martes, 31 de marzo de 2009

Fujimori es inocente.

Por Fred Borbor

"Fujimori es inocente. Él no sabía nada. Todo la culpa la tiene su ex asesor: el malévolo Dr. Vladimiro Lenin Montesinos Torres. El chino es inocente."

Si alguna vez te has sentido como el lorna del grupo, o como el asiento de tus patas, o más aún: como el salvaje que cometió una burrada y ahora debe pagarla cara recibiendo burlas, pifias, mofas y uno que otro insulto agresivo (si no una agresión física directa); entonces te sientes como se sienten todos aquellos que han tenido la mala suerte de conocer a La Mancha. Sí, aquel infame grupo del cual ahora todos hablan gracias a la publicación de ciertas historias que se suponía eran impublicables. Sin embargo, este artículo no se trata de una nueva víctima de este grupete -ya mucha vaina con la gracia-; pero sí se trata de aquel personaje lornón, webas, tarado y ridículamente estúpido que muchos podrán reconocer inmediatamente. ¿Quién es? Tú. Bueno, yo también, pero Tú más que yo. ¿Por qué? Porque a diferencia tuya, yo me di cuenta de las cosas a tiempo: Fujimori es inocente. Sí maldito hipócrita. Ya olvídate de llenarte la boca todos los días en tus desayunos antes de ir a trabajar, en tu oficina con tus compañeros de chamba o en la universidad con discusiones inútiles; olvídate de aquellas frases rebuscadas con las que atacas al Chino conché y a toda su horda de seguidores, afirmando vehementemente que es un maldito asesino, un puerco violador de derechos humanos o un jijuna que nos dio la peor educación de América latina y de nuestra historia. Olvídalo. Tu discurso reivindicador ya fue. Nadie te lo cree. Y sí, eres el más lorna de los lornas del Perú entero. Lo eres más cuando haces todo aquello que te digo que ya no hagas.

Déjenme contarles una pequeña historia:

Pasaban los días del '91 cuando a mis tempranos ocho años, me divertía en el patio de mi escuela primaria como cualquier chibolito con trompo en mano. Había aprendido para ese momento los malabarismos más pajas que te puedas imaginar (trata de regresar a tus ocho años pues, y créeme). Eran muy buenos tiempos. Sin más responsabilidades que aprender de memoria la tabla del nueve o la del once. Sin tener que levantarme todas las mañanas con una pereza increíble pensando en que me esperaba otro largo día en la oficina. Sin embargo no todo podía ser color de rosa (valga el color delicado), ya que mientras yo disfrutaba de la vida y de los increíbles malabarismos que podía hacer con mi pita y mi trompo, Nestor me miraba desde la distancia con cara de malazo. ¿Que quién carajos era Nestor? Pues no caeré en la tentación de exponerlo brutalmente ante ustedes mediante este blog, y solo diré que se trataba del típico compañero manganzón, busca pleitos y abusivo que todos hemos tenido en nuestros tiempos escolares. Él me miraba con cara de mala gente y quiero creer que no lo hacía porque me odiase realmente, sino porque de alguna manera le parecían agradables los quejidos que todas sus víctimas emitían cuando él les hacía alguna maldad infantil. Lamentablemente aquel día era mi día en su agenda. El buen Fredsito nunca había caído en sus manos y ya estaba pasando piola demasiado tiempo, debía pagar cupo. Muy raudo se me acercó y con una voz de palomilla único me preguntó qué hacía. Yo no respondí. "¡Ah! Mal educado encima ¿no? Pues ¡toma para que aprendas!".
Aquel golpe en la crisma fue uno que aún recuerdo gracias al inmenso dolor que me causó. Era evidente pues que alguien de mis características difícilmente podría haberse quedado únicamente sobándose, había que reaccionar y devolver el agravio. Mi trompo y su puntiagudo clavo se convirtieron en mi arma de ataque y el clavo entró en su cráneo con una fuerza inexplicable.
Vamos, no pueden decirme que nunca han tenido una emoción violenta y que por ella han reaccionado de formas tan inesperadas que resultaron siendo unos desconocidos hasta para sus propios familiares. Pues eso sucedió conmigo a los ocho años. Las consecuencias fueron funestas, pues además de la evidente expulsión escolar de la que fui víctima, mis padres se vieron obligados a someterme a un tratamiento psicológico el cual, dicho sea de paso, no me ayudó mucho. Pero de entre todas ellas, la consecuencia que más me afectó fue un constante sentimiento de culpa que desde entonces me acompaña, ya no específicamente por la agresión casi criminal cometida contra Nestor el abusivo, sino por cualquier cosa que haga mal. Por cualquier estupidez que cometa en mi lidiar cotidiano. A veces ese sentimiento de culpa se traducía en depresiones que preocuparon mucho a mi madre. Ella, fiel seguidora de los caminos del Señor, asistente infaltable de las reuniones de su iglesia evangélica y gran devota de las enseñanzas espirituales tomó el toro por las astas. Me dijo que la mejor forma de librarme de aquel espíritu de culpa era que cada mañana al levantarme, me mirase al espejo y con toda la certeza del mundo repita: "Yo no hice esto", "Esto no ha sucedido", "Lo que ahora me atormenta, es una mentira, no es cierto". Yo como buen hijo obediente puse en práctica aquellas lecciones y todas las mañanas al despertarme, me miraba al espejo y tratando de retener un poco la risa empezaba a repetir que aquello que me atormentaba, no existía. Trataba así de negar mis acciones, como si ellas se quedarían con el reflejo que el espejo me mostraba y yo me iría campante sin un atisbo de culpa en el alma. Así lo hice desde entonces con todas aquellas acciones que cometía y que definitivamente hacían que mi espíritu se desmorone ante la culpa que me causaban. Así lo hago desde entonces y, ¿saben qué? Funciona.

Volviendo a lo que nos interesa en este artículo: Fujimori es inocente. Sí hermano, sí hermana; créelo, El Chino es inocente. Repítelo junto conmigo: Fujimori es inocente. Más fuerte: ¡Fujimori es inocente! Mírate al espejo todos los días y dilo hasta convencerte a ti mismo de que tú no eres el lornaza que puso en el poder durante más de diez años a alguien como él. Fujimori es inocente. Créete el cuento de que la única forma de pacificar al país era haciendo terrorismo de estado. Convéncete de que el estado de derecho no importa si de mantener el estado se trata. Atibórrate de sentimientos de inocencia ante la estupidez cometida. Tú lo pusiste allí porque era el candidato outsider, el que no seguía las tradiciones, porque era el mejor entre los candidatos y porque te dio los resultados que ahora tienes. Fujimori es inocente.
Ahora, después de repetir estos principios básicos, profundiza más en el tratamiento y empieza a negar sistemáticamente todo lo demás que te convierte en un lornaza:
-No pasó nada en los sótanos del SIE, solo diligencias de rutina.
-No hubo usurpación de funciones cuando se usó un fiscal falso para allanar el domicilio de Montesinos.
-No existió ninguna transferencia de fondos del SIN a la Casa Militar así como tampoco hubo transferencias de fondos de los Ministerios de Defensa e Interior al SIN.
-No se realizó ningún chuponeo telefónico.
-No se le entregó US$15 a Montesinos como "indemnización".
-No se realizaron los asesinatos de Barrios Altos y la Cantuta.
-No cometió incumplimiento de deberes de función al abandonar su cargo ni agravió al estado con ello.
Bueno tal vez estaríamos exagerando un poco recitando todos los días esta lista. Pero lo más importante es que no nos olvidemos de repetir la frase más contundente del ritual:

"Fujimori es inocente. Él no sabía nada. Todo la culpa la tiene su ex asesor: el malévolo Dr. Vladimiro Lenin Montesinos Torres. El chino es inocente."

Créeme, te vas a sentir mucho mejor.

viernes, 20 de marzo de 2009

El furioso clima en la isla de tu recuerdo (pt1)


Por Fred Borbor

Quizá pueda confundirse con un sentimiento apresurado y un tanto alocado de mi parte, pero realmente me gustas Elena, siempre me has gustado. No puedo decir que me gustas desde la primera vez que te vi, pero sí desde la tercera o cuarta. Tu eres de aquellos seres a los que comúnmente llamamos “hermosos”. Tu rostro es francamente una rica delicia para todos aquellos que algún día hemos tenido el placer de disfrutarlo y estoy seguro que muchos están de acuerdo conmigo. Es que tu rostro parece una obra de arte. Es de aquellos raros aciertos de la naturaleza que a veces suceden sin previo aviso y que no dan tiempo de prepararse para lidiar con ellos. Es también de aquellas pocas extrañezas que algún día me han rodeado, pues casi nunca en mis alrededores la belleza humana ha tenido las pinceladas de genialidad que si tuvo en tu caso; aquellas pinceladas de genialidad que si tuvo cuando pintó y diseñó tu rostro Elena. Aveces escucho argumentos sobre la belleza interna, la belleza extraña o la falta de arreglo como excusas para el vacío de lindura en una mujer, y simplemente pienso que todos están equivocados, no porque imagine que la razón siempre está de mi lado, sino porque siempre prefiero arrimarme a los hechos prácticos; y es que cuando alguien es bonita, bella y hermosa todos lo notan y todos coinciden en afirmarlo. Cuando alguien es bonita, bella y hermosa, lo es siempre y a cada hora. Lo sé yo porque te veía cada mañana cuando despertabas a mi lado, y sin importar lo que haya pasado en la noche, así haya sido una noche de borrachera inconmensurable o una de placer descontrolado, siempre estabas bonita. Tu rostro nunca perdía su belleza y siempre despertaba en mí las ganas de acariciarlo y besarlo por completo.
Este gusto que te tengo, es mucho más fuerte que el gusto que tuve la primera vez que te vi Elenita. ¿Te acuerdas de aquel desayuno en el comedor del hotel? yo sí. Te confesaré que en realidad no me fijé primero en ti, y casi no me importó que estuvieras allí. ¡Ah! es que en aquellos momentos me encontraba embobado por otra mujer. Ella no era tan bonita y hermosa como tu, valgan verdades, pero si estaba embobado por ella. En ti, vi aquel día a una mujer callada, alejada y huraña, y no te miento Elena cuando te digo que hasta hoy, a pesar del tiempo transcurrido y a pesar de los innumerables análisis que hago a todo lo que significaste en mi vida, no logro desentrañar la naturaleza de aquellas características tuyas. Tu silencio hizo que casi pases desapercibida ente mis ojos aquella mañana; tu ya sabes que soy un despistado del demonio y que casi nunca le presto la atención debida a las personas que conozco, sabes también que me gusta mucho tratar con quienes tienen facilidad de conversación, especialmente si son graciosos. Rosa, tu mejor amiga, era habladora y graciosa, muy poco agraciada, es verdad, pero habladora y graciosa; y me encantó conversar con ella, me reí a labio partido con sus ocurrencias y le tomé aprecio rápidamente, aunque pocas semanas después era la última persona a quien quería tener cerca. En cambio tú Elena, te presentaste callada. Me saludaste y fuiste amable, es cierto, pero de pronto te quedaste en silencio, como si me tuvieras cierto recelo, como si no quisieras verte descubierta ante un par de compatriotas extraños y atrevidos que se acercan a tu mesa a compartir un desayuno en tierras lejanas, como si a cuesta llevases una tristeza inconmensurable. Solo nos escuchabas hablar, solo respondías monótonamente lo que a veces Elvira, mi acompañante y amiga, o yo te preguntábamos. Incluso hubieron momentos en los que Rosa, la parlanchina, respondía por ti. Tal vez en aquella primera vez debí darme cuenta de lo bonita y bella que eras, pero el embobamiento agudo y extremo del que sufría no me lo permitió. Afortunadamente ese embobamiento no me duró tanto, o al menos no tanto como para no sucumbir ante tu belleza, querida Elena. Sé que hasta hoy crees que en realidad nunca me curé de aquel embobamiento, sé también que nunca supe demostrarte correctamente mi total sanación, pero ¿cómo iba a durarme mucho ese embobamiento estando tú, tu bello rostro y tu precioso cuerpo a mi lado? Era imposible que eso suceda Elena. Sin embargo, acepto que aquella falta de pruebas de mi total lealtad hacia ti, y aquellas constantes muestras de desdén que te di, explique el hecho de que soy un hombre estúpido que no sabe retener lo bueno que la vida le presenta, pero esa ya es otra historia que imagino la contaré en otra ocasión.
Realmente me gustas Elena, siempre me has gustado. No puedo decir que me gustas desde la primera vez que te vi, pero sí desde la tercera o cuarta. Y esa tercera o cuarta vez llegó al segundo día de conocerte. Paradójicamente no fue por tu bonito rostro que empezaste a gustarme, fue más bien por tu poto. Tu hermoso, formado, esculturado, firme, redondito, deseable, excitante y llamativo poto, el mismo que sería mi más rico placer durante todo el tiempo que te tuve. Aquel segundo día estuve muy estresado, no solo por el hotel de pacotilla (“¡esta mierda de hotel!”, solía llamarlo) a donde había ido a parar o por la sensación de derrota que sentía en aquel momento, sino también por las cantidades exorbitantes de cachaça que había ingerido la noche anterior con unos brasileños que nunca más volví a ver. Sin embargo acepto que ese día se perfilaba como uno excelente, ya que había un sol espléndido a fuera y también existía la promesa de que pronto estaría alojado en un mejor lugar (mejor que aquella espantosa zona de esa ciudad). La tarde anterior, antes de ir a emborracharme, tuve la oportunidad de estar a solas contigo Elena, aun no me fijaba en tu hermosura a decir verdad, solo me fijaba en tu laptop y la posibilidad que ella me brindaba de estar en comunicación con aquella mujer que, no siendo tan bonita y hermosa como tú, me tenía totalmente embobado. Debo aceptarlo ahora (mea culpa): el embobamiento crónico del que sufría era difícil de superar, y tal vez por eso es que nunca pude darte el lugar que merecías Elena, te pido mil perdones por eso.
Después de embriagarme inmisericórdemente toda la noche con aquel licor carioca, tuve que compartir una miserable cama de una plaza y media con Elvira y con Chabela quienes me obligaron con sus cuerpos a dormir en una sola posición, y tú sabes Elena cuan imposible me es dormir en una sola posición; sabes que no puedo, por más que lo intente, dormir quieto y tranquilo, lo sabes porque por eso sufrías de tantos insomnios durante el tiempo que tuvimos. Pero, a pesar del padecimiento que me causaba el tener que dormir toda la noche en una sola posición, aquel día vi la luz; no solo por el hermoso sol que asomaba por las ventanas de aquel mugriento hotel, sino porque me fijé, por primera vez, en tu hermoso poto; tan rico a la vista, tan apretadito, tan bien formadito, tan bien ajustadito entre esa pijamita blanca con pequeños detalles femeninos que tenías. ¡Guau que rico poto por Dios! Desde aquel momento, la visión que tenía sobre ti cambió rotundamente, pues ya no eras más la chica que pasaba desapercibida. Ya no eras más la chica callada, silenciosa y casi tímida del día anterior. Ahora te prestaba atención. Ahora escuchaba todo lo que tu poto me decía cada vez que lo observaba: “tócame, muérdeme, estrújame, bésame”… Pero, ¿cómo iba a fijarse en mí una chica con una característica corporal tan hermosa como la tuya? Nunca antes había tenido a una hermosura como tú en mi vida. Sí, me había enamorado una vez y había tenido la oportunidad de tener a muchas mujeres conmigo, pero ninguna se comparaba a lo sin par de tu belleza. Ni siquiera en mis más alucinantes sueños había tenido la audacia de tener a alguien como tú a mi lado. Por ejemplo, la mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado, tenia un rico poto también y por ende, me tenía embobado, pero aquel rico poto era bonito solo cuando estaba desnudo. En realidad debo confesar que el suyo también me volvía loco y me hacía perder los estribos cuando, después de pasar varias horas poseyéndonos, ella se quedaba tendida en la cama, apoyando su rostro en sus brazos, relajándose y dejando su lindo poto a la intemperie de la habitación; yo la observaba extasiado y pasaba mis manos suavemente por sus fabulosas nalgas, como puliendo un costoso automóvil y me regodeaba en aquel disfrute tan carnal como divino. Lamentablemente aquella belleza no podía ser demostrada cuando aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado, estaba vestida y cubierta por los trapos del cobertor diario. Sin embargo tu poto no necesitaba estar desnudo para volverme loco Elena. No necesitaba verlo de manera explícita para darme cuenta de su belleza o para desearlo. El poto de aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú, me gustaba también, pero tu poto, era mi adoración. El tuyo era un poto hermoso, deseable y excitante per se.
Supongo que ahora mismo debes estar enojadísima conmigo al leer estás líneas Elena. Sé que no es por hablar así de tu lindo poto, sino por hablar de aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú. Siempre te enojabas conmigo cuando te hablaba de otras mujeres y siempre te enojó mucho escuchar de ella. De seguro ahora, al leer estas líneas, debes estar maldiciendo mil veces mi existencia. ¿Qué puedo hacer ahora Elena? Lo que busco con esta carta es darle a ti y a ese pequeñísimo tiempo juntos que me regalaste, un tributo de agradecimiento; no escribo así para hacerte enojar, y si lo hago, por favor perdóname; otra vez.
Me reprochaste un día Elena, el hecho de haber tenido solo a mujeres feas a mi lado, reconociendo solo a una de ellas como bonita, pero admite que te ensañaste demasiado con aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado; y es que tú sabías bien en qué nivel te encontrabas bandida. “¿De verdad te gusta ella, mi amor? jajaja ¡ay Dios mío! Si es chata, gorda, lacia, trigueña, cuadrada, ¿y te gusta? O sea, yo entiendo que sea inteligente, ¡pero con esta si te pasaste ah! Jajaja. ¿Qué hijos te van a salir con ella? Ay mi amor, felizmente que me encontraste.” No sabes cómo me dolió aquel desdén a mi “buen” gusto Elena, claro que ahora me río a carcajadas de mis tontos enojos cuando me decías este tipo de cosas, pero en aquellos momentos sí me dolían y me dolían más porque sabía que no tenía como refutarte. Yo podía esgrimir buenos argumentos aprovechando mi acostumbrada verborrea, en defensa de mis gustos para con el sexo opuesto, pero tú, sin mediar palabra alguna los desbaratabas como se desbarata un castillo de naipes; solo bastaba que claves en mí tus embrujantes ojos marrones y te descubras por completo dejándome ver tu hermosura adictiva para, con voz emocionada y casi disfrutando mi derrota, te diga: “Es cierto Eli, no hay nadie tan hermosa como tu”.
Después de aquella segunda o tercera vez, ya no quería dejar de verte Elena pues te volviste una necesidad visual que había adquirido, la cual iba acrecentándose con el pasar de los días, haciendo de mi existencia una digna de ser vivida pues cada mañana tenía la certeza de que te vería y eso significaba pasar momentos grandiosos. Sin embargo debo aceptar que también aquellos días fueron una sucesión de eventos entre mortificantes y congratulantes, ya que por un lado quería tener el placer de verte y por otro sabia que no debía, que estaba mal darme ese tipo de gustos lujuriosos; aún estaba embobado por aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú Elenita.
Luego que me mudé por fin a un hotel respetable y a una zona más acorde a mis expectativas, me convertí en un visitante asiduo de tu habitación, la misma que compartías con Rosa la parlanchina, tu mejor amiga. Me gustaba usar el pretexto de mi amistad con Elvira y la marcada preferencia y confianza que las demás chicas me tenían ya que por alguna razón que sinceramente desconozco, yo les parecía una persona agradable. Sin embargo la realidad era que solo iba para poder verte. Para poder verte cuando caminabas por la habitación, cuando te echabas en la cama boca a bajo o cuando usabas tu pijamita blanca con pequeños detalles femeninos. Y repentinamente, entre tanta visita y miradas desvergonzadas hacia ti, vi tu rostro. Fue una de esas noches cuando ya se acercaba la hora de despedirnos hasta el día siguiente, y fue algo así como la llegada repentina de la iluminación que abre las puertas a una gran idea o a una gran inspiración y, obviamente en este caso, fue la llegada repentina de una gran inspiración; una inspiración que me sirvió y me sirve mucho. Es que ver tu rostro aquella noche, iluminado por aquella luz amarillenta de tu habitación, justo en el momento en que se forma ese ángulo exacto cuando miras hacia el suelo, fue una experiencia propensora de los pensamientos más hermosos que puedo tener. Tu nariz respingada, tus ojos marrones impactantes, tus labios simétricamente trazados y ese lunar excitante colocado justo en la mitad de tu barbilla; se convirtieron desde entonces y hasta el día en que tristemente terminó nuestra historia, en los ingredientes suficientes para volverme loco por ti. Para originar todas las palabras y todas las frases que de corazón te decía y te escribía con mi paupérrimo talento literario; aunque nunca me creíste nada, aunque hasta hoy no me creas nada, aunque ahora ya no te importe nada sobre este muchacho tonto, desleal y vulgar que algún día tuviste la desgracia de conocer.
“Qué bonita es Elena ¿no?” Le comenté un día al buen Carlos, de quien ustedes malévolamente decían que era un brujo y que tenía la extraña cualidad de influir negativamente sobre el aura de quienes lo rodeaban. Sinceramente no sé en qué se basaban para hacer estas afirmaciones a todas luces absurdas, y debo confesarte Elena que yo nunca había sentido sobre mí alguna influencia negativa de su parte, por lo menos no de manera percatable. Y quiero que sepas ahora que eran este tipo de cosas las que hacían que me burle de ustedes usualmente. No era porque sentía algún desprecio por ustedes, ¿a caso crees que por ti tendría algún tipo de sentimiento contrario a la admiración y al deseo? ¡Por favor! Era por cosas tan absurdas como aquello de creer que una persona tan inteligentísima como Carlos tenía poderes sobre naturales.
“E-en re-realidad n-no e-es t-aan bonita”, me decía el buen Carlos que, a pesar de la inteligencia tan magnifica con la que había sido bendecido, no sabía mucho de mujeres ni de cómo reconocer a una belleza entre tantas. Déjame decirte Carlitos que en eso si te sobrepasé. Te agradezco con humildad todas las enseñanzas sobre ciencia y actualidad que me diste, pero déjame regodearme un poco con lo único que yo sabía más que tú, las mujeres; y déjame decírtelo una vez más de forma categórica: “Elena es muy bonita”. Afortunadamente supiste darme la razón días después cuando, ya vencido por la abrumadora belleza de Elenita, no dudaste ni un solo segundo en dirigir tu libidinosa mirada hacia su derrier y posteriormente quedarte absorto mirando su bello rostro por varios minutos -lo que fue un motivo más para alimentar aquella infame popularidad tuya de brujo malévolo que ya tenías-. “E-en re-realidad e-e-es m-muy bo-boonita”, me dijiste finalmente, quedando el caso cerrado y sentenciado a mi favor.
Vuelvo a ti Elena: nunca pretendí utilizar alguna sagacidad de conquistador contigo pues soy demasiado estúpido para esas artes superiores. Y es que a la par de la gran admiración que empecé a sentir por tu belleza, me di cuenta también que era imposible que una mujer como tú se fije en mí, que no soy interesante, ni buen mozo, ni lo suficientemente conquistador como para llamar la atención de alguien mejor dotada genéticamente que la mayoría de mujeres que he conocido y que todas las escasas mujeres que han tenido la desgracia de amarme. Así que decidí solo mirarte, observarte, acariciarte y hacerte el amor en mi imaginación; en la soledad del baño de mi cuarto y en la privacidad de mi ducha mientras me masturbaba alucinando con tu cuerpo desnudo y con tu rostro siendo besado una y otra vez por mis labios. Así me sentía bien y así era como decidí continuar. Ahora que retrocedo en el tiempo, me doy cuenta de lo acertado que estuve cuando quise que las cosas siguieran ese rumbo, ya que si así hubiese sido, hoy por lo menos podría mirarte a la cara Elena, darte un saludo, darte un abrazo, molestarte y divertirme contigo como lo hago con todas aquellas mujeres con quienes nunca sobrepasé los límites entre la amistad verdadera y el amor engañoso. Sin embargo debo admitir también que no me arrepiento absolutamente de nada Elena. No me arrepiento de haberte tenido, de haberte amado, de haber disfrutado tantos y tan buenos momentos contigo en tan poco tiempo; y permíteme por favor en este punto un atrevimiento y déjame robarte las palabras exactas que me dijiste aquella tarde en la que nos abrazábamos en la cama mientras veíamos la lluvia por la ventana: “aunque sólo pase contigo un segundo, será el más grandioso de mi vida”.

sábado, 7 de marzo de 2009

Un viaje (fragmento)


Nota al texto:
El siguiente es un parrafo, fracción, fragmento, parte, muestra, etc; de la historia que actualmente me encuentro preparando, espero, para presentarla a algún concurso o editorial. ¿Quien sabe? Tal vez con toda la marcada tendencia a publicar cualquier cojudez de nuestros días, tenga la suerte de ganarse un sitial en el universo editorial de nuestra pauperrima realidad literaria.
No se fijen mucho en los errores, ya que este es solo un borrador, pues dada la extrema escaces de textos para publicar que ahora tengo, creo que bien vale la pena hacer enojar un poco a la gente con adelantos de este tipo.
Fred.

Un viaje (fragmento)


Por Fred Borbor


Aquella tarde, cuando se despertó con un severo dolor en la cabeza y en los músculos, mientras trataba a duras penas de recordar lo que había pasado la noche anterior, Pedro Horacio Ruiz de los Rios miraba indistintamente las manchas en el techo de su habitación mientras se convencía así mismo que había llegado el momento indicado para realizar aquel viaje, pues había pasado un mal año y todos los requisitos estuvieron cumplidos. Pedro Horacio Ruiz de los Rios decidió tomar lo que hasta ese momento había sido una decisión indeseada y tantas veces postergada.
Muchas de las personas que lo rodeaban, familiares especialmente, decían que era un tonto por no aprovechar su tiempo de juventud y hacer aquel viaje mientras podía. Que los años pasarían y las responsabilidades que ellos acarrean no le permitirían hacerlo en el futuro.
Su padre, don Albino, hombre reciamente formado y corajudamente llegado a la vejez, era el más crítico de su actitud. Le disgustaba en sobremanera que pasara el día haciendo cosas improductivas. Le decía que la música era una cojudez, que escribir tantos poemas e historias no le iba a dar de comer, que no solo de hablar bonito vivía el hombre y que, especialmente, nada de bueno sacaría de ese comportamiento con el que tanto lo intranquilizaba. Una extraña manía que Pedro adquirió en la infancia y que la vieja Zoila se encargó de descubrir ante la atención de toda la familia una tarde de verano cuando raudamente entró en la sala y gritó “¡el hijo del demonio es ese recogido!” y contó que había encontrado a Pedro encima de Carmelita, nieta de la vieja Zoila y prima de este, besuqueándole los labios y mordiéndole las orejas.
Aquella tarde, además de las reprimendas y desaprobaciones que le dio a Pedro, don Albino empezó a creer firmemente que el trabajo duro al que estaría sometido durante el viaje, lo alejarían de todas esas malas costumbres y especialmente de ese extraña manía que, desde aquel incidente en la sala con la vieja Zoila, se convirtió en la adicción de Pedro y en la pesadilla de don Albino. “Estaría mucho más tranquilo si es que de una buena vez, tomas ese maldito avión y te vas. Allá aprenderás como se gana la vida con sacrificios”. Solía decirle.
Para Pedro Horacio Ruiz de los Rios hacía muchísimo tiempo que su nivel de vida era el mismo. Estaba acostumbrado a el y lo disfrutaba sin remordimientos. Creía que la vida lo había becado por ser tan inteligente.
Desde niño su madre doña Jesús le había inculcado la idea de infalibilidad, certeza y casi de invulnerabilidad debido a su gran inteligencia. “Yo se que Dios algún día hará de ti alguien grande hijo mío, porque eres inteligente como ninguno.” Le decía cada noche mientras le daba un beso en la frente a modo de despedida hasta el día siguiente. Incluso cuando cerraba la puerta de sus habitaciones, doña Jesús elevaba plegarias al cielo para que su muchacho sea el hombre grande e importante que deseaba. Su certeza de que así sería era conmovedora. Tan conmovedora como cuando hacía 23 años atrás, guiada por el llanto desolado y desesperado de neonato hambriento, lo recogió de la casa de su progenitora bajo la firme promesa de que lo cuidaría. En aquella ocasión Pedro pareció sentirse a gusto inmediatamente con su repentina bienhechora, pues a pesar del hambre que lo abrumaba abrió sus enormes ojos y la observó quedándose en silencio por unos minutos cuando doña Jesús lo tomó en brazos. “¡Que ojos Dios mío!”. Exclamó ella un poco asustada por el marrón profundo de aquellas pequeñas pupilas. “Parece que la quiere doña”. Le dijo Fortunata, la madre de Pedro, mientras embolsaba los pocos trapos que usaba para cubrir al niño y dárselos a doña Jesús. Desde aquella primera tarde, mientras lo llevaba en su regazo, doña Jesús empezó a hablar con Pedro y aunque sabía que el no le entendía y no le respondería, afirmaba con certeza que sus palabras siempre harían efecto en él. “Mi Pedro será grande e inteligente”. Así creció Pedro. Así lo trataba su madre. Siempre le había inculcado la idea de infalibilidad, certeza y casi de invulnerabilidad debido a su gran inteligencia. “Yo se que Dios algún día hará de ti alguien grande hijo mío, porque eres inteligente como ninguno.” Le decía.
A Pedro le gustaba mucho aquella forma de tratarlo que tenía su madre. Pues así tenía la certeza de que era gracias esa inteligencia tantas veces proclamada, que él estaba en todo su derecho de disfrutar de aquel estilo de vida.
Pedro también se acostumbró a vivir en varios mundos paralelos y siempre sabía como mantenerlos separados. Nunca permitía que se crucen o se conozcan. “Si se da el caso de que en algún momento eso suceda, sería una catástrofe, una hecatombe, un infierno… sería el fin”. Se repetía todas las mañanas.
La inteligencia de la que tanto le hablaba doña Jesús le servía para ese fin. Con cada día que pasaba, sus argucias para mantener en secreto y a buen resguardo su paralela convivencia en mundos distintos se perfeccionaban y eran mucho más sofisticadas. A Pedro le gustaba alardear de ello.
Con sus camaradas de la hermandad siempre intercambiaba información sobre cómo mantener en secreto y en extremo privado sus diversas y distintas aventuras en sus mundos paralelos. Les decía que ellos aún eran unos pipiolos, unos polluelos como para ser como él y que por lo tanto necesitaban de sus consejos y recomendaciones. La infalibilidad de la que pensaba gozar en estos temas, le hacía creerse con autoridad sobre las demás personas, especialmente sobre sus camaradas de la fraternidad.
Pedro era tan inteligente en el manejo de sus mundos paralelos, que descuidó el manejo de su vida académica.
Todos sus profesores le prodigaban sendos reconocimientos y alabanzas por su capacidad intelectual, pero cuando llegaban los fines de semestre y las malas calificaciones lo reducían al nivel de un desinteresado, todos los reconocimientos y alabanzas se convertían en un decepcionado “uy, ¿que pasó señor Ruiz de los Rios?”.Don Albino, el padre de Pedro, nunca estuvo enterado de estos detalles.
De entre todos aquellos mundos paralelos en los que habitaba, vivía y se movía Pedro, sobresalían casi de manera incólume dos. El primero era el mundo de Duna, una hermosa limeña de aspecto pálido y sereno cuya estatura estirada y curveada le daban una imagen de fragilidad tales, que a veces cuando Pedro la abrazaba temía su resquebrajamiento, no obstante que a ella le encantaba jugar con él a abrazarse fuerte hasta no poder respirar.
Cuando se conocieron eran aún unos adolescentes malcriados que compartían el común destino de provenir de familias irregulares y lograron llamarse mutuamente la atención. “Mi mamá prepara unos pasteles riquísimos. Mañana traeré uno para invitarte”. Le decía Pedro en varias ocasiones. Pero Duna usualmente nunca llegaba para ser convidada.
Pedro empezó a sentirse atraído por ella al darse cuenta de lo inmensamente inalcanzable que era para él. Por alguna razón que no lograba comprender veía en ella a la mujer perfecta, pues además de su inteligencia y calidez, compartía con él aquel gusto difícilmente compartido por otras mujeres: los pasteles de manzanas.
Ella sin embargo no se sentía atraída por Pedro. Ella estaba poderosamente doblegada por Jano, el hombre de sus sueños.
Pedro se sentía minimizado por la existencia de aquel muchacho de cabellos largos y gran talento para interpretar piezas hermosas en la guitarra. Incluso creía que aquel talento para crear esas melodías tan embrujantes eran su razón para tener la dicha de ser amado por Duna quien no paraba de escribir la palabra “Jano” en todas las carpetas, la mayoría de veces, mientras hablaba con Pedro. “Está irremediablemente embrujada”. Pensaba él.
Sin embargo sus largos monólogos, su picardía ácida y aquella impresionante base de datos con la que contaba en su cerebro, pudieron doblegar el corazón de Duna mucho más de lo que podían hacerlo el cabello largo, la guitarra embrujante y el corazón sincero de Jano.
Una tarde de verano, mientras jugaban a abrazarse hasta no poder respirar, Pedro le mordió las orejas y le besuqueó los labios. Duna se sintió feliz. Por primera vez sentía que amaba. Pedro no durmió aquella noche.
Cinco años después de aquella tarde y de aquella primera mordida de orejas y besuqueo de labios, Pedro estaba a punto de emprender un viaje para escapar del infierno que significaba el haber perdido a Duna. Estaba a punto de emprender un viaje para escapar de la depresión y soledad que le causaba el hecho de no tenerla nunca más en su vida.
El segundo mundo que sobresalía de entre todos aquellos mundos paralelos en los que habitaba, vivía y se movía Pedro; era el mundo de Rebeca, su compañera de universidad, de quien le gustaba la alegría sin límites que irradiaba a su paso por los pasillos del recinto académico. Con ella, Pedro aprendió a correr los más sagaces riesgos. Se olvidó que existía una regla en su vida que le prohibía descuidar la perfecta separación entre todos sus mundos. Y se olvidó de esto específicamente una noche de primavera en la cual él y todos sus compañeros de clase decidieron realizar una fiesta con música, bailes y tragos por doquier. Rebeca estuvo también en aquella fiesta. Y fue una noche divertida para todos, tanto que después de bailar y embriagarse, Pedro y Rebeca buscaron desesperados el baño de la casa para dar rienda suelta a sus impulsos carnales, dando como resultado un concierto de gritos, gemidos y golpes a las delgadas paredes de la casa, causando severamente el malestar de Rufino, el chico de la sonrisa amplia y bondadosa, el mismo chico que meses antes había conocido a Duna y se había enamorado perdidamente de ella.
Al día siguiente Duna visitó a Pedro. "Me rompiste el corazón", le dijo con voz entrecortada y puso punto final a su historia. De esto se acordó Pedro la noche anterior a aquella tarde, cuando se despertó con un severo dolor en la cabeza y en los músculos. Por eso es que aquella noche se embriagó inmisericordemente y por eso aquella tarde, mientras tomaba por fin aquella desición tan indeseada y tantas veces postergada, lloró amargamente.
Un mes después de aquella fiesta con Rebeca y cinco años después de aquella primera mordida de orejas y besuqueo de labios con Duna, Pedro estaba a punto de emprender un viaje para escapar del infierno en el que vivía.
Aquel viaje era requerido y deseado por todos, menos por Pedro. El sentía que estaba bien así. Que ya haría viajes largos cuando sea más viejo y tenga más plata. Su propia plata.Aquel viaje era requerido y deseado por todos, menos por la hermandad a la que pertenecía Pedro. Ellos sentían que aún no era tiempo. Que sería el tiempo adecuado cuando todos en conjunto hicieran el viaje. Así lo prometieron en la universidad, en los conciertos, en los bares y en los campamentos; porque aún estaban en la primavera de sus vidas y definitivamente el viaje de solo uno de sus miembros no podía ser un buen augurio para los lazos de hermandad que los unían.
Sin embargo los requisitos que Pedro había previsto como indispensables para la realización de aquel viaje, se cumplieron: estaba deprimido y solo.
“Bueno... a darle con el viajecito” se dijo y empezó a arreglar su equipaje, actualizó su DNI, su pasaporte y su visa; de modo tal que sin mayores aspavientos, la mañana de un lunes tímidamente alumbrado por los primeros rayos del verano limeño, ingresaba al aeropuerto para esperar el vuelo que lo llevaría a las frías tierras de West Virginia.
Al asomar la vista por la ventana del aeroplano para dar un último vistazo a la ciudad, cayó en cuenta de que ese era el quinto viaje que realizaba fuera de las fronteras del Perú, sin embargó, a diferencia de otras oportunidades, esta vez no pudo evitar la nostalgia por lo que estaba dejando. Dio un largo suspiro e intentó dormir.
Tímidamente se sentó a su costado un muchacho de aspecto vivaz y saludable quien inmediatamente trató de hablarle pensando haber encontrado en él a un compañero guía para la aventura que estaba emprendiendo.
“Tío, ¿sabes a que horas vamos a llegar?” Preguntó mirando a Pedro directamente a la cara. “No tengo ni la menor idea”. Respondió él secamente.
Oskar, así se llamaba el repentino compañero de viaje de Pedro, también huía del Perú. No de un infierno sentimental, tal como aquel, sino de la falta de empleo, de la falta de oportunidades y de lo poco que podría hacer por su hijo recién nacido en un país donde se estrangula inmisericórdemente cualquier intento de supervivencia.
"Voy a trabajar por mi hijo broder". Le contaba Oskar tratando de mantener viva una conversación que languidecía por el poco interés de Pedro en hablar. "Mi jerma ya no quiere botarlo. Cagao pe. ¿Tú no tienes tu chibolo?" Pedro miró nuevamente por la ventana tratando de encontrar la ciudad recientemente abandonada. Recordó aquella oportunidad cuando se asustó muchísimo al enterarse que Duna tenía un retraso menstrual de 25 días, y melancólicamente respondió que no.