Por Fred Borbor
No sé si recuerdas aún la noche más importante de nuestra historia, Elena. Si es que no lo haces, déjame contártela por favor. Sé que no te es algo muy agradable el rememorar aquel paraje de nuestras vidas, así como no lo es el leer esta misiva. También sé que es probable que tu muy bien mecanizada psique ya se haya encargado de convertir en leves y pobres rumores tus recuerdos a mi lado y especialmente los concernientes a esa noche. Pero, vamos, déjame contártela. No seas malita. Dame ese último y delicioso placer. Prometo que después de esta, no tendré ninguna dicha más contigo. Palabra de Pancho.
Uno de nuestros amigos tuvo la gentileza y la fineza de ofrecerse para llevarnos a casa esa noche después de la grandiosa fiesta que hubo por tu cumpleaños en aquel pequeño pero acogedor club del centro de la ciudad. Era un amigo entrañable al que ahora recuerdo con mucha nostalgia y al que también perdí por ser tan poco condescendiente con el cariño que tanto me prodigó durante aquel tiempo. Te pido por favor que cuando hables con él –ya que estoy seguro que tú sí supiste valorar su amistad–, le mandes mis saludos y mis más sinceras gratitudes por todo el apoyo y amor que siempre nos brindó.
La cantidad exagerada de licor que habíamos ingerido durante la fiesta nos había pasado la factura y ambos nos tumbamos en los asientos traseros del hermoso carro que tenía nuestro amigo. Nuestra ebriedad era tal, que no podíamos siquiera pronunciar bien las palabras con las que queríamos seguir la conversación de nuestro benefactor y sólo nos dedicamos a balbucear frases ininteligibles e inconexas. No quiero imaginar ahora lo que puede haber estado pensando aquel amigo nuestro mientras nos escuchaba hablarle de una forma tan ridícula. De seguro debe haberse muerto de la risa en cuanto ya no nos tuvo cerca o quizá lo hizo en ese mismo momento. ¿Quién sabe? Yo ni siquiera puedo recordar muy bien de qué trataba nuestro tema de conversación con él en esos momentos.
Una vez llegados a la casa, nos despedimos de nuestro amigo quien se mostró preocupado por la forma en la que pretendíamos llegar a nuestros aposentos. “No te preocupesh comphañero”, le dije, “creo que ya hicishte shufishiente con traernosh. Ahora déjame llevar a esta shica a dentro y sheguir shelebrando shu cumpleañosh, ¡hic!”, le dije y él emitió una sonora carcajada, me guiñó el ojo, subió a su vehículo y, levantando la mano, se alejó en medio de la madrugada.
¡Demonios, Elena! Te veías tan hermosa esa noche, que no puedo evitar repetirlo una vez más en esta carta. Aquella translúcida blusita roja que elegantemente vestías, combinada con aquel pantalón negro licrado que tan bien se ajustaba a tus piernas y glúteos, demostrando una vez más que tenías unas hermosas piernas y un maravilloso y celestial poto, hicieron que me olvide por unos minutos del alcohol que recorría mis venas a velocidades indescriptibles, y te mire con éxtasis mientras te llevaba en mis brazos hacia la recamara, haciendo incluso que no me fije bien en el camino ni en la estructura del suelo que estaba pisando, por lo que me tropecé con algo que no pude ver y ambos caímos estrepitosamente sobre la alfombra del pasadizo. ¡Cómo nos reímos en ese momento mientras a duras penas tratábamos de levantarnos, Elena. Hasta que por la gracia divina, pudimos llegar hasta nuestros aposentos e intentamos descansar.
“Quítame la ropa”, me dijiste e imprudentemente esperé a que me dijeras algo más. Talvez lo hice por la necesidad que tenía en esos momentos de escuchar alguna petición directa de tu parte. Alguna frase que me indique qué hacer, qué es lo que realmente querías o deseabas, y no sólo actuar según mi criterio, obligándote a soportar mi proceder según mis propios términos. Pero al cabo de unos segundos te hice caso. Con diligencia te quité aquella hermosa blusa roja translúcida y aquel pantalón negro licrado y me quedé prendado –una vez más– de las formas de tu bello cuerpo atrapado en aquellas diminutas prendas interiores (sé que ya lo mencioné antes, pero quiero hacerlo nuevamente: tu cuerpo tan bien formado, tan bien esculturado y tan finamente diseñado, Elena). Sentí entonces un fuerte impulso de deseo al disfrutar de una vista tan portentosa y tan sensual. No me atreví a hacerte ningún requerimiento porque ya conocía tu habitual flojera para las artes de la intimidad. Al parecer entendías que tan hermoso cuerpo no necesitaba hacer esfuerzo alguno por complacer a nadie. Que con su belleza era suficiente y que quien tenga el honor de poseerlo debería tenerse por complacido sólo por ese placer. Empezamos a besarnos frenéticamente impulsados por las grandes cantidades de alcohol ingeridas en la fiesta de tu cumpleaños. Te tomé el rostro y con una extraña voz de autoridad te dije que eras mía y que nunca podrías ser de nadie más. Tú me respondiste que sí, que nunca serías de nadie más, que siempre serías mía. Nuestros besos se sucedían casi con violencia por todos los rincones de nuestros cuerpos. Tu lengua me baño por completo de su humedad y tus dientes mordieron una y mil veces cualquier espacio de carne que encontraba entre mis movimientos. Sentíamos cómo el cuarto daba miles y miles de vueltas haciéndonos perder la noción de espacio, tiempo, formas o sentimientos. Creo que aquella noche nos convertimos en algo parecido a un par de caníbales hambrientos que con cada choque de bocas, con cada roce de cuerpos y con cada jadeo expulsado, daban la impresión de estar sumergidos en una lucha carnívora más que en una sesión amatoria y romántica. Fue la primera y única vez en la que realmente sentí que nuestros más profundos sentimientos de deseo se manifestaron de manera honesta, distinta de aquellas oportunidades cuando los postergábamos con estúpidos orgullos de seres indomables. Te arranqué con furia el sostén y tus grandiosos senos saltaron al vacío moviéndose con gracia. Empecé a disfrutarlos con virulencia y vigorosidad, las mismas que no tenía en las mañanas de cada día cuando despertábamos y antes de despegar nuestros adormilados cuerpos de entre las sábanas, me tomabas de la cabeza, te quitabas la pijama y pegabas mi rostro a tus pechos para dejarme succionarlos por largos minutos como si fuese un bebe recién nacido. Te levanté las piernas y casi con brusquedad te despojé de aquella sexy y diminuta trusa color blanca que llevabas puesta y comencé a acariciar tu intimidad con mis labios, besándote con pasión adolescente y moviendo mi lengua como una serpiente para que puedas sentirla y disfrutarla dentro de ti. De repente, en la única ocasión que recuerdo de alguna iniciativa tuya en nuestros revuelcos de la intimidad, me cogiste por el rostro y me dijiste: “¡Ponte de pie Pancho!”. Aturdido por mi estado de ebriedad y casi sin entender lo que buscabas hacer, te obedecí y me puse de pie con las dificultades que suponían el tratar de hacerlo en estado etílico. A cambio, recibí de tu parte uno de los mayores gozos que la vida me ha podido dar: sentir tus labios, tu lengua, tu paladar y tus encías acariciándome la masculinidad y elevándome hasta un desconocido éxtasis libidinoso. Pensé por unos instantes que aquel era mi mayor momento de satisfacción varonil a tu lado, pero mientras tus dientes rozaban un poco mi bálano, me miraste con tus feroces ojos marrones y me hiciste saber que ese momento no le pertenecía a nadie más que a ti, porque contenía la mayor carga de tu autoridad sobre mí al tenerme controlado por completo en lo físico y en lo psicológico. Me aturdió tu mirada, es verdad. Aún en esos momentos de ebriedad y de lascivia, era incapaz de mostrarme sereno ante los efectos de tu poderosa mirada y tu poderosa boca, Elena. Esperaste paciente a que alcance mi clímax, me pediste por favor que lo haga. Te juro que quise hacerlo, Elena, pero no podía. Le eché la culpa a mi enfermizo gusto por postergar el máximo tiempo posible mi clímax. “Entonces me quedaré aquí el tiempo que sea necesario” me dijiste. No te contradije. Levanté el rostro al cielo y en un ademán de agradecimiento cerré los ojos y seguí disfrutando de tan deliciosa libación. Cuando vi que no había forma en la que pueda vaciar mi simiente en tu boca, tal como lo deseabas, cargué tu precioso cuerpo desnudo y lo arrojé sobre la cama mirándote con imperio. Te ordené abrir las piernas y me eché sobre tu cuerpo. Tú me abrazaste muy fuerte diciéndome que me pegase a ti y que nunca me vaya. Tus piernas rodearon mi cintura y tus dientes se clavaron en mis hombros mientras con la violencia digna de dos amantes ebrios de amor y de pasión nos movíamos con vigor, consumando nuestra historia en cada penetración, asesinando con furor nuestras barreras personales en un vaivén de choques genitales que nos hicieron olvidar por completo de la existencia del mundo entero, creyendo por primera vez que lo nuestro era verdadero y que aquel sentimiento que nos unía era eterno. Después de pasar varios minutos con nuestro meneo demencial, cambiamos de posición, tú te apostaste encima de mi cuerpo para controlar más la situación y dar una cuota de esfuerzo a la locura lujuriosa en la que se había convertido aquella noche de cumpleaños. Tus movimientos también se volvieron violentos cada vez que ibas pasando más tiempo encima. Mientras lo hacías no dejabas de mirarme a los ojos y con cada caída encima de mi pelvis me ibas diciendo que yo era sólo tuyo y que nunca sería de nadie más. Yo te respondía que sí, que era tuyo y que nunca sería de nadie más. Me tomaste por la barbilla y mientras golpeabas mi cuerpo con tu cuerpo, con las palabras sofocadas por los movimientos que hacías y con la vigorosidad de una hembra en celo que llega al punto máximo de su excitación, me dijiste aquellas palabras jadeantes que ahora tanto recuerdo: “Tú-nun-ca-se-rás-de-o-tra.” Y yo con el aliento contenido, clavé también mis ojos en los tuyos y casi con furia te dije: “¡Nunca!”. Así seguimos casi hasta el amanecer, retozando nuestros cuerpos en una bulliciosa y furibunda lucha que más parecía el producto del deseo de asesinar los demonios que teníamos y que no nos dejaban avanzar con nuestra historia. Esa noche hicimos el amor con la fuerza y la cólera que nos daban los deseos postergados el uno por el otro. Saldamos nuestras cuentas pendientes de una forma salvaje y rudimentaria. Ya no importaba cuánto me gustabas o cuánto me excitaba tu precioso cuerpo. Ya no importaba cuánto te aferrabas a mí en tu naufragio sentimental. Sólo importaba la honestidad con la que nos estábamos poseyendo y la fluidez de nuestros verdaderos sentimientos. Tus subidas y caídas encima de mi cuerpo no culminaban y tú te mostraste cansada. Tu cuerpo sudoroso mojó al mío con vehemencia y tus besos desesperados, cual si fuesen los últimos que estarías dando en tu vida, me decían que a pesar de eso no querías parar. Te echaste boca abajo sobre la desordenada cama, mostrándome las bondades de tu espalda desnuda y de tus piernas homicidas. Nos unimos nuevamente formando un solo cuerpo, tú de espaldas a mí y abrazando la cama, yo cubriéndote toda la espalda con mi cuerpo y abrazándote mientras ambos jadeábamos como botando nuestros últimos alientos de vida. Ya para ese momento nos encontrábamos en los límites de nuestra capacidad de resistencia al placer (yo por lo menos sentía que ya no podía resistirme más al deleite de una buena culminación de toda aquella fogosidad), y ambos llegamos al clímax orgásmico con todo el gozo que nuestros sentidos nos pudieron dar. No nos importó ninguna regla de buen resguardo sexual. No nos interesaron las normas de cuidado y de planificación familiar. No pensamos siquiera en la posibilidad de privarnos del deleite de completar hasta el último segundo aquella jornada de verdadera entrega mutua. No quisimos desaprovechar ningún instante de la primera vez en la que hicimos verdaderamente el amor, en la que nos poseímos con una honestidad bravía, y nuestros gritos alocados y desesperados inundaron cada rincón de nuestra casa. Ahora, desde mi enclaustramiento voluntario, te digo que aquella fue la primera vez que tuve las agallas suficientes para descargar mi simiente dentro del cuerpo de una mujer, Elena. No sé si fue por el descontrol producido por el alcohol o simplemente por el descuido y despreocupación que me generaban el hecho de sentirme plenamente complacido a tu lado, pero lo hice y no tuve ningún empacho en hacerlo. Me deleité con aquel rico estrujamiento hormonal producido por el placer que me daba tu cuerpo. Aún no cruzaba por mi mente la idea de paternidad y el sólo hecho de pensar en la responsabilidad que eso me acarrearía me causaba una sensación de temor y cobardía únicas, pero... ¡qué chucha! Cuando dos personas hacen el amor de una forma tan maravillosa y son amenizados por el alcohol y la pasión desbordada, no existen paternidades no deseadas que impidan el goce de un buen orgasmo completo. Además, es probable que todos nosotros estemos en este mundo gracias a enredamientos de cuerpos como el que tú y yo tuvimos aquella noche, la más importante de nuestra historia. Nos abrazamos con fuerza mientras temblábamos de satisfacción y nos quedamos tumbamos en la cama, fascinados, diciendo una y otra vez: “woww!”. Los efectos del alcohol regresaron y el cuarto empezó a dar miles de vueltas nuevamente a nuestro alrededor. Finalmente nos acomodamos como dos niños inocentes y nos quedamos profundamente dormidos no sé hasta qué ahora.
Las semanas que llegaron después de aquella maravillosa noche, se convirtieron en un compendio de virtudes y defectos de pareja establecida. Problemas caseros, problemas económicos, pequeñas alegrías, pequeñas decepciones, algunas desavenencias; pero en general, nada que no se parezca a una convivencia de pareja plena y enrumbada. Pero sobre todo, empezamos a disfrutarnos más.
Nos levantábamos muy temprano, a veces faltando dos horas para que el sol comience a despuntar sus primeros rayos, con el único propósito de ganarle tiempo al tiempo y poder enredar nuevamente nuestros cuerpos en el juego amatorio. Algunos días yo pecaba de imprudente e interrumpía tu sueño con mis besos y mis caricias, invitándote con impaciencia a unirte a mis ansiosas pretensiones de amores matinales para empezar el día con tu aroma y con tu sabor en mi cuerpo. Algunos días tú simplemente te abalanzabas sobre mí mientras me encontraba profundamente dormido y me abrazabas fuerte por largos minutos hasta que me despertabas por completo y empezábamos otra vez con el arrebato diario de nuestros refriegos carnales. Y cuando las horas pasaban y en las tardes nos encontrábamos nuevamente a solas después de haber cumplido con nuestros deberes laborales, corríamos a la recámara para volver a poseernos con ansiedad.
También sucedía que mutuamente fuimos descubriéndonos más. Comencé a conocer a fondo tu carácter posesivo y tú fuiste aprendiendo a hallar cada día alguna pieza perdida del rompecabezas de mi personalidad altisonante.
Así, sucedió que en la mañana de un soleado fin de semana, cuando aquel amigo entrañable que nos llevó a casa aquella noche maravillosa de tu cumpleaños nos invitó a visitar las instalaciones de su fabulosa fábrica de alimentos en las afueras de la ciudad, yo me encontraba atolondrado por un contratiempo académico que a todas luces podría convertirse en un constante dolor de cabeza si es que no le encontraba una rápida solución. Gracias a Dios que por aquellos tiempos aún existían personas que estaban dispuestas a auxiliarme con estos avatares y una de ellas me sugirió que mantuviéramos constante comunicación telefónica para coordinar bien las diligencias a realizar en pro del buen termino de aquel problema. Yo fui muy disciplinado con aquella sugerencia y la llamaba toda las noches y hablaba con ella por algunos minutos para que me ponga al tanto de lo que estaba sucediendo, no sintiendo en ningún momento que eso podría molestarte ya que se trataba de una cuestión meramente de necesidad y de deber antes que de deseo. Sin embargo tú opinabas de distinta manera. Para ti, yo no debía ni tenía la necesidad de llamar a aquella persona que me estaba ayudando a solucionar aquel problema. Creías que se trataba de una falta de respeto hacia ti y que de una u otra forma eso significaba que poca o nula era la consideración que yo te tenía, Elena.
Al principio sólo me mirabas con reprobación mientras yo realizaba la llamada, esperando talvez que mi sentido común me haga notar sin ayudas, lo mal que me estaba portando contigo al mantener aquella constante comunicación con esa persona que me estaba ayudando. Puedo asegurar sin temor a equivocarme que aquel enojo que sentías se debía en gran parte a que conocías de una pequeña aventurilla que en el pasado había vivido con aquella buena persona que ahora me ayudaba sin esperar nada a cambio, y con la que ahora yo no buscaba otra cosa más que su mano salvadora para el gran problema académico que tenía. Después, al ir pasando los días tu rostro adusto y de desaprobación fue dando paso a crudas frases de reproche por lo desconsiderado que era cada vez que recordaba que ya era hora de hacer la bendita llamada diaria, y te decía: “espera un ratito que voy a llamar a la persona que me está ayudando con este problema”. Te juro, Elena, que nunca fue mi intención faltarte el respeto ni mostrarme como una persona descortés contigo al hacer aquellas llamadas.
Aquella soleada mañana nuestro amigo tocó a la puerta y con todo el carisma que tenía nos dijo que ya era hora de irnos a su fábrica y que nos apresurásemos. Tú te demorabas en prepararte y yo, impaciente como siempre, comencé a hostigarte con mis “apúrate Eli”. Fue entonces cuando decidí sacarle provecho a tu demora y decidí hacer la llamada diaria a la persona que a lo lejos me ayudaba con el problema que tenía. En ese preciso momento terminaste de arreglarte y anunciaste que estabas lista para bajar y unirnos nuestros amigos que, junto con nuestro entrañable amigo, nos esperaban en una camioneta. Te dije que si ya nos esperaron más de quince minutos por tu causa, bien podía esperarnos un par de minutos más por una buena causa como la solución del problema que tenía. “¡No quiero que llames más a esa mujer!”, gritaste entonces con un tono de voz que nunca había escuchado y que me causó un gran sobresalto. La situación empezó a ponerse tensa nuevamente provocándome las mismas sensaciones que de pequeño me causaban los gritos que me mi madre me daba cuando hacía algo mal. Bajé el teléfono con el ánimo de colgar, pero inmediatamente caí en cuenta que si lo hacía, mi estatus de macho que se respeta quedaría vapuleado y arrastrado por el sucio suelo de aquella árido región donde vivíamos. “¡Si vuelves a hablarme así tendrás un gran problema conmigo!”, te advertí con un grueso grito, tratando de equiparar el chillido que habías soltado. Te quedaste en silencio por unos momentos esperando que termine de hablar y efectivamente lo hice en menos de dos minutos. Cuando colgué el auricular volteé hacia ti y reconocí aquella mirada inquisidora con la cual me demostrabas que estabas muy enojada. Me di cuenta que ese problema no iba a tener solución sino hasta que nuevamente tengamos una larga conversación y lleguemos a algún acuerdo, lo que francamente no estaba dispuesto a hacer, especialmente en esos momentos en los que debíamos apresurarnos en bajar y darle el encuentro a nuestros amigos que, seguramente, ya se impacientaban por nuestra demora. Intenté entonces pasar en dirección a la puerta y me cerraste el paso. “No quiero hablar ahora, Eli. Déjame pasar”, te dije y sin embargo tú no te moviste un solo centímetro. Fue entonces cuando hice el movimiento más lamentable de mi vida, no porque fuese uno desmedidamente brutal y dañino, sino porque fue aquel que marcó el inicio de la etapa más turbia de nuestra historia: te tomé por los hombros y elevándote un poco te puse a un costado, y pasé con dirección al baño. Una vez allí me lavé un poco la cara y nuevamente me miré al espejo diciéndome que debía estar loco para soportar a una mujer tan opresiva, controladora y posesiva como tú. Cuando salí, ya no te encontré en la casa y supuse que ya debías haber bajado, así que tomé mi chaqueta y mis lentes de sol, y salí de la casa con dirección a la camioneta donde todos ustedes se encontraban.
“¡Epa compadre. Ya era hora, hombre!”, me dijo nuestro amigo cuando llegué a la camioneta. “Por favor siéntate conmigo adelante”. Ese fue el primer indicio de extrañeza que tuve de aquella circunstancia, ya que era muy raro que nuestro amigo permitiese que quien vaya en el asiento del copiloto fuese alguien distinto a Chabela, de quien se había enamorado perdidamente. Subí entonces al vehículo y grande fue mi sorpresa cuando al voltear te vi rodeada por Chabela, Rosa y Elvira, quienes parecían consolarte por algo mientras tú derramabas gruesas lágrimas. Mi cabeza entonces se sumió en una considerable confusión y sospeché que todo eso tenía algo que ver con el pequeño incidente que acabábamos de tener en casa.
Aquel día la pasamos bien, para qué negarlo. Conocimos muchos lugares y nos maravillamos con muchos parajes espectaculares. Sin embargo, casi no nos hablamos el uno al otro. Tú te concentraste más en quedarte a solas en la camioneta mientras nosotros vivíamos a plenitud las maravillas que nos ofrecía aquella hermosa fábrica que tenía nuestro amigo a las afueras de la ciudad. Al regresar a la casa, ya sabía lo que probablemente me esperaba en los interiores de nuestra alcoba, así que decidí no malograr tan rápido mi noche y acepté la invitación de Elvira para salir a comer una pizza y simplemente me fui sin avisarte. Mientras conversaba con ella después de mucho tiempo, mencionó que tenía algo muy grave que reclamarme, algo que me delataba como un miserable abusador y que definitivamente hacía que ella evalúe bien la continuidad del cariño y la amistad que me entregaba desde hacía muchos años.
“¿Cómo le pudiste hacer una cosa así a Eli, Pancho?, me dijo. “O sea, no es santa de mi devoción ¿ya?, pero igual creo que a una mujer no se la toca ni con el pétalo de una rosa”.
“¿De qué estás hablando Elvi?”
“¡De la golpiza que le diste a tu novia pues!”
“¿¡Qué!? ¿De donde sacas semejante barbaridad, mujer?”
“Hoy Eli bajó llorando y nos dijo que la habías golpeado. Que te descubrió hablando con otra y la golpeaste cuando te reclamó”.
En esos momentos mis ojos se abrieron más de lo debido y mis venas se inflamaron con mi sangre en plena ebullición. ¿Cómo era posible que me calumniaras de esa forma frente a nuestras amistades, Elena? Elvira se dio cuenta al instante de mi estado y me aconsejó que no cometa ninguna tontería. Le dije que ella, como la persona que más me conocía en aquel grupo, sabía muy bien que yo era incapaz de agredir físicamente a una mujer. Ella asintió y me pidió disculpas por haber dudado de mí, pero que pensó que era su deber el ponerse del lado de su congénere para hacer espíritu de cuerpo. Entonces me despedí pidiendo las disculpas del caso. Prometí que no iba a hacer ninguna tontería o alguna acción de la que me podría arrepentir después. Rápidamente llegué a la casa y entré en ella como un energúmeno. Tú estabas acostada en la cama viendo una novela en la televisión y te exaltaste al escuchar el gran ruido que hice al entrar. “¿¡Quién carajos te has creído para hacerme quedar mal con esas personas!?”, grité. Tú también empezaste a gritar aduciendo que no sabías de qué te hablaba. Te dije que Elvira ya me había contado todo y que era estúpido que tratases de negarlo. Tú seguías gritando mientras llorabas sin control. Dijiste que Elvira era una falsa, que sea lo que sea que me haya dicho sobre ti era mentira. Te dije que me parecía despreciable que mientas diciendo que te había golpeado, sólo para castigar mi orgullo. “¡Yo nunca dije eso!”, me aseguraste. Los gritos, reproches, riñas y reclamos continuaron por casi una hora. Ambos estábamos rojos de cólera y casi ya no teníamos fuerzas para seguir discutiendo. “Sólo te digo que eres una maldita psicótica”, culminé e inmediatamente empecé a empacar mis maletas con el firme propósito de largarme de aquella casa y de tu lado. Claro que en el fondo no pensaba hacerlo, pero sí quería asustarte y demostrarte que acciones tan malvadas como la que hiciste aquel día, siempre tienen malas repercusiones.
Mientras yo me encontraba concentrado en empacar mis cosas, pensando en cómo darte la mejor lección posible, tú te encerraste en el baño a llorar. No me importaba. Sabía que todo eso era parte de tu teatro para manipularme y simplemente hice oídos sordos a tu crisis. Cuando terminé de doblar y acomodar, me pregunté qué podía hacer ahora, ¿irme? ¿a dónde? De repente saliste del baño y buscaste hablarme. Yo no te hice caso ni te respondía. Hiciste un monólogo ininteligible y después de vaciar un mar de frases inconexas, pronunciaste las palabras que hasta ahora me queman y laceran cada vez que te recuerdo: “Estoy embarazada”. Y entonces nuestro mundo y nuestra historia dieron un giro de trescientos sesenta grados.
Uno de nuestros amigos tuvo la gentileza y la fineza de ofrecerse para llevarnos a casa esa noche después de la grandiosa fiesta que hubo por tu cumpleaños en aquel pequeño pero acogedor club del centro de la ciudad. Era un amigo entrañable al que ahora recuerdo con mucha nostalgia y al que también perdí por ser tan poco condescendiente con el cariño que tanto me prodigó durante aquel tiempo. Te pido por favor que cuando hables con él –ya que estoy seguro que tú sí supiste valorar su amistad–, le mandes mis saludos y mis más sinceras gratitudes por todo el apoyo y amor que siempre nos brindó.
La cantidad exagerada de licor que habíamos ingerido durante la fiesta nos había pasado la factura y ambos nos tumbamos en los asientos traseros del hermoso carro que tenía nuestro amigo. Nuestra ebriedad era tal, que no podíamos siquiera pronunciar bien las palabras con las que queríamos seguir la conversación de nuestro benefactor y sólo nos dedicamos a balbucear frases ininteligibles e inconexas. No quiero imaginar ahora lo que puede haber estado pensando aquel amigo nuestro mientras nos escuchaba hablarle de una forma tan ridícula. De seguro debe haberse muerto de la risa en cuanto ya no nos tuvo cerca o quizá lo hizo en ese mismo momento. ¿Quién sabe? Yo ni siquiera puedo recordar muy bien de qué trataba nuestro tema de conversación con él en esos momentos.
Una vez llegados a la casa, nos despedimos de nuestro amigo quien se mostró preocupado por la forma en la que pretendíamos llegar a nuestros aposentos. “No te preocupesh comphañero”, le dije, “creo que ya hicishte shufishiente con traernosh. Ahora déjame llevar a esta shica a dentro y sheguir shelebrando shu cumpleañosh, ¡hic!”, le dije y él emitió una sonora carcajada, me guiñó el ojo, subió a su vehículo y, levantando la mano, se alejó en medio de la madrugada.
¡Demonios, Elena! Te veías tan hermosa esa noche, que no puedo evitar repetirlo una vez más en esta carta. Aquella translúcida blusita roja que elegantemente vestías, combinada con aquel pantalón negro licrado que tan bien se ajustaba a tus piernas y glúteos, demostrando una vez más que tenías unas hermosas piernas y un maravilloso y celestial poto, hicieron que me olvide por unos minutos del alcohol que recorría mis venas a velocidades indescriptibles, y te mire con éxtasis mientras te llevaba en mis brazos hacia la recamara, haciendo incluso que no me fije bien en el camino ni en la estructura del suelo que estaba pisando, por lo que me tropecé con algo que no pude ver y ambos caímos estrepitosamente sobre la alfombra del pasadizo. ¡Cómo nos reímos en ese momento mientras a duras penas tratábamos de levantarnos, Elena. Hasta que por la gracia divina, pudimos llegar hasta nuestros aposentos e intentamos descansar.
“Quítame la ropa”, me dijiste e imprudentemente esperé a que me dijeras algo más. Talvez lo hice por la necesidad que tenía en esos momentos de escuchar alguna petición directa de tu parte. Alguna frase que me indique qué hacer, qué es lo que realmente querías o deseabas, y no sólo actuar según mi criterio, obligándote a soportar mi proceder según mis propios términos. Pero al cabo de unos segundos te hice caso. Con diligencia te quité aquella hermosa blusa roja translúcida y aquel pantalón negro licrado y me quedé prendado –una vez más– de las formas de tu bello cuerpo atrapado en aquellas diminutas prendas interiores (sé que ya lo mencioné antes, pero quiero hacerlo nuevamente: tu cuerpo tan bien formado, tan bien esculturado y tan finamente diseñado, Elena). Sentí entonces un fuerte impulso de deseo al disfrutar de una vista tan portentosa y tan sensual. No me atreví a hacerte ningún requerimiento porque ya conocía tu habitual flojera para las artes de la intimidad. Al parecer entendías que tan hermoso cuerpo no necesitaba hacer esfuerzo alguno por complacer a nadie. Que con su belleza era suficiente y que quien tenga el honor de poseerlo debería tenerse por complacido sólo por ese placer. Empezamos a besarnos frenéticamente impulsados por las grandes cantidades de alcohol ingeridas en la fiesta de tu cumpleaños. Te tomé el rostro y con una extraña voz de autoridad te dije que eras mía y que nunca podrías ser de nadie más. Tú me respondiste que sí, que nunca serías de nadie más, que siempre serías mía. Nuestros besos se sucedían casi con violencia por todos los rincones de nuestros cuerpos. Tu lengua me baño por completo de su humedad y tus dientes mordieron una y mil veces cualquier espacio de carne que encontraba entre mis movimientos. Sentíamos cómo el cuarto daba miles y miles de vueltas haciéndonos perder la noción de espacio, tiempo, formas o sentimientos. Creo que aquella noche nos convertimos en algo parecido a un par de caníbales hambrientos que con cada choque de bocas, con cada roce de cuerpos y con cada jadeo expulsado, daban la impresión de estar sumergidos en una lucha carnívora más que en una sesión amatoria y romántica. Fue la primera y única vez en la que realmente sentí que nuestros más profundos sentimientos de deseo se manifestaron de manera honesta, distinta de aquellas oportunidades cuando los postergábamos con estúpidos orgullos de seres indomables. Te arranqué con furia el sostén y tus grandiosos senos saltaron al vacío moviéndose con gracia. Empecé a disfrutarlos con virulencia y vigorosidad, las mismas que no tenía en las mañanas de cada día cuando despertábamos y antes de despegar nuestros adormilados cuerpos de entre las sábanas, me tomabas de la cabeza, te quitabas la pijama y pegabas mi rostro a tus pechos para dejarme succionarlos por largos minutos como si fuese un bebe recién nacido. Te levanté las piernas y casi con brusquedad te despojé de aquella sexy y diminuta trusa color blanca que llevabas puesta y comencé a acariciar tu intimidad con mis labios, besándote con pasión adolescente y moviendo mi lengua como una serpiente para que puedas sentirla y disfrutarla dentro de ti. De repente, en la única ocasión que recuerdo de alguna iniciativa tuya en nuestros revuelcos de la intimidad, me cogiste por el rostro y me dijiste: “¡Ponte de pie Pancho!”. Aturdido por mi estado de ebriedad y casi sin entender lo que buscabas hacer, te obedecí y me puse de pie con las dificultades que suponían el tratar de hacerlo en estado etílico. A cambio, recibí de tu parte uno de los mayores gozos que la vida me ha podido dar: sentir tus labios, tu lengua, tu paladar y tus encías acariciándome la masculinidad y elevándome hasta un desconocido éxtasis libidinoso. Pensé por unos instantes que aquel era mi mayor momento de satisfacción varonil a tu lado, pero mientras tus dientes rozaban un poco mi bálano, me miraste con tus feroces ojos marrones y me hiciste saber que ese momento no le pertenecía a nadie más que a ti, porque contenía la mayor carga de tu autoridad sobre mí al tenerme controlado por completo en lo físico y en lo psicológico. Me aturdió tu mirada, es verdad. Aún en esos momentos de ebriedad y de lascivia, era incapaz de mostrarme sereno ante los efectos de tu poderosa mirada y tu poderosa boca, Elena. Esperaste paciente a que alcance mi clímax, me pediste por favor que lo haga. Te juro que quise hacerlo, Elena, pero no podía. Le eché la culpa a mi enfermizo gusto por postergar el máximo tiempo posible mi clímax. “Entonces me quedaré aquí el tiempo que sea necesario” me dijiste. No te contradije. Levanté el rostro al cielo y en un ademán de agradecimiento cerré los ojos y seguí disfrutando de tan deliciosa libación. Cuando vi que no había forma en la que pueda vaciar mi simiente en tu boca, tal como lo deseabas, cargué tu precioso cuerpo desnudo y lo arrojé sobre la cama mirándote con imperio. Te ordené abrir las piernas y me eché sobre tu cuerpo. Tú me abrazaste muy fuerte diciéndome que me pegase a ti y que nunca me vaya. Tus piernas rodearon mi cintura y tus dientes se clavaron en mis hombros mientras con la violencia digna de dos amantes ebrios de amor y de pasión nos movíamos con vigor, consumando nuestra historia en cada penetración, asesinando con furor nuestras barreras personales en un vaivén de choques genitales que nos hicieron olvidar por completo de la existencia del mundo entero, creyendo por primera vez que lo nuestro era verdadero y que aquel sentimiento que nos unía era eterno. Después de pasar varios minutos con nuestro meneo demencial, cambiamos de posición, tú te apostaste encima de mi cuerpo para controlar más la situación y dar una cuota de esfuerzo a la locura lujuriosa en la que se había convertido aquella noche de cumpleaños. Tus movimientos también se volvieron violentos cada vez que ibas pasando más tiempo encima. Mientras lo hacías no dejabas de mirarme a los ojos y con cada caída encima de mi pelvis me ibas diciendo que yo era sólo tuyo y que nunca sería de nadie más. Yo te respondía que sí, que era tuyo y que nunca sería de nadie más. Me tomaste por la barbilla y mientras golpeabas mi cuerpo con tu cuerpo, con las palabras sofocadas por los movimientos que hacías y con la vigorosidad de una hembra en celo que llega al punto máximo de su excitación, me dijiste aquellas palabras jadeantes que ahora tanto recuerdo: “Tú-nun-ca-se-rás-de-o-tra.” Y yo con el aliento contenido, clavé también mis ojos en los tuyos y casi con furia te dije: “¡Nunca!”. Así seguimos casi hasta el amanecer, retozando nuestros cuerpos en una bulliciosa y furibunda lucha que más parecía el producto del deseo de asesinar los demonios que teníamos y que no nos dejaban avanzar con nuestra historia. Esa noche hicimos el amor con la fuerza y la cólera que nos daban los deseos postergados el uno por el otro. Saldamos nuestras cuentas pendientes de una forma salvaje y rudimentaria. Ya no importaba cuánto me gustabas o cuánto me excitaba tu precioso cuerpo. Ya no importaba cuánto te aferrabas a mí en tu naufragio sentimental. Sólo importaba la honestidad con la que nos estábamos poseyendo y la fluidez de nuestros verdaderos sentimientos. Tus subidas y caídas encima de mi cuerpo no culminaban y tú te mostraste cansada. Tu cuerpo sudoroso mojó al mío con vehemencia y tus besos desesperados, cual si fuesen los últimos que estarías dando en tu vida, me decían que a pesar de eso no querías parar. Te echaste boca abajo sobre la desordenada cama, mostrándome las bondades de tu espalda desnuda y de tus piernas homicidas. Nos unimos nuevamente formando un solo cuerpo, tú de espaldas a mí y abrazando la cama, yo cubriéndote toda la espalda con mi cuerpo y abrazándote mientras ambos jadeábamos como botando nuestros últimos alientos de vida. Ya para ese momento nos encontrábamos en los límites de nuestra capacidad de resistencia al placer (yo por lo menos sentía que ya no podía resistirme más al deleite de una buena culminación de toda aquella fogosidad), y ambos llegamos al clímax orgásmico con todo el gozo que nuestros sentidos nos pudieron dar. No nos importó ninguna regla de buen resguardo sexual. No nos interesaron las normas de cuidado y de planificación familiar. No pensamos siquiera en la posibilidad de privarnos del deleite de completar hasta el último segundo aquella jornada de verdadera entrega mutua. No quisimos desaprovechar ningún instante de la primera vez en la que hicimos verdaderamente el amor, en la que nos poseímos con una honestidad bravía, y nuestros gritos alocados y desesperados inundaron cada rincón de nuestra casa. Ahora, desde mi enclaustramiento voluntario, te digo que aquella fue la primera vez que tuve las agallas suficientes para descargar mi simiente dentro del cuerpo de una mujer, Elena. No sé si fue por el descontrol producido por el alcohol o simplemente por el descuido y despreocupación que me generaban el hecho de sentirme plenamente complacido a tu lado, pero lo hice y no tuve ningún empacho en hacerlo. Me deleité con aquel rico estrujamiento hormonal producido por el placer que me daba tu cuerpo. Aún no cruzaba por mi mente la idea de paternidad y el sólo hecho de pensar en la responsabilidad que eso me acarrearía me causaba una sensación de temor y cobardía únicas, pero... ¡qué chucha! Cuando dos personas hacen el amor de una forma tan maravillosa y son amenizados por el alcohol y la pasión desbordada, no existen paternidades no deseadas que impidan el goce de un buen orgasmo completo. Además, es probable que todos nosotros estemos en este mundo gracias a enredamientos de cuerpos como el que tú y yo tuvimos aquella noche, la más importante de nuestra historia. Nos abrazamos con fuerza mientras temblábamos de satisfacción y nos quedamos tumbamos en la cama, fascinados, diciendo una y otra vez: “woww!”. Los efectos del alcohol regresaron y el cuarto empezó a dar miles de vueltas nuevamente a nuestro alrededor. Finalmente nos acomodamos como dos niños inocentes y nos quedamos profundamente dormidos no sé hasta qué ahora.
Las semanas que llegaron después de aquella maravillosa noche, se convirtieron en un compendio de virtudes y defectos de pareja establecida. Problemas caseros, problemas económicos, pequeñas alegrías, pequeñas decepciones, algunas desavenencias; pero en general, nada que no se parezca a una convivencia de pareja plena y enrumbada. Pero sobre todo, empezamos a disfrutarnos más.
Nos levantábamos muy temprano, a veces faltando dos horas para que el sol comience a despuntar sus primeros rayos, con el único propósito de ganarle tiempo al tiempo y poder enredar nuevamente nuestros cuerpos en el juego amatorio. Algunos días yo pecaba de imprudente e interrumpía tu sueño con mis besos y mis caricias, invitándote con impaciencia a unirte a mis ansiosas pretensiones de amores matinales para empezar el día con tu aroma y con tu sabor en mi cuerpo. Algunos días tú simplemente te abalanzabas sobre mí mientras me encontraba profundamente dormido y me abrazabas fuerte por largos minutos hasta que me despertabas por completo y empezábamos otra vez con el arrebato diario de nuestros refriegos carnales. Y cuando las horas pasaban y en las tardes nos encontrábamos nuevamente a solas después de haber cumplido con nuestros deberes laborales, corríamos a la recámara para volver a poseernos con ansiedad.
También sucedía que mutuamente fuimos descubriéndonos más. Comencé a conocer a fondo tu carácter posesivo y tú fuiste aprendiendo a hallar cada día alguna pieza perdida del rompecabezas de mi personalidad altisonante.
Así, sucedió que en la mañana de un soleado fin de semana, cuando aquel amigo entrañable que nos llevó a casa aquella noche maravillosa de tu cumpleaños nos invitó a visitar las instalaciones de su fabulosa fábrica de alimentos en las afueras de la ciudad, yo me encontraba atolondrado por un contratiempo académico que a todas luces podría convertirse en un constante dolor de cabeza si es que no le encontraba una rápida solución. Gracias a Dios que por aquellos tiempos aún existían personas que estaban dispuestas a auxiliarme con estos avatares y una de ellas me sugirió que mantuviéramos constante comunicación telefónica para coordinar bien las diligencias a realizar en pro del buen termino de aquel problema. Yo fui muy disciplinado con aquella sugerencia y la llamaba toda las noches y hablaba con ella por algunos minutos para que me ponga al tanto de lo que estaba sucediendo, no sintiendo en ningún momento que eso podría molestarte ya que se trataba de una cuestión meramente de necesidad y de deber antes que de deseo. Sin embargo tú opinabas de distinta manera. Para ti, yo no debía ni tenía la necesidad de llamar a aquella persona que me estaba ayudando a solucionar aquel problema. Creías que se trataba de una falta de respeto hacia ti y que de una u otra forma eso significaba que poca o nula era la consideración que yo te tenía, Elena.
Al principio sólo me mirabas con reprobación mientras yo realizaba la llamada, esperando talvez que mi sentido común me haga notar sin ayudas, lo mal que me estaba portando contigo al mantener aquella constante comunicación con esa persona que me estaba ayudando. Puedo asegurar sin temor a equivocarme que aquel enojo que sentías se debía en gran parte a que conocías de una pequeña aventurilla que en el pasado había vivido con aquella buena persona que ahora me ayudaba sin esperar nada a cambio, y con la que ahora yo no buscaba otra cosa más que su mano salvadora para el gran problema académico que tenía. Después, al ir pasando los días tu rostro adusto y de desaprobación fue dando paso a crudas frases de reproche por lo desconsiderado que era cada vez que recordaba que ya era hora de hacer la bendita llamada diaria, y te decía: “espera un ratito que voy a llamar a la persona que me está ayudando con este problema”. Te juro, Elena, que nunca fue mi intención faltarte el respeto ni mostrarme como una persona descortés contigo al hacer aquellas llamadas.
Aquella soleada mañana nuestro amigo tocó a la puerta y con todo el carisma que tenía nos dijo que ya era hora de irnos a su fábrica y que nos apresurásemos. Tú te demorabas en prepararte y yo, impaciente como siempre, comencé a hostigarte con mis “apúrate Eli”. Fue entonces cuando decidí sacarle provecho a tu demora y decidí hacer la llamada diaria a la persona que a lo lejos me ayudaba con el problema que tenía. En ese preciso momento terminaste de arreglarte y anunciaste que estabas lista para bajar y unirnos nuestros amigos que, junto con nuestro entrañable amigo, nos esperaban en una camioneta. Te dije que si ya nos esperaron más de quince minutos por tu causa, bien podía esperarnos un par de minutos más por una buena causa como la solución del problema que tenía. “¡No quiero que llames más a esa mujer!”, gritaste entonces con un tono de voz que nunca había escuchado y que me causó un gran sobresalto. La situación empezó a ponerse tensa nuevamente provocándome las mismas sensaciones que de pequeño me causaban los gritos que me mi madre me daba cuando hacía algo mal. Bajé el teléfono con el ánimo de colgar, pero inmediatamente caí en cuenta que si lo hacía, mi estatus de macho que se respeta quedaría vapuleado y arrastrado por el sucio suelo de aquella árido región donde vivíamos. “¡Si vuelves a hablarme así tendrás un gran problema conmigo!”, te advertí con un grueso grito, tratando de equiparar el chillido que habías soltado. Te quedaste en silencio por unos momentos esperando que termine de hablar y efectivamente lo hice en menos de dos minutos. Cuando colgué el auricular volteé hacia ti y reconocí aquella mirada inquisidora con la cual me demostrabas que estabas muy enojada. Me di cuenta que ese problema no iba a tener solución sino hasta que nuevamente tengamos una larga conversación y lleguemos a algún acuerdo, lo que francamente no estaba dispuesto a hacer, especialmente en esos momentos en los que debíamos apresurarnos en bajar y darle el encuentro a nuestros amigos que, seguramente, ya se impacientaban por nuestra demora. Intenté entonces pasar en dirección a la puerta y me cerraste el paso. “No quiero hablar ahora, Eli. Déjame pasar”, te dije y sin embargo tú no te moviste un solo centímetro. Fue entonces cuando hice el movimiento más lamentable de mi vida, no porque fuese uno desmedidamente brutal y dañino, sino porque fue aquel que marcó el inicio de la etapa más turbia de nuestra historia: te tomé por los hombros y elevándote un poco te puse a un costado, y pasé con dirección al baño. Una vez allí me lavé un poco la cara y nuevamente me miré al espejo diciéndome que debía estar loco para soportar a una mujer tan opresiva, controladora y posesiva como tú. Cuando salí, ya no te encontré en la casa y supuse que ya debías haber bajado, así que tomé mi chaqueta y mis lentes de sol, y salí de la casa con dirección a la camioneta donde todos ustedes se encontraban.
“¡Epa compadre. Ya era hora, hombre!”, me dijo nuestro amigo cuando llegué a la camioneta. “Por favor siéntate conmigo adelante”. Ese fue el primer indicio de extrañeza que tuve de aquella circunstancia, ya que era muy raro que nuestro amigo permitiese que quien vaya en el asiento del copiloto fuese alguien distinto a Chabela, de quien se había enamorado perdidamente. Subí entonces al vehículo y grande fue mi sorpresa cuando al voltear te vi rodeada por Chabela, Rosa y Elvira, quienes parecían consolarte por algo mientras tú derramabas gruesas lágrimas. Mi cabeza entonces se sumió en una considerable confusión y sospeché que todo eso tenía algo que ver con el pequeño incidente que acabábamos de tener en casa.
Aquel día la pasamos bien, para qué negarlo. Conocimos muchos lugares y nos maravillamos con muchos parajes espectaculares. Sin embargo, casi no nos hablamos el uno al otro. Tú te concentraste más en quedarte a solas en la camioneta mientras nosotros vivíamos a plenitud las maravillas que nos ofrecía aquella hermosa fábrica que tenía nuestro amigo a las afueras de la ciudad. Al regresar a la casa, ya sabía lo que probablemente me esperaba en los interiores de nuestra alcoba, así que decidí no malograr tan rápido mi noche y acepté la invitación de Elvira para salir a comer una pizza y simplemente me fui sin avisarte. Mientras conversaba con ella después de mucho tiempo, mencionó que tenía algo muy grave que reclamarme, algo que me delataba como un miserable abusador y que definitivamente hacía que ella evalúe bien la continuidad del cariño y la amistad que me entregaba desde hacía muchos años.
“¿Cómo le pudiste hacer una cosa así a Eli, Pancho?, me dijo. “O sea, no es santa de mi devoción ¿ya?, pero igual creo que a una mujer no se la toca ni con el pétalo de una rosa”.
“¿De qué estás hablando Elvi?”
“¡De la golpiza que le diste a tu novia pues!”
“¿¡Qué!? ¿De donde sacas semejante barbaridad, mujer?”
“Hoy Eli bajó llorando y nos dijo que la habías golpeado. Que te descubrió hablando con otra y la golpeaste cuando te reclamó”.
En esos momentos mis ojos se abrieron más de lo debido y mis venas se inflamaron con mi sangre en plena ebullición. ¿Cómo era posible que me calumniaras de esa forma frente a nuestras amistades, Elena? Elvira se dio cuenta al instante de mi estado y me aconsejó que no cometa ninguna tontería. Le dije que ella, como la persona que más me conocía en aquel grupo, sabía muy bien que yo era incapaz de agredir físicamente a una mujer. Ella asintió y me pidió disculpas por haber dudado de mí, pero que pensó que era su deber el ponerse del lado de su congénere para hacer espíritu de cuerpo. Entonces me despedí pidiendo las disculpas del caso. Prometí que no iba a hacer ninguna tontería o alguna acción de la que me podría arrepentir después. Rápidamente llegué a la casa y entré en ella como un energúmeno. Tú estabas acostada en la cama viendo una novela en la televisión y te exaltaste al escuchar el gran ruido que hice al entrar. “¿¡Quién carajos te has creído para hacerme quedar mal con esas personas!?”, grité. Tú también empezaste a gritar aduciendo que no sabías de qué te hablaba. Te dije que Elvira ya me había contado todo y que era estúpido que tratases de negarlo. Tú seguías gritando mientras llorabas sin control. Dijiste que Elvira era una falsa, que sea lo que sea que me haya dicho sobre ti era mentira. Te dije que me parecía despreciable que mientas diciendo que te había golpeado, sólo para castigar mi orgullo. “¡Yo nunca dije eso!”, me aseguraste. Los gritos, reproches, riñas y reclamos continuaron por casi una hora. Ambos estábamos rojos de cólera y casi ya no teníamos fuerzas para seguir discutiendo. “Sólo te digo que eres una maldita psicótica”, culminé e inmediatamente empecé a empacar mis maletas con el firme propósito de largarme de aquella casa y de tu lado. Claro que en el fondo no pensaba hacerlo, pero sí quería asustarte y demostrarte que acciones tan malvadas como la que hiciste aquel día, siempre tienen malas repercusiones.
Mientras yo me encontraba concentrado en empacar mis cosas, pensando en cómo darte la mejor lección posible, tú te encerraste en el baño a llorar. No me importaba. Sabía que todo eso era parte de tu teatro para manipularme y simplemente hice oídos sordos a tu crisis. Cuando terminé de doblar y acomodar, me pregunté qué podía hacer ahora, ¿irme? ¿a dónde? De repente saliste del baño y buscaste hablarme. Yo no te hice caso ni te respondía. Hiciste un monólogo ininteligible y después de vaciar un mar de frases inconexas, pronunciaste las palabras que hasta ahora me queman y laceran cada vez que te recuerdo: “Estoy embarazada”. Y entonces nuestro mundo y nuestra historia dieron un giro de trescientos sesenta grados.