sábado, 28 de agosto de 2010

Yes - And you and I


Escuché de Yes cuando estaba en segundo de media. Rick Wakeman iba tocar en Lima en un local que ya no existe. Oía a gente como Gerardo Manuel estar extasiados por aquella visita, mientras que la gran mayoría de los radioescuchas hacíamos muecas de no entender nada. Radio Z auspiciaba el evento y varios de sus DJ's se dedicaban a hablar del concierto como uno único e irrepetible. Lo gracioso era que en Z sólo contaban con una canción de referencia: Owner of a lonely heart, "la única canción comercial que hizo Yes", decían, "y Rick Wakeman estuvo en Yes..." (en ralidad alguna vez estuvo en Yes, no necesariamente cuando sacaron esa única canción comercial... bueno, era lo que había pues).

Años después descubrí al verdadero Yes -cuando aún estaba Wakeman- (gracias Doble Nueve), y me templé de Yes. Y me templé exageradamente. Era la banda perfecta: literarios, melódicos y endiabladamente progresivos y vanguardistas. Me sentía orgulloso de conocerlos, de escucharlos y -sobre todo- de entenderlos. Claro, si me habían costado mucho (nunca es fácil gustar de una banda de rock progresivo) e hicieron que me soplara más de una noche entera escuchándolos y re-escuchándolos.

Hablando metafóricamente, escuchar a Yes era para mí como estar con la chica más bonita del barrio, aquella a la que todos le tienen hambre y no dudaría en besarla bajo ninguna circunstancia. Yes era mi chica rica, mi hembrón, mi suerte de lechero. Aunque últimamente la había abandonado por un tiempo y un poco que me desentendí de ella (Emerson Lake & Palmer, culpable).

Pero Yes, es Yes, señores, y como cualquier chica rica es siempre deseable. Por eso la busqué la semana pasada en los pasillos de las galerías Brasil. Como el amante pródigo volví a Yes luego de algún tiempo de descuido y la encontré más rica y deliciosa, más encurtida en los años y por lo tanto más experimentada.

Ya volviendo lo musical, encontré un DVD de Yes buenazo, el Live at Montreux (2003). Simplemente una delicia: un sonido impecable, imagen excelente y, lo más importante, casi todos los miembros del mejor Yes: Chris Squire, Jon Anderson, Steve Howe y –claro– Rick Wakeman (el único que falta es Bill Bruford, quien es reemplazado por Alan White).

Ahora, hacer una crítica o reseña del DVD no es el objetivo de este post, sólo compartir con todos un track en especial: And you and I. El magnífico poema escrito por Anderson y Squire, que narra con innegable talento literario aquel sueño que el cantante alguna vez tuvo. Sencillamente es la mejor versión en vivo de esa canción (he leído comentarios y posts que se atreven a decir que es la mejor versión, incluso que la de estudio). A ver juzguen ustedes mismos.

Pero fuera de lo que a cada uno le parezca, este track está para ponerlo en un altar. Con él, los viejos Yes no hacen más que reafirmar que fueron, son y seguirán siendo la niña más rica del género de rock progresivo. Que ha de pasar mucho –y tal vez que han de hacer mucho– para que alguna banda logre o haga siquiera una cuarta parte de lo que ellos han logrado o hacen.

jueves, 19 de agosto de 2010

Diario laborar




Día lunes, siete en punto de la mañana. El celular suena con aquella musiquita medio maricona que le he programado para que me despierte todos los días. Abro los ojos con pesadez, un poco sorprendido por lo pronto que se hizo de mañana. Estoy cansado. No quiero levantarme. No quiero ir a trabajar. La semana pasada y el fin de semana reciente me han aniquilado. La semana pasada porque he trabajado más de lo que había trabajado en mi vida entera –así son las cosas cuando se activa en la mente el chip encargado de recordarte todos los días que debes preocuparte por hacer que todo marche bien¬– y el fin de semana reciente porque, además de ensayar con la banda, cometí el error más grave que puede cometer un hombre en pleno camino cuesta arriba hacia la independencia económica: emborracharse con su novia la noche del viernes –y, obviamente, tirar toda la madrugada del sábado–, irse de fiesta hasta el amanecer del domingo –y, obviamente volver a tirar como un desquiciado durante casi todas las horas siguientes– y, ya regresado a casa el domingo por la noche, después de tres días de ausencia, dedicarse a ver documentales en Film & Arts hasta altas horas de la madrugada del lunes.
Día lunes, siete en punto de la mañana: oficialmente soy un hombre cansado. Pero bueno, esas son las condiciones de la vida y así de duros son los requisitos que uno debe cumplir para lograr lo que se propone. Sólo queda levantarse, saludar a la mamá –enferma de gripe hace ya cinco días–, gruñir porque no le han preparado el desayuno ni le han preparado la lonchera –mamá enferma– y hacerlo todo uno mismo mientras se cambia de canal buscando las series cómicas gringas, ya que los noticieros ya no son tales, sino un monstruo peludo dedicado a asustar, horrorizar y joder psicológicamente al televidente.

Calores, colores y olores del tránsito limeño aparte, la oficina casi huele a nueva los lunes por la mañana. Las chicas de limpieza en realidad hacen bien su trabajo a pesar del mísero sueldo que ganan, y eso se agradece por lo menos con un saludo amable y un chistecito medio picarón para que no duden en decirle el “¡ay, señor Fred!” de todos los días. Los muchachos que trabajan bajo la supervisión de este, oficialmente, cansado supervisor, por fin parece que están haciendo un buen trabajo. En realidad debería decir que ahora sí son personas que hacen un buen trabajo, luego de contratarlos en reemplazo de sus dos ineptos predecesores, quienes se la habían pasado cagándola con su irresponsabilidad durante el único mes que laboraron en la empresa –y que probablemente ahora mismo son dos más de los miles de peruanos que se quejan todo el día de que en este país no hay trabajo ni oportunidades–. El día lunes pinta para bien. Y el día lunes pinta para bien porque, a pesar del cansancio y del desprecio casi visceral que este servidor siente por el trabajo, es un día que parece de primavera –aunque falta todavía un mes y medio para el inicio de esa estación. El solcito calienta los medios días haciéndome olvidar que en cualquier momento, sin previo aviso, hará un frío de mierda, capaz de congelarme los huevos y que me obligará a usar aquel odioso gabán negro que me hace lucir como un pobre imitador de Neo. Pero qué chucha, este lunes está lindo y hay que aprovechar el ambiente de buena onda que trae consigo.

Claro está que esa sensación de alegría, clima agradable y buena onda, sólo tiene una duración de algunos minutos al empezar el lunes, y se va al cacho casi a las dos horas de haber empezado las labores diarias. Con amas de casa que joden a cada minuto en espera de que se les solucione todos los problemas, el buen humor inicial se desvanece, con cancioncita de desilusión de dibujos animados incluida.

La carita de comprensión y la sonrisita amable –obtenidas gracias al duro entrenamiento del qué hacer diario, claro– tienen que empezar a funcionar no bien entra a mi oficina la feísima delegada del edificio 8, una mujer de estatura baja, ojos pequeños, cabello con tinte de hace centurias y una horripilante cicatriz a la altura del labio superior. Ella empieza a mover la mandíbula emitiendo sonidos ininteligibles, y lo hace de manera tan rápida que no creo que exista ser humano capaz de no fruncir el ceño al escucharla, acomodar su cabeza un poco hacia el costado y decirle: “¿qué carajos…?” Bueno pues, eso hice. Claro que sin el “carajo”. La mujer, exasperada por mi ineptitud en la comprensión de lenguajes alienígenos, empieza a gritar improperios contra la empresa, maldice la ineficacia de los malditos empresarios que sólo buscan sacar plata de los bolsillos del pueblo y entra en una especie de éxtasis bullicioso. ¿Qué debe hacer en esos casos un chico bueno como yo? Nada. Simplemente nada. Sólo hacer volar la imaginación, llevar la mente a mundos desconocidos e insondables, teniendo un punto fijo de concentración: la mandíbula del locutor, que se mueve y emite sonidos ininteligibles de manera rápida; y luego del vendaval, con toda la tranquilidad del mundo decir: “ok señora, váyase tranquila que solucionaremos su problema en la brevedad posible”.

Una vez ida la feísima fémina delegada del edificio ocho, no puedo evitar preguntarme por qué los peruanos asumimos como dogma la creencia de que el mejor representante que podemos tener, es aquel que es el más gritón o la más bullanguera, el más problemático o la más histérica, el más florero o la más mal hablada; además, ¿cuándo es que los elegidos como representantes –gritones, bullangueras, problemáticos histéricas, floreros y vulgares– han asumido que su labor consiste sólo y únicamente en pelearse con todo el mundo, especialmente con el que ostenta algún tipo de “poder” o responsabilidad administrativa?

En fin, pasado el mal rato y hecha la paupérrima reflexión de análisis social, no queda más que voltear la página, hacer las llamadas respectivas e impartir las ordenes pertinentes a fin de solucionarle el problema a la feísima representante del edificio 8: pedirle al propietario del departamento que da a la calle, que por favor descuelgue las tres camisas que ha puesto a secar en la ventana, porque da “un mal aspecto” al edificio.

Pero es obvio que ni en sueños mi piconería podría ser vencida por en una justa contra el buen juicio y el profesionalismo, no señor. Algo debía hacer para devolverle la mordida a aquella desagradable mujer de lenguaje extraterrestre, ¿pero qué?
Riiiiiiing, suena el teléfono. Es Aldo, mi jefe, dueño absoluto de la empresa administradora y el culpable de que haya dejado mi cómoda oficina en el estudio jurídico para dedicarme, “por un corto tiempo” (Aldo dixit), a supervisar las tres oficinas administrativas de los tres condominios que la empresa tiene que –valga la redundancia– administrar.

- ¿Aló?
- Hola Fred, ¿alguna novedad?
- ¿Además de que odio este trabajo con todo mi corazón? No, ninguna.
- Jajaja, paciencia, paciencia.
- Justo acabo de levantarme después de rogar de rodillas que diosito lindo me de paciencia para seguir viviendo… Ah, y que a mi jefe le salga acné durante un año por haber mandado a su mejor especialista legal a hacer una labor tan horrible.
- No me asustes, ah, que justo hoy me salió una granazo en la frente.
- Espera que me voy a persignar en agradecimiento al señor nuestro dios por haber escuchado mis plegarias.
- Jajaja. Bueno pues, qué de nuevas por allá.
- En realidad, todo tranquilo, nada fuera de lo común. Viejas gritonas vienen y van, reclamonas gritan y vomitan y delegadas feas malogran el día y se esfuman como brujas.
- ¿Así? ¿Quiénes?
- Recuerdas a la delegada del 8?
- ¿La fea?
- Sí.
- ¿Qué reclamó esta vez?
- El delito cometido por el criminal del departamento 504, quien colgó sus camisas en su ventana.
- Esa mujer es insoportable, carajo.
- Sí. Por eso es que estoy elucubrando maldad tras maldad en su contra, pero ninguna me convence del todo.
- Pero hoy tienes reunión con todos los delegados ¿no?
- Sí.
- Búscale algo y sácala al fresco delante de todos.
- ¿Pero qué?
- No sé… deudas.
- ¿Deudas? No creo que tenga deudas, ella que en todas las reuniones se la pasa gritándonos por la cantidad de morosos que hay en el condominio.
- Sí pues. El otro día me llamó y me dijo: “¿por qué diablos no les cortan el agua a los que deben?” Y yo le dije: “porque tenemos una política de dar días de gracia, señora”. Y la mujer se puso como un demonio, diciéndome que somos una empresa inepta, que no hacemos bien nuestro trabajo y bla, bla, bla.
- Ya ves.
- Bueno, búscale algo y cágala esta tarde. Ya te cuelgo. Cualquier cosa me llamas… no, mejor, soluciónalo tú.
- Qué lindo de tu parte.
- Ok, bye.
- Bye.

¿Cómo podría cagar a esa arpía? La conversación con el jefe que mira los acontecimientos desde lejos sin mancharse las manos y sin entrar al lodo, no sirvió casi de nada. ¿O sí?

A ver, démosle una revisión al sistema electrónico. Pongamos edificio 8, departamento 101, estado de cuenta… ¡muá-jajaja! La feísima no sólo debe tres mensualidades del pago regular por limpieza, jardinería, vigilancia y administración, sino que –en los cuatro meses que lleva como propietaria de su departamento– jamás ha pagado las cuotas extraordinarias que se han ido cobrando por diversos conceptos, beneficiosos para todo el condominio… ¡MUÁ-JAJAJA!

Cojo el teléfono, din, din, dan, don, dun, den, din, y al otro lado de la línea me contesta la presidenta de la junta directiva (a la que no pertenece la espantosa delegada del 8).

- Hola, buenos días señora Otiniano, le saluda Fred Borbor, de Administración.
- Hola muñeco, ¿cómo estás?
- Bien señora. La llamo para recordarle que hoy tenemos nuestra reunión semanal.
- Claro doctorcito, no te preocupes que todos estaremos allí.
- Ok. También quería avisarle que citaré a todos los delegados de los edificios, porque quiero tratar algunos temas que son de interés para la junta.
- Perfecto mi amor. Llámalos nomás.
- Listo, entonces los veré a las 4 en punto.
- Ya muñeco. Chausito.

Las ruedas de mi maquiavélico plan empezaron a rodar en terreno firme y plano, y eso me alegraba. Cualquiera que hubiera entrado en esos precisos momentos a mi oficina, habría visto en mí a la imagen caricaturesca del maestro Crokel, con sus orejas en el cuello, la mirada maliciosa, frotándose las manos y diciendo con júbilo: “esto sólo puedes ser obra de…”

Luego de mi acostumbrado almuerzo en el local del Norky’s, me apresuré a hacer una rápida visita a los otros dos condominios. Luego de pequeñas rabietas y órdenes varias impartidas, me dirigí casi corriendo al condominio que ocupaba mi interés aquella tarde. Faltaba aún una hora para la reunión con la junta, pero yo ya estaba sentado en mi escritorio, revisando cuentas en la computadora, calculando montos con la calculadora, leyendo línea por línea aquella novela difícil de entender y regañando de vez en cuando al administrador (con el único objetivo de que entienda el sistema de trabajo de la empresa, claro).

Cuando por fin llegó la hora de la verdad, me estiré un poco para quitarme la tensión, imprimí la información que necesitaba, tomé un sorbito del delicioso vino que guardo en el cajón de mi escritorio y me dirigí al salón de reuniones, donde ya me esperaban casi todos los convocados.

- Hola, hola. Buenas tardes a todos.
- Hola señor Fred –dijeron al unísono.
- Qué bueno que están presentes todos los delegados, porque quiero tratar con ellos un tema muy importante, y quería hacerlo con la junta directiva presente.
- Adelante muñeco –me arengó la señora Otiniano.
- Bueno, primero quiero dejar en claro que la administración, hasta el día de hoy, viene realizando una buena labor. Los puntos de vigilancia siempre están ocupados, la limpieza se realiza escrupulosamente todos los días, los jardines están preciosos y, no es por echarme flores, pero los administradores están trabajando muy bien.
- Joven Fred –interrumpió la señora Mandujano, la más amable de todas las delegadas–, no quiero malograrle el discurso, pero, si bien es cierto que ha habido mejorías desde que usted llegó, no olvide que aún no se han realizado algunas cosas que se ha prometido y por las cuales ya hemos estado pagando.
- Sí –apoyó la señora Pérez–. Por ejemplo ¿qué pasó con las casetas de los vigilantes? Hace tiempo se deberían haber puesto. Esos muchachos se están muriendo de frío en las noches, oiga.
- Efectivamente –continué–, si bien es cierto que las condiciones han mejorado luego de las penosas experiencias que ustedes y la empresa han tenido con los anteriores administradores, hay varias cosas que aún no se han cumplido.
- ¿Y qué están haciendo con esa plata, con nuestra plata? –gruñó la espantosa delegada del edificio 8.
- [Así quería tenerte para freírte, pescadita] –pensé mientras esbozaba una sonrisa maléfica delante de todos los asistentes, quienes se miraron unos a otros sin entender nada–. ¿Qué cree que estamos haciendo con ella, señora? –pregunté con ironía.
- No sé pues, por eso pregunto.
- ¿Cree que le estamos dando un mal uso?
- Tal vez. No sería raro viniendo de ustedes.
- Que ¿nos la estamos robando?
- Que tú te la estás robando. Tú eres el que maneja toda la plata.
- ¿Y por qué piensa que yo estoy robando la plata de las cuotas, señora?
- Porque eso es lo que hacen siempre todos, empezando por las cabezas. Como tienen todo a su cargo, ¿quien los supervisa?
- Pero algún indicio tendrá para acusarme de eso ¿no?
- Ay papito, sólo basta verte la cara nomás para darse cuenta de que eres una joyita.
- [Increíble, es enésima vez que una mujer me dice eso, pero es la primera que me lo dice una fea]
- Señora Asto, por favor contrólese –me defendió la señora Mandujano–. No hemos venido a pelear, sino a conversar.
- No, no. Déjela señora, está en su derecho de hablar lo que quiera y yo quiero seguir escuchándola –provoqué.
- Claro que estoy en mi derecho –continuó la monstreta–. Yo puedo reclamar que me den cuenta de todo, incluso el supervisor. Para eso pago.
- Jajaja –me rendí ante las gigantescas ganas que tenía de soltar una carcajada.
- Mira de mí no te burles, ah. Mira que yo no me aguanto pulgas, ah.
- Ok, disculpe señora. Siga usted, por favor.
- ¿Qué han hecho con nuestra plata? ¿Dónde está? Si no hay casetas, entonces no hay plata para comprarlas.
- Pero es obvio que todos han pagado, ¿no?
- No sé si todos.
- Bueno pues, entonces quisiera darle una noticia, señora, y a todos los presentes: hay un gran porcentaje de propietarios que no han hecho el pago de la cuota para las casetas. Eso nos impide comprar las casetas, porque el monto no se recaudado por completo, y lo que hay no alcanza para cubrir el presupuesto.

Todos pusieron su mejor cara de asombro y comenzaron a murmurar y discutir, dando lugar a un infernal concierto de cacofonías.

- ¿Pero cómo es posible eso, doctor? –preguntó con preocupación la señora Otiniano.
- Tan simple como que hay un montón de irresponsables, deshonestos y, hasta cierto punto, ladrones propietarios, que no pagan sus cuentas, que no sienten ninguna consideración por su condominio y ninguna pena por los pobres vigilantes, señora –respondí con placer–. Ellos no piensan que, no sólo están viviendo gratis, sino que le están robando a la administración y le están negando un refugio a los trabajadores que cuidan sus casas.
- Pero joven Fred, en mi edificio, todos estamos al día –explicó la señora Mandujano.
- En el mío sólo faltan pagar tres, pero hoy mismo les rompo la puerta para que paguen de una vez –prometió el señor Chávez.
- Hay una vecina que no vive en su departamento –comentó la señora Villacorta–, pero yo voy a pagar por ella y cuando venga le paso la factura.
- Debo reconocer que en mi edificio son los más morosos –aceptó la señora Huamán¬–, pero yo me comprometo a que hasta el sábado todos están al día.
- Pero a todos los que deben se les debe cortar el agua, ¿por qué no se les corta el agua? –mugió indignada y a la vez indiferente, la Chimoltrufia del 8.
- [¿Acaso puede ser posible que esta fea no se acuerde que debe tres meses de renta y todos los meses de cuotas? ¿O es que el sistema está mal? No creo, porque eso significaría que yo me equivoqué, y eso es imposible] –pensé.
- No pues señora –intervino la señora Mandujano–, hay gente que no puede pagar porque no tiene plata. Hay que ser comprensivos también.
- ¿Y quien va a pagar por ellos? ¿Tú? –la enfrentó la federica del 8.
- Ay señora, pero qué poco sentido del tino tiene usted.
- No, no. A mí me gustan las cosas claras y directas. Yo no me ando con rodeos tontos. Al pan, pan. Y al vino, vino.
- Por favor vecinas, en vez de pelear, hay que buscar soluciones –instó el señor Chávez.
- Es que hay reglas pues, y las reglas dicen que al que no paga se le corta el agua. Punto. Así que no venga usted a estar queriendo quedar bien con la Mandujano –golpeó la federal.
- Discúlpeme señora, pero yo no le permito…
- ¡No te disculpo nada, y a mí tú no vienes a no permitirme nada, viejo verde!
- [¡Ouch!] –dije dentro de mí.
- No voy a soportar una insolencia más de su parte –cuadró el señor Chávez.
- ¿Y qué vas a hacer, pegarme? –retó la descarada.

Todos los presentes estaban rojos de cólera y alterados hasta las uñas. Miraban a la delegada del 8 como queriéndola devorar, y nuevamente empezó el concierto de sonidos aturdidores.

- Esto es el colmo, qué barbaridad –manifestó la señora Otiniano, levantándose de su asiento– Ahorita mismo iniciamos una asamblea extraordinaria. Estamos todos y eso es suficiente.
- ¡Sí! –gritaron todos
- Yo pienso que esta señora no debe permanecer como delegada –reclamó el señor Chávez.
- Y ¿quien eres tú para quererme quitar mi cargo? –se defendió la ninfa de los pejesapo.
- El reglamento dice que la junta puede separar de su cargo a quien se comporte inadecuadamente en sus funciones.
- Eso sólo lo pueden decidir los vecinos de mi edificio.
- En realidad no es el reglamento el que dice eso –acoté–, es la Ley.
- Así es. Sugiero que votemos para de una vez sacarla y que los del 8 elijan a otro –pidió la señora Mandujano.
- A ver, vecinos –levantó la voz la señora Otiniano–. Yo creo que no es necesario llegar al extremo con este asunto. Recién estamos comenzando a vivir en comunidad y muchos ni siquiera nos conocemos muy bien. Sugiero que para no empezar de una forma tan traumática, sólo dejemos constancia de una llamada de atención a la señora, por su lenguaje y su comportamiento.
- ¡A mí nadie me llama la atención! Nadie es mi madre aquí –disparó musa del cieno.
- Entonces ¿usted quiere que la echemos de la reunión y de su cargo, señora?
- A ver atrévanse pues y díganme si lo que reclamo no es justo.
- Lo que reclama es justo señora, pero las leyes déjeselas a los abogados, nosotros somos vecinos y hay que poyarnos.
- Yo no voy a pagar un centavo por otros. Los que quieren ser tontos útiles que lo sean, pero a mí ni me toquen el bolsillo.
- Qué forma de crear discordia, por Dios –se lamentó la señora Villacorta.
- Entonces ayúdenos a cobrarles a los que deben pues, señora –sugirió la señora Huamán.
- Yo no tengo tiempo. Yo trabajo. ¿Qué creen, que estoy ociosa? La administración debe hacer eso. ¿Por qué no le corta el agua a quienes deben?
- Es cierto –intervine finalmente–. Nuestra empresa tiene esa prerrogativa, la misma que nunca hemos hecho afectiva.
- ¿Y por qué pues? Ahí está su ineficiencia, ¿ya ven?
- No lo hicimos porque nosotros nos somos una empresa mercantilista, señora. Nosotros no estamos aquí para sacarles la plata a los vecinos, sino para trabajar dándoles un buen servicio, esperando que ustedes nos paguen el precio por ello. Imagínense si yo mando a mis administradores a cortar el agua al día siguiente del vencimiento de los recibos… por lo menos el 80% del condominio se queda sin agua.
- Es cierto –murmuraron todos.
- Ahora bien –continué con aires de estratega– yo podría mandar a hacer el corte del servicio, para obligar a los deudores a cumplir con sus responsabilidades.
- Pues hágalo –insistió la del 8.
- Empezando con los del edificio 8 –proseguí con calma.
- Ok, ¿Cuándo lo haría?
- Ahora mismo.
- N-no. Primero déjeme ponerlos en sobre aviso.
- ¡Ay señora! –se exaltaron los demás asistentes–. Usted es la primera en reclamar, ¿y ahora se echa para atrás? –yo sólo atiné a sonreír con rostro burlón.
- Es que mi edificio es el más responsable de todos y creo que se merecen que primero les avisemos una medida así –se defendió la moticuca.
- Si su edificio es el más responsable, imagino que es el único que no tiene deudores, ¿no señora? –interrogué.

Fue entonces que por fin pareció que la desgarbada mujer empezaba a comprender la verdadera dimensión del problema en el que se había metido. Su momentáneo ensimismamiento ante mi pregunta, pareció demostrar que había regresado a una realidad evadida antes gracias al descontrol de su carácter y, tal vez, a la conchudez con la que se guiaba por la vida. Finalmente, mirándome directamente a los ojos y ya previendo lo que iba a hacer a continuación, dijo con tono de resignación:

- Tal vez puede haber unos pocos que todavía deben.

El salón se embotó de un caos de sonidos insoportable. Voces alteradas y coléricas se confundía con los sonidos chirriantes y perturbadores de las sillas rallando el piso de losetas. Varios delegados se pusieron de pie indignados, especialmente aquellos que habían aceptado de buena fe que había deudores irresponsables en sus edificios. Yo levanté la mirada y disfruté, con placer de orgasmo, de la vista de aquella batahola que había propiciado. Esperé unos segundos y, cuando noté que la chicha estaba a punto de llegar a su máximo punto de ebullición, me puse de pie y en voz alta anuncié que a continuación daría a conocer la lista de deudores del edificio 8.

- Efectivamente –empecé diciendo–, el edificio 8 es uno de los más responsables, porque sólo tiene un deudor.
- Ah bueno –dijo la señora Otiniano–. Eso es más tranquilizante.
- Así es. Díganos el nombre y vamos a tocarle la puerta ahora mismo para que haga el pago –sugirió la señora Mandujano.
- ¿Y si no está o simplemente no quiere pagar? –consulté.
- Pues le cortamos el agua y lo excluimos del servicio de limpieza –propuso el señor Chávez.
- No exageremos, señores –llamó al orden la señora Otiniano–. Sólo vamos, le tocamos la puerta y le decimos que si no paga le pondremos una mora ascendente del 30% por cada mes vencido.

La del 8 se había replegado detrás de tres personas. Ya no vociferaba, ya no reclamaba ni insultaba. Se limitó a escuchar los planes de castigo que se tejían contra ella en su delante. La cara se le había puesto rojísima y anunciaba un cataclismo psicológico una vez que este servidor develara el misterio de la identidad del único deudor maldito del edificio 8.

- Ok, eso se hará entonces –proseguí–. A continuación leeré las deudas que esa persona mantiene con la administración y al final diré el número de su departamento y su nombre.
- ¿Es que tiene más de una deuda? –preguntaron todos indignados–. ¡Qué tal concha!
- Así es, señores. Bueno, atención: esta persona debe tres meses del pago regular de mantenimiento, mayo, junio y julio, lo que asciende a un total de 210 soles, casi la mitad del sueldo de uno de los vigilantes, plata que tuvo que salir de las arcas de la empresa para cumplir con los trabajadores. Además de ello debe, de abril, la cuota que todos pagaron para construir el botadero de basura, que ascendía a un total de 25 soles por persona. Debe, de mayo, la cuota de 10 soles para mandar a enrejar el estacionamiento. Debe, de junio, los 15 soles de la cuota para mandar a cambiar las puertas metálicas de las entradas al condominio. Y finalmente debe, de julio, los 20 soles de la cuota para mandar a construir la caseta de los vigilantes.
- ¡Dios mío! –se sorprendieron todos.
- Esa persona cree que está viviendo en un asentamiento humano –reflexionó la señora Villacorta.
- A ver muñeco, dinos de una vez quien es esa persona para ir ahorita mismo a buscarla –me instó la señora Otiniano.
- Bueno señora, y señores todos, no será necesario salir de este salón para dar con esa persona –anuncié–, porque está aquí, con nosotros y es la causante de que esta discusión se haya llevado a cabo… es la propietaria del departamento 101, la señora delegada del edificio 8.

En ese momento pareció que el mundo se venía abajo. Todos voltearon al mismo tiempo buscándole la cara a la feísima. Las tres personas que le habían estado sirviendo como escudo y escondite se apartaron rápidamente de ella como si de una peste se tratara. El señor Chávez se puso de pie de forma amenazante, la señora Mandujano empezó a lamentarse por la sinvergüencería del mundo, la señora Villacorta y la señora Huamán se pegaron a la señora Otiniano para hacerle rápidas sugerencias de castigo contra la conchuda, los demás rodearon a la ya morada delegada quien no pudo contener las lágrimas. Yo me senté nuevamente y pensé: “[¡Muá-jajaja!]”

La señora Otiniano llamó al orden y, con voz ceremoniosa anunció:

- Desde hoy la señora delegada del edificio 8 queda relegada de su cargo y ya no será reconocida como tal ni ante la administración, ni ante esta junta. En asamblea de edificio, convocada para mañana a las 7 de la noche, los propietarios del edificio tendrán que elegir a una nueva delegada. Se le exige a la ex delegada que pague sus cuentas pendientes con la administración con una penalidad a cada una del 30% del monto, y que cumpla con abonar las cuotas detalladas en su estado de cuenta. Hasta que lo haga, se le cortarán los servicios de agua y limpieza.

Todos aplaudieron con fuerza al escuchar la sentencia. Lanzaban vivas y algunos empezaron con el “¡fuera, fuera!” de estilo. A la humillada mujer no le quedó más que retirarse del salón con la cabeza gacha y la mirada hundida en las profundidades de la tierra.

Dos horas después, cuando ya me dirigía a casa en medio del odioso invierno limeño, decidí entrar a tomar un cafecito a un local muy acogedor que encontré de casualidad, y mientras me dejaba seducir por el aroma de mi adicción predilecta, saqué de mi maletín mi adorado ejemplar de Una Temporada en el Infierno, y con el placer orgásmico que aún me quedaba empecé a leer: “Una noche senté a la belleza sobre mis rodillas –y la encontré amarga– y la injurié”.