a modo de oportunidades. Tan duras y tan fuertes eran sus palabras que los vecinos del barrio comenzaron a salir de sus casas para poder huir del lugar con más facilidad si es que al gigantesco hombre se le ocurría salir con su escopeta y disparar a diestra y siniestra por la cólera que tenía, tal como ya lo había hecho antes. “Tú te vas a quedar aquí y te vas a casar con el Gerardo”, sentenció por fin y con violencia trancó la puerta de la alcoba de Renata por fuera. Ella al escuchar lo que su hermano hacía comenzó a forzarla, tratando de derribarla o romperla, pero sus fuerzas no se equiparaban a las de su hermano. Entonces empezó a gritar pidiendo ayuda y clamando por asistencia. Pero ninguno de los vecinos era capaz de presentarse y enfrentarse a la enorme humanidad de José. Es más, ya antes habían tratado de dominarlo entre cinco o seis hombres para evitar que destrozara un bar del centro de Lamas, pero todos resultaron gravemente heridos al no poder contrarrestar la desmedida fuerza del hijo mayor de doña Mercedes. Renata entonces empezó a llorar con gruesas lágrimas de rabia. Su feroz carácter se manifestó en los fluidos que sus ojos despedían en grandes cantidades y comenzó a albergar en su corazón un crudo rencor hacia su madre y su hermano. Apretó los labios con fuerza y aún con las lágrimas chorreando por su rostro, su cuello y su pecho, lanzó una flecha en forma de frase dirigida directamente al corazón de su madre: “No me voy a casar con el Gerardo, porque ya tengo mi marido y vive en Lima”. Doña Mercedes cayó sentada en el piso y comenzó a llorar sin frenos por la mala suerte de tener una hija libertina y casi ramera que no había sido capaz de guardarse hasta el matrimonio. Sin embargo, la flecha que iba dirigida a su madre se hundió más en el propio corazón de Renata porque al escucharla de sus propios labios, su dolor se amplió aún más al recordar que nunca había sido y nunca sería la mujer de Roberto Hidalgo, el capitán del glorioso Ejercito Peruano a quien amaba con locura y quien la esperaba en Lima, justamente para casarse. José bramó con todas las fuerzas que su furia le podían dar y sentenció que bajo ningún motivo regresaría a Lima, y que si Gerardo ya no quería casarse con ella por ya no ser virgen, se quedaría en Lamas, soltera y a la espera de un hombre que quiera recogerla.
El matrimonio de Renata y Gerardo se llevó a cabo un mes después de este episodio. El matarife había manifestado que, si bien no era algo que le gustase, no tenía problemas con el hecho de que su novia ya le pertenecía a otro hombre, siempre y cuando nada de eso se sepa en el pueblo. La tarde en la que se casaron, Renata no intentó ocultar el llanto de ira, pena y resignación que tenía desde hacía un mes, pero todos creyeron que se debía a la felicidad que la embargaba. Las mujeres de la familia de Gerardo no asistieron al evento, pero mandaron un regalito a la pareja: una cabeza de chancho. Renata cumplió con todo lo que le requirieron hacer, espero paciente a que la boda termine y salió corriendo de la iglesia. Una vez en la alcoba matrimonial, se miró al espejo y aún con las gruesas gotas de lágrimas que le salían de los ojos, rasgó su velo y su vestido de novia, se echó en la cama, abrió las piernas para albergar a su marido y mientras él iba regocijándose al comprobar que eso del marido limeño había sido una farsa, ella continuó llorando.