lunes, 27 de julio de 2009

El furioso clima en la isla de tu recuerdo (pt 6)

Por Fred Borbor

En fin. No me enojaré más, Elena. No mancharé las páginas de esta carta con mi hedionda bilis, ni olvidaré que decidí escribirte estas líneas haciendo un recuento de nuestra historia y con el firme propósito de pedirte perdón por todo lo malo que significó mi presencia en algún momento de tu vida. Tampoco olvidaré que esta misiva está hecha para celebrar aquel corto pero intenso periodo que me hiciste vivir, que al fin de cuentas tuvo más réditos positivos que negativos en mí.

Algunos días después de aquella nefasta noche, me di cuenta de lo extremadamente ridículo de mi proceder, pues al estar pensando en venganzas y formas de contraatacar la bofetada moral que me habías dado, no caí en cuenta que de llevarse a cabo alguno de mis planes, lo más probable era que me quedaría sin mujer, sin casa y sin amigos y eso –definitivamente¬– era algo que no estaba dispuesto a pasar. Imagínate Elena: ¿dónde iba a pasar mis días después de un eventual rompimiento entre nosotros? Y sobre todo: ¿con quién iba a hacer el amor todas las noches si me alejaba de ti? No, era demasiada buena mi vida a tu lado como para echarla por la borda así de fácil. “Lo mejor en estos casos es lavarse la cara, practicar una buena sonrisa frente al espejo y asunto arreglado”, me dije una mañana mientras me reía a carcajadas por mi absurdo carácter de chico vengativo.

De tal modo que las cosas entre nosotros comenzaron a marchar bien nuevamente. Nuestros espíritus ya se habían calmado y nuestra vida empezó nuevamente a ser el idilio amoroso que fue en el principio. El tema de la pintora peruana de la que me enamoré lo guarde muy dentro de mi corazón para que no me haga –ni te haga– mella en el buen caminar de nuestra vida de jóvenes convivientes.

Implícitamente nos dijimos que todo estaba bien. Implícitamente te pedí perdón y tú estuviste de acuerdo conmigo. Acordamos de manera tácita que debíamos estar bien. Sin embargo ahora me doy cuenta que no debimos arreglar las cosas de manera implícita o tácita, Elena. Talvez hubiera sido mejor hablar, conversar o charlar al respecto. Dicen que así se arregla mejor los problemas –al menos eso me dice siempre mi madre: “Hijito, el diálogo siempre debe ser el camino para que soluciones tus problemas”–. Pero lamentablemente nosotros no pudimos solucionar nuestra guerrita por medio de alguna conversación alturada o con un intercambio de ideas y opiniones dirigidas a esclarecer nuestras desavenencias. ¿Te imaginas cuantas cosas nos hubiésemos evitado, Elena? ¿Cuántos males entendidos no existirían hoy en día? ¿Cuánto daño habría sido prevenido? Pero bueno, lamentablemente no existe aún esa máquina, ese control remoto o aquel simple sueño que nos devuelva al pasado y nos de la oportunidad para cambiar las cosas que no nos gusta de nuestra historia.

A veces me pongo a pensar en lo que pasaría si una de estas mañanas me despierto y resulta que me encuentro en una mañana de hace algunos años atrás. ¿Te imaginas, Elena? ¡Uf! ¡Cuántas cosas haría mejor! Pero qué pena, eso es algo imposible. El pasado es una situación que ya no puede ser cambiada. Lo único que tengo para cambiar y manejar a mi antojo es el presente, este presente en el cual ambos ya tenemos vidas propias y separadas. Tú con tu preciosidad de porcelana y un guapo chico que te ama y te da la paz anhelada, y yo con mi trajinar lerdo de escritor en decadencia que lo único que hace es denostar y destruir el idioma español en cada publicación. Tú con tus despreocupaciones y tu brillante círculo amical, y yo con mis achaques prematuros y una larga lista de enemigos que no dudarían en darme una paliza si un día me encuentran en alguna esquina.

Pero, ¿por qué carajos me sumerjo en meditaciones tan absurdas cuando debería seguir con la historia que nos interesa? Mil perdones por esta nueva ridiculez, Elena.

Como ya te dije, nuestra vida continuó su rumbo otra vez como al principio. Ya alejados de las suspicacias y problemas que nos habían causado la presencia casi fantasmagórica de aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado o el casi deseo de desistimiento de continuar a tu lado que había causado en mí la pérdida del amor de la pintora peruana de la que me enamoré –pérdida que hasta ahora me duele, debo aceptarlo–; nuestra vida tomó un rumbo, esta vez sí, de una relación de pareja estable que buscaba abrirse paso en los amplios senderos de la vida familiar, no obstante que aún no contábamos con hijos por supuesto.

Nuestro círculo amical iba expandiéndose cada vez más y prueba de ello eran nuestras constantes y seguidas salidas nocturnas acompañados por todas aquellas personas que poco a poco se iban convirtiendo en nuestros fieles compañeros de aventuras por los diversos bares y clubes del centro de la ciudad. Qué rico recordar aquellas noches, Elena: tú, yo, nuestras amistades y las conquistas eventuales de nuestras amistades. Era, por así decirlo, la típica existencia de dos jovenzuelos encandilados por la pasión y empujados por la potencia del baile, el alcohol y las locuras de media noche.

Ahora bien, tú sabes querida Elena que yo no soy un tipo amante del baile, por lo que en más de una ocasión todos tuvieron que soportar mi modorra discotequera y verme, casi con pena, cómo llegaba a los clubes únicamente para buscar la barra, comprar botellas de cerveza y dedicarme a tomar y a tomar, evitando en todo momento unirme al ritual de movimientos que ustedes hacían en medio del lugar. Pero tú sí que eras una amante acérrima del baile Elena –y supongo que aún lo eres¬– porque cada vez que salíamos hacías gala generosa de ese don divino de mover bien el cuerpo al ritmo de una melodía. Rosa la parlanchina me había contando mucho sobre tu fenomenal capacidad para hacer añicos una pista de baile al igual que a todo aquel que osaba intentar a tu lado algún amago de movimiento. En esos momentos no podía evitar bajar la cabeza y sentirme mal por no poder ser –una vez más– tu pareja ideal, Elena. Mi total incapacidad para la danza me pesaba miles de toneladas en la espalda cuando era evidente que tú eras una maestra del asunto y que yo no podía hacerte la corte en ello.

Al principio aquello no fue de gran importancia para mí ya que toda mi noche era solucionada con grandes cantidades de alcohol y una que otra canción digna de ser escuchada que a veces ponían en aquellos clubes, por lo que casi no tenía problemas al saber que te encontrabas bailando y disfrutando con nuestros amigos. Pero un buen día –aunque mejor es decir: una buena noche¬–, mientras me encontraba en medio de toda mi modorra discotequera y mientras casi con desesperación ingería grandes cantidades de cerveza a la vez que aspiraba cigarrillo tras cigarrillo; de buena gana volteé a mirar cómo iban las cosas y enorme fue mi sorpresa cuando advertí que un guapo cubano, dueño de un swing especialísimo para la salsa y con una presencia imponente, había tenido el atrevimiento de sacarte a bailar y compartir contigo aquel ritual rítmico que por momentos daba la sensación de ser un apareamiento. “¡¿Qué cosa?!”, me dije inmediatamente y no volví a despegar mis ojos de ustedes. Y es que era evidente que aquel cubanito bien parecido y con un swing especialísimo para la salsa quería pasarla bien aquella noche y no podía encontrar mejor forma de hacerlo que con una chica preciosa y amante del baile como tú, querida Elena.

Cuando regresamos a casa, no pude evitar mostrarte mi contrariedad por lo que había presenciado. Tú como siempre te mostraste indiferente a mi estado de ánimo a pesar de que sabías muy bien qué era lo que me tenía enojado. Tanta fue la preocupación que me embargó aquella noche por no ser yo quien te tome por la cintura y destroce las pistas de baile en las fiestas, y tantos fueron los celos que me carcomieron por haber visto cómo aquel cubanito bien parecido y con un swing especialísimo para la salsa se movía espectacularmente a tu lado; que casi no pude dormir.

Al día siguiente, después de cumplir con todas las obligaciones pendientes, nos encontrábamos relajados en la cama, viendo algunos programas aburridos. No sabía a ciencia cierta cómo empezar a hablarte acerca de mi incomodidad por todo lo que había pasado, hasta que una idea cruzó mi mente. Era una idea lejana en realidad. Una idea que nunca pensé poner en práctica, especialmente por mi muy notable aversión al baile y a toda música que sea distinta al buen rock.

Ahora, imagino pues que con lo que a continuación contaré, perderé el respeto que mis amigos –rockeros de pura cepa ellos– aún me tienen. Pero en pro de hacer de estas líneas un ejercicio de autoflagelación ante los pecados cometidos, no vacilaré en contar el paso antirockero que di aquel día, Elena.

“Quiero que me enseñes a bailar, Eli”, te dije, “y quiero que me enseñes bien”. Inmediatamente tus ojos brillaron con una emoción indescifrable mientras que en el fondo de mi corazón, mi Pancho interno daba un grito de derrota total. “Claro mi amor, así ya no estarás aburrido en los clubes”, me respondiste y al ritmo de algunas canciones de corte caribeño empezaste a instruirme en el arte del contorneo rítmico con una paciencia única para esculpir la ineptitud endémica que habitaba en mis extremidades. Debes haberte sentido tan frustrada en aquellos momentos Elena, ya que talvez yo era el peor alumno que habías tenido en tu amplia experiencia como profesora de danza. “Bueno, intentémoslo otra vez”, me decías a cada momento al ver que probablemente yo había nacido con dos piernas izquierdas. Me sentí más frustrado aún y recordé aquella película en la cual el protagonista hace todo lo que usualmente no hace, con el único fin de conquistar y contentar a la chica que trata de enamorar, “¡Sin embargo a él sí le fue fácil aprender a bailar estas sonseras!”, me lamenté.

En medio de toda esta preocupación por mis ineptitudes en el arte del movimiento corporal, caí en cuenta que en algunos días más se celebraría tu cumpleaños y que además se cumplirían ya varios meses desde que se había iniciado nuestra historia. No quise hacer recuentos o balances que al final iban a arrojar talvez un resultado negativo para lo nuestro; por lo tanto sólo me preocupé en buscar la mejor forma de agasajarte en aquel día que era especial –por la fecha de tu onomástico, claro.

La tarde previa a las celebraciones por tu cumpleaños estuvimos ambos descansando después de agotarnos en el trabajo –y después de yo me agoté caminando varias millas para poder comprarte un regalo que, supongo, no fue de tu agrado–. Una gran paz nos abarcaba en aquellos momentos. Claro, tú te habías enojado un poco cuando te diste cuenta que me había ausentado casi por cuatro horas, sin saber que había sido por ir a comprar aquel horrible regalo que te di, pero ya se te había pasado la cólera. Nos quedamos dormidos profundamente por lo cansados que estábamos y también por la necesidad que teníamos de darnos un momento para estar solos tú y yo, abrazarnos y acurrucarnos mutuamente para tener algunas horas de paz, sin las preocupaciones laborales o fiesteras. Cuando de repente el sonido del teléfono nos despertó, “No contestes Eli” Te dije, “Mejor descuelga el fono y que no molesten”. Pero sin hacerme caso tomaste el auricular y contestaste: “Hola. ¿Con quien? ¿De parte de quien? Toma, es para ti”, me dijiste e inmediatamente noté en tu rostro la más violenta de las reprobaciones. Un poco sorprendido acerqué a mi oreja el aparato y al otro lado escuché una voz que me parecía conocida y que ya creía olvidada por completo: “Hola Pancho ¿cómo estás?” Era la mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado.

“¡Hola! ¡Qué sorpresa!”, atiné a decir. Inmediatamente ella soltó un mar de palabras y frases que, supongo yo, algunos meses atrás podrían haberme emocionado hasta el éxtasis. Pero en esa oportunidad no hacían más que generarme una sensación de preocupación, pues tú dejaste de abrazarme y te quedaste acostada a mi lado esperando que corte aquella conversación que a todas luces te molestaba e incomodaba. Yo por supuesto me comporté como todo un caballero (me sentía realmente bien porque mi vida contigo se había vuelto pacífica y encantadora nuevamente, como para andar en peleas absurdas con una ex amante, Elena). No le corté la conversación a aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado, sino que seguí escuchando lo que me decía y también contándole algunas trivialidades de mi vida diaria –las cuales no te incluían, Elena–. Me contaba cosas que en realidad le salían del corazón y casi puedo asegurar que aquella llamada se debió también a algún tipo de soledad de la que sufría en aquellos instantes (no sé por qué diablos tengo esa mala suerte de ser requerido sólo en momentos de soledad). Por momentos me daban ganas de hablarle como le hablaba cuando aún ambos nos encontrábamos inmersos en aquella intensa aventura a la cual nos entregamos muchos meses atrás, pero no podía –y sinceramente, no quería–. Pero debo aceptar que al inicio me pareció una muy buena conversación en la que ambos compartíamos información que contribuían a que ella se olvide por algunos momentos de su soledad y de que yo me descoloque por algunos instantes de la empalagosa alegría que me causaba el hecho de tenerte, Elena. Sin embargo, al pasar algunos minutos de su llamada y al darme cuenta que la conversación empezaba a tomar un rumbo más personal e intimista con respecto a la carta de rompimiento que le había enviado muchos meses atrás con motivo de haber iniciado una historia a tu lado; sentí que un añejo sentimiento se apoderó de mí. Cerré los ojos con fuerza denotando una mezcla de recuerdo involuntario y gratificación por la oportunidad ganada. Mi lado oscuro y oportunista salió a flote instantáneamente, porque la traviesa idea de ser el chico malo de la historia me envolvió por completo: “Quiero que me disculpes por favor, pero tengo que cortar ya que en estos instantes tengo que salir a celebrar el día del amor”, y sin mediar más explicaciones colgué el teléfono. Mucho tiempo después, aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado, me devolvió el golpe con igual o más fuerza que aquel que yo le di, cuando en medio de una escena de pasión, aderezada con abrazos, besos y caricias, me miró a los ojos y mientras trataba de embobarme nuevamente con sus grandes ojos oscuros soltó una frase tan sencilla y a la vez tan dura, que creó en mí uno de los pocos recuerdos que aún me cuesta registrar: “Te dejo por un hombre que tiene el pene más grande que el tuyo”.

¿Puedes creerlo, Elena? Mi virilidad había sido echada por los suelos, burlada, mofada, pifiada y basureada. ¿Qué hombre puede resistir tamaña afrenta a su personalidad fálica? Supongo que nadie. Yo por lo menos sentí la humillación marcada con acero en mi frente. Me sentía como el muchachos poco inteligente que es puesto al frente de la clase con dos orejas postizas de burro para ser el hazmerreír de sus compañeros, sólo que en este caso lo irónico era que a mí me habían quitado una de las características del burro en lugar de ponérmela. ¿Te estás riendo, Elena? ¡Por favor, más seriedad, señorita! Mire que no es nada gracioso escuchar que alguien le informe y le recuerde sus falencias longitudinales en su quinta extremidad, con respecto a las ventajas de otro. ¡Espero que no estés pensando en hacer lo mismo! Ojalá que no. En todo caso si lo haces, trata de decírselo a alguna de tus amigas –que supongo serán tan lindas y hermosas como tú– y agrégales un: “Si quieres compruébalo por ti misma”, y así le estarás haciendo un gran favor a mi alicaída actividad sexual de estos días, tal como lo hizo aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado al hacer que una de sus amigas, enamorada completamente de mi paupérrimo talento literario, tanga la curiosidad de saber el real tamaño de mi sexo –al que tú cariñosamente llamabas Panchito– y me diga un día: “¿Es cierto que lo tienes chiquito Pancho? ¿Puedo verlo? ¿Puedo tocarlo? ¿Puedo…?” (Era realmente atrevida aquella muchachita).

Aquella conversación terminó así, de forma abrupta y cortante. Tú me diste una mirada de complacencia y ambos sonreímos de forma casi diabólica. En esos instantes pensé que todos esos meses a tu lado me habían instruido en el arte de la maldad. Que tu personalidad estaba empezando a tomar las riendas de todas las influencias que tenía en mi carácter. Qué equivocado que estuve. Tú no estabas influenciándome ni nada por el estilo, Elena. Yo ya era así, sólo que al tener a mi lado a alguien como tú, empezaba a disfrutar más ese aspecto de mi personalidad y cada vez me sentía meno mal por ello. No sé si será algo bueno o algo malo, pero desde que pude compartirla contigo, esa faceta maligna de mi comportamiento y mis acciones se han convertido en algo tan normal y tan imperceptible para mis propios parámetros de autocontrol, que aquel viejo temor que tenía de convertirme en alguien así, sencillamente ya no está más conmigo.

Al llegar las once de la noche empezamos a conversar sobre lo que habían significado para ti todos tus años en la tierra y cómo esperabas que sean los posteriores. Recuerdo bien que me dijiste que tus metas aún no estaban bien definidas pero que con lo que tenías en esos momentos estabas tranquila y feliz. Talvez aquella vez fue la primera vez que conversamos de algo personalísimo y estoy casi seguro que fue la primera y única vez que te animaste a abrir sinceramente tu corazón ante mí. Todavía recuerdo de aquella conversación las constantes preguntas que te ibas haciendo, no esperando una respuesta de mi parte sino como reflexiones sobre los distintos temas que te preocupaban. Comenzaste a hablarme un poco de tu familia y de tu entorno cercano, cosas que evidentemente no registraré en esta carta, pero que sí me causaron la sensación, por algunos minutos, de no ser un simple ave de paso por tu vida, recordada Elena.

Quisiera aprovechar este punto de mi narración para comentar algo sobre una más de tus cualidades: tu voz. Y si bien es cierto que hasta ahora no le había dado la importancia necesaria, debo decir que fue muy hermoso tener a tu voz como el soundtrack de todos mis días, mientras duró nuestra historia. Tenías una voz muy apaciguadora, Elena. Casi desde los inicios de nuestra historia lo reconocí y lo reconocieron todos aquellos que te rodeaban. Por ejemplo, al día siguiente de aquella noche en la que ambos sucumbimos ante los deseos de estar juntos, Chabela me abordó y sin contemplaciones de ningún tipo me expresó su alegría por el hecho de haberme atrevido a empezar algo contigo: “Es muy linda. Tiene una voz muy tranquilizadora”, me dijo y yo me sentí orgulloso por ello. Y si necesitas más ejemplos de lo que te digo, no puedo darte uno mejor que la opinión de mi propia madre. ¿Recuerdas aquella ocasión cuando llamó a casa muy enojada por mi total desinterés en hablar con ella? Supongo que aún recuerdas aquella llamada porque fuiste tú la que, con tu voz calmada, afinada y tranquilizadora, le contestaste e hiciste que su cólera desaparezca casi al instante. Yo esperé que terminases de hablarle para después preguntarte sobre lo que te había dicho: “Que Dios te bendiga hijita, eres un amor”, me respondiste. No lo podía creer. ¿Mi madre? ¿La señora tan severa y exigente, con la que no quería hablar por sus constantes reclamos sobre mi forma de vivir, te había tratado bien y te había dado su bendición? Simplemente no lo podía creer. Era algo que debería ser corroborado y así que al día siguiente la llamé con el pretexto de darle mis disculpas por dejar que pase tanto tiempo sin comunicarme. “Anoche hablé con tu novia. Tiene una voz preciosa hijito, se nota que es muy linda y una buena chica. Cuando puedas tráela para que conozca Vancouver”, me dijo y sencillamente no pude creer lo que escuchaba. ¡Era mi madre, por Dios! La misma mujer que años atrás había tratado mal a quien le presenté como mi chica. La misma que enfureció hasta el delirio al saber de mi relación con la pintora peruana de la que me enamoré. La misma que, meses después, ni siquiera voltearía a mirar a la mujer no tan bonita y hermosa como tú cuando cometí el error de presentársela en una reunión familiar. Y entonces entendí la importancia que tenía tu voz. Por eso te pedía siempre que me hables al oído, Elena. Por eso siempre me gusta escucharte. Por eso te pedía todos los días que me cuentes cualquier cosa, lo que sea. “Dentro de poco cuando decida alejarse de mí, nunca más volveré a escuchar su preciosa voz”. Me decía a menudo. Y así ha sido, Elena. Han pasado ya muchos años desde que no te tengo, y nunca más volví a escuchar tu voz.

Aquella noche, mientras las agujas del reloj avanzaban lentamente y a cada paso que daban te acercaban más a un nuevo año de vida, te escuché con esa pasión que me generaba tu voz y con esa felicidad que sólo tu presencia me causaba. Tus palabras tomaron un tono muy profundo aquella noche y me gustaron mucho, aunque yo no tenía mucho que ver con los relatos que me contabas. Así fue que mientras te prestaba atención quise escuchar tu voz mientras te hacía el amor y sin quererlo, interrumpí tu monologo con una frase cortita: “Quiero hacerte el amor hasta que llegue tu cumpleaños”. Tú sonreíste con picardía y me invitaste a besarte, lo que hice sin demora. Aquel fue uno de los mejores besos que he dado, no porque esté seguro que tú lo disfrutaste sino porque lo hice con mucha pasión y deseo. Lentamente empecé a quitarte tus ropas y a besarte por todos los rincones de tu cuerpo. Me encantaba hacerlo, Elena. Me encantaba explorarte completamente llegando a los sitios que nunca había llegado en el cuerpo de otras mujeres y casi estoy seguro que a ti también te gustaba, espero. Tus brazos me encantaban y me producía un enorme placer el besártelos hasta llegar a los dedos de tus manos y chuparlos uno por uno. Sin embargo, aquella noche sólo quería escuchar tu voz y por eso te dije casi en silencio que me digas cómo querías que te haga el amor: “Bésame los senos”, me dijiste y como un vasallo obediente acerqué mis calientes labios a tus riquísimos senos para darles el placer que me pedías. Luego, lentamente enredé mi cuerpo con el tuyo para poder poseerte una vez más, como tantas veces ya lo venía haciendo cada noche de nuestra historia. Sin embargo aquella noche era distinta a las otras noches que habíamos pasado y de las que nos quedaban por pasar. Aquella noche quería escucharte y quería hacerte el amor con paciencia y con calma, para que los minutos que faltaban para la llegada de un año más en tu vida nos sean propicios y puedas recibir aquel cumpleaños haciendo el amor conmigo; aunque talvez ahora pienses que aquello fue uno más de mis deseos egoístas y que, más que tratarse de un regalo para ti, fue uno que yo traté de hacerme. Y así poco a poco fuimos poseyéndonos mientras los minutos se hacían eternos y deliciosos –para mí– al sentirme dentro de ti y al glorificarme con tu interior. Acerqué entonces mi oreja a tu boca para escuchar con más claridad los gemidos que dabas y con audacia te dije: “Muévete”. Entonces empezaste a ser tú la que tomaba las riendas de la acción moviéndote con fuerza y con más rapidez a medida que los minutos iban pasando. Tanto fue que te moviste que finalmente mi oreja pudo recepcionar uno de los sonidos más hermosos que tu voz puede emitir, aquel que haces cuando llegas al éxtasis máximo y superior de tu disfrute en la intimidad. Nos abrazamos con una ternura indescriptible, Elena. Nuestros cuerpos desnudos y sudorosos, enredados en un abrazo fue mi mejor acción en aquella noche. Miré entonces el reloj y marcaban los números 00:01.

De buena gana hubiésemos querido quedarnos en nuestra cama disfrutando el momento y observándonos mientras con deseo nos admirábamos, Elena. Pero había que cumplir las obligaciones que implicaban el ser la cumpleañera esa noche. Todas nuestras amistades tocaron la puerta de la casa para saludarte y mientras eso ocurría yo aproveché para escabullirme hacia la casa de nuestros vecinos, donde había dejado el regalo que había comprado para ti. Me contaron que al poco tiempo de no verme, te enojaste mucho porque pensaste que había corrido a llamar a la mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado, pero no fue así. Imagino cuanto debes divertirte recordando estos episodios y todos aquellos recuerdos anecdóticos de nuestra historia, querida Elena. Ojalá que así me recuerdes siempre, aunque sé que es algo difícil de hacer.

Con mi regalo –espantoso creo yo– te entregué una carta. La primera que te escribí. Allí trataba de dominar y superar mi escaso talento literario para decirte en pocas líneas cuánto significabas en mi vida y a la vez te hacía ciertas promesas a pesar de mi naturaleza poco cumplidora de los compromisos. Pero así quise hacerlo, Elena. Sencillamente no encontraba mejor forma de decirte cuanto calaste y profundizaste en mi vida, que con una carta. Con letras que, si bien es cierto ahora deben posar en algún basurero o deben haber fenecido entre las llamas de alguna montículo de leñas; eran sinceras y verdaderas.

Seguramente hoy o en algún otro momento, tendrás al lado a un verdadero escritor. Uno que realmente sepa registrar con claridad, elegancia y hermosura sobre las páginas de un libro, sus sentimientos por ti. Estoy seguro de ello porque esos tipos son demasiado selectivos con las mujeres de las que se enamoran y tú, querida Elena, eres de aquellas mujeres que son capaces de hacer caer rendido a sus pies al espíritu salvaje y libre de un escritor. Eres de aquellas mujeres selectas que encajan bien con las exigencias de un sujeto que tiene el verdadero talento de crear vida con las letras. Pero por favor, cuando eso suceda, no le comentes que en algún momento de tu vida, tuviste al lado a un hombre ordinario y alucinado que osó escribirte un pasquín a modo de carta de amor. Me daría mucha vergüenza. Elena. Pero sí recuerda por favor que aquellas líneas tan mal escritas, aquella carta ordinaria que te entregué aquella noche, fue una de las más sinceras que mi nulo talento literario pudo concebir alguna vez.

Luego de los saludos y las felicitaciones que te dimos por un año más de vida, acordamos salir con todos nuestros amigos a bailar toda la noche a modo de celebración por tenerte con nosotros, Elena. Aquella noche fue muy hermosa, talvez la más hermosa que pasé a tu lado. Pero también fue la que nos trajo mayores consecuencias. También fue la que nos dio un motivo para unirnos más y otro para separarnos de la forma tan cruel como lo hicimos.