miércoles, 23 de marzo de 2011

Nacionalismo y caudillismo


Hablar de nacionalismo es, en realidad, hablar de una importación europea, de un calco y copia en el plano de las ideas y, por supuesto, de una contradicción bárbara. Es hablar también del alto precio que cuesta el instituir una filosofía creada con el único propósito de justificar el aislamiento de una nación respecto a las otras y también asistir al show que brinda una de las más geniales ironías de la historia: su universalización.

El nacionalismo ancló en muchos países a través de la historia de una y mil formas, ya sea mediante gobiernos dictatoriales, demócratas o simplemente tiránicos, y así mismo fue abolido cuando la gente se dio cuenta que eso de jugar a los autistas y autosuficientes no daba de comer, no acababa con los males nacionales y, por supuesto, no generaba las riquezas que todos buscaban. Sin embargo fue –y es– en Latinoamérica donde se ha consolidado de manera casi persistente, desde los tiempos de la independencia hasta nuestros días, teniendo como amenizador a un monstruo peludo que toca marchas militares y que gruñe como homínido en celo. En buena cuenta podemos señalar que el nacionalismo no es más que aquella corriente que basa sus arranques en el patrioterismo barato, la xenofobia irracional y el chauvinismo simplón, apoyado en materia económica por la famosa teoría de la dependencia de mitad del S. XX.

El nacionalismo tuvo sus comienzos en los siglos XVI y XVII en el marco de guerritas entre católicos y protestantes, países que apoyaban a uno y otro bando y deseos escondidos de las élites de desligarse de los imperios que los subyugaban. Vivió casi escondido en reuniones de grandes señores y en todos los té de tías durante el siglo XVIII, hasta que alcanzó popularidad en el siglo XIX, regándose por todo Europa y reforzándose también en América, teniendo, obviamente, como sus tutores a los militares con sus fusiles y sus cañones en ristre, sus coloridos y circenses uniformes y su masculinidad inevitable a la vista, de modo que el nacionalismo incubó en los cuartes, luego pasó a las universidades y finalmente se asentó en eso que todos llamamos inconsciente colectivo.

Desde sus inicios en nuestras tierras el nacionalismo ha creado figuras y personajes realmente fascinantes, fuentes de inspiración de novelas, poemas y canciones. Todo lo que ellos han hecho, inevitablemente, siempre ha generado el delirio de los pueblos que los sufrían y que los veneraban sin inconvenientes a pesar de todas las barbaridades que cometieron usando el autoritarismo, los resentimientos, las inseguridades políticas, la ignorancia o los complejos. Se trataba de personajes fantoches, grotescos, solitarios y oligofrénicos, quienes en el punto más alto de su poder representaron con excelencia nuestro congénito salvajismo político e inmadures económica, generando con ello nuestras más grandes miserias y, por lo tanto, convirtiendo al nacionalismo en la peor de nuestras gestas.

Pero si el nacionalismo tal cual es, es una importación, una copia, un remedo del pensamiento europeo de hace tres siglos, nuestro aporte a su engorde ha sido el caudillismo, aquel fenómeno que encumbraba a un líder carismático que accedía al poder por medio de métodos informales, el mismo que, a decir de todos, tenía un don especial y un tipo formidable de liderazgo –‘heroísmo’ y ‘carácter’, generalmente–, el que se amparaba en la fuerza militar y que representaba todas las esperanzas de resolver los grandes problemas de la nación. Es así como a partir de mediados del S. XIX surge una camada de caudillos en nuestros países, quienes buscaban perpetuarse en el poder. Así, tuvimos en Paraguay a Gaspar Rodríguez de Francia, en México a Antonio López de Santa Anna (¡once veces presidente!), en Argentina a Juan Manuel de Rosas, en Uruguay a José Batlle y Ordoñez (quien era demócrata) y, finalmente, tuvimos en nuestro querido Perú a Ramón Castilla, quien tuvo, como uno más de sus ‘grandes logros’ el haber estampado su firma en tres constituciones, nada menos.

Eso nos lleva a otra característica del caudillismo nacionalista: le gusta perpetrarse, no sólo en el poder, sino también en la historia, por lo que se vuelve “constitucionalista” para poder legar, de manera jurídica, todas las bondades de su vida, es decir: de su gobierno. Ese constitucionalismo no sólo le sirve para lo señalado, claro, también le es útil para convertirse en una rara mezcla de padre-esposo-chaperón-benefactor de la nación, alguien que busca darle educación a esta, brindarle salud, protegerla del rigor de la vida diaria y del desasosiego de la vejez. El caudillo no duda por eso en gastar dinero que no le pertenece (el dinero de todos) para proteger a la inválida nación, ya sea de la pobreza, de la infelicidad o de los habladores que la quieren conducir por el camino del mal (quienes, claro, generalmente terminan perseguidos, despojados, presos, deportados y/o muertos). Es decir que también, mediante ese constitucionalismo, el caudillo se permite asumir el poder controlando todo en cadena circular al punto de no dejar espacio para la oposición o la disidencia, logrando que su gobierno no pueda ser legislado de ningún modo, pudiendo así velar por sus propios intereses o disfrutar a pláceme de su adicción al poder.

Por ejemplo, una vez controlado todo intento de resistencia hacia su persona o sus planes de gobierno, el caudillo clava la mirada en las empresas públicas de su hembra, la nación, y sacia con ellas toda su sed de grandeza. Claro, pues, allí está la plata, el financiamiento para sus grandiosas ideas. No será raro, en este punto, que nuestro héroe empiece a hablar de “áreas estratégicas” a resguardar de la voracidad de capitales privados o, más aún, de la ambición del imperialismo. ¿Pamplinas? No, señor. Así lo hizo Perón en Argentina, así lo hizo Allende en Chile, así lo hizo Velasco aquí, así lo hace Chávez en Venezuela y, probablemente, así lo hará cualquiera que enarbole el estandarte del nacionalismo y demuestre actitudes de caudillo.

Esta historia continuará…

[En el próximo capítulo: Velasco y la experiencia ‘nacional-caudillista’ peruana, Hugo Chávez y el nuevo romance ‘caudillo-nación’ del siglo 21 y, claro, Ollanta Humala y los quecos y coqueteos del nacionalismo a la nueva dama con plata de Sudamérica.]