miércoles, 7 de enero de 2015

La religión, esa enfermedad mental.



Mamá se volvió evangélica cuando yo tenía, creo, siete años. Desde entonces, la crianza y educación que recibí estuvo basada casi exclusivamente en esta rama del cristianismo. Levantarse todos los días a las 6 a.m. a orar, leer la biblia y reflexionar sobre Dios, y nuestras vidas, bajo la guía de libros especializados escritos por pastores generalmente americanos, los que —en lenguaje didáctico— indicaban cómo era ser buen cristiano; y, claro, lo que ellos decían es lo que debíamos hacer nosotros.

En esa época, recuerdo, mi casa se convirtió prácticamente en un templo. La entrega a la religión fue total. Mamá asistía de manera disciplinada a sus clases bíblicas con los consejeros de la iglesia. Papá se "convirtió" y se bautizó, mis hermanos mayores, mal que bien, hacían la pantomima de que también le entraban al asunto y yo... bueno, yo me volví un chibolo entregado a y temeroso de Dios. Con fe ciega seguí todo aquello que me iban enseñando tanto en casa como en la iglesia. No dudaba en absoluto de las palabras de los pastores, los consejeros, los ujieres, los líderes, etc. Incluso cuando, al promediar 12 años, recibí consejos y enseñanzas de un pastor en claro estado de ebriedad, jamás puse en tela de juicio aquello que me decía. ¿Y cómo hacerlo, si los principios de estar con Dios es creer, no dudar y obedecer?

Muchas cosas me enseñó la religión gracias a que la usaron como método de crianza: me enseñó que hay verdades en las que debemos creer “porque sí”, sin investigar y sin tener pruebas, sólo creerlas y ya; me enseñó de que quienes no pertenecen a mi grupo de fe están equivocados y, pues, pobres, están perdidos; pero lo más nocivo de sus enseñanzas, tal vez, —siguiendo la lógica de lo anterior— fue eso de que yo tenía la razón y que no importaba lo que me dijeran, previnieran o probaran: yo tenía la razón porque he conocido a Dios y él me reveló la verdad, lo correcto y la razón; de modo que todos aquellos que no compartían eso conmigo estaban equivocados e inevitablemente arderían en el infierno. Así de simple. A todo este caldo hay que agregarle, claro, su respectivo elemento de desprecio hacia los diferentes (los pecadores), su cuidadosa cuota de negación total de lo contrario (la ciencia) y, por supuesto, su bondadosa porción de homofobia —entre otras fobias.

Así de dolorosa es la cosa y así de dolorosa es la circunstancia que hoy me anima a escribir esto, a modo de reconocimiento público de que mis viejos, a pesar del inmenso amor que me han dado siempre, se huevearon olímpicamente al darme una crianza basada en algo tan nocivo y perverso. Sé que muchos no estarán de acuerdo con estas palabras, pero en fechas y momentos como estos, cuando el mundo enfrenta la atroz realidad del salvajismo al que puede conducir la religión fanatizada, es necesario que muchos, miles, salgamos a expresar la única verdad real que ella esconde: la religión es una enfermedad mental.

Lo es porque nos aliena y nos mantiene en un estado animal, divorciados de todo indicio de razonamiento, ciegos ante la realidad que nos rodea. Ella es el resultado de nuestra persecución por la comodidad, ella es una de las consecuencias del temor que sentimos por la libertad, por el razonamiento y por la lógica. Ella nos ha sido proporcionada a través de los siglos, de generación en generación, al grado que, ahora, la vemos como parte normal y fundamental de nuestras vidas… al grado que, muchas veces, quizá, seríamos capaces de morir o de matar por ella.

Yo no me trago la idea de la tolerancia intelectual con la religión, del mismo modo que no me trago la idea de que “todos tienen su opinión y ella debe ser respetada”. ¿Respetar algo que está equivocado? ¿Por qué? Señalarlo y denunciarlo para que no siga expandiéndose por el mundo y la humanidad volviéndola equívoca, errada y falsa; eso es lo que debemos hacer. Así lo hicieron muchos y así lo hacían, hasta ayer, los caricaturistas de Charlie Hebdo, la revista satírica francesa, asesinados cruelmente por fanáticos religiosos musulmanes.

Leí por ahí que uno no debe ponerse a culpar a la religión por lo malo que hacen los religiosos, como no podemos culpar al fútbol por los desmanes que hacen las barras bravas cada que hay partido. Pero creo que quien escribió eso no entiende (o no quiere entender) que lo segundo es consecuencia directa de lo primero y, por lo tanto, sí debemos culpar a uno como causa del otro; así de sencillo. Y es por ello que, sin paltas, me atrevo a señalar directamente a la religión como causa de la masacre ocurrida hoy en Francia. Masacre que, dicho sea de paso, es sólo una pequeña muestra de las monstruosidades que a diario son cometidas en medio oriente por extremistas como los que hemos visto hoy en video asesinando a un policía; es sólo un pequeño ejemplo de las barbaridades que, a través de la historia, se viene cometiendo en nombre de la religión, de cualquier religión del mundo.


Mi amistad y mi cariño para mis conocidos que son religiosos y se ven afectados por estas líneas. Mi afecto sincero por ellos como personas… pero mi irrespeto total por su fe y su creencia de que “saben algo que el resto no sabe y por eso son mejores”, algo que, tarde o temprano, les puede llevar a verme como un ser inferior a ellos (si es que no lo ha hecho hasta ahora).