Ahhhh, el fútbol… deporte de masas practicado por todos y sólo generoso con pocos. Un arte físico que cautiva, emociona, desvive y gratifica. Un resumen de la vida y de la existencia que, además, también molesta, abochorna, entristece y frustra. Ninguna actividad más ideal para experimentar o atestiguar cosas como la buena camaradería, los altibajos de la colaboración, la capacidad de liderazgo, la histeria del triunfo o la hiel maldita de la derrota.
Borges decía "El fútbol
es popular porque la estupidez es popular". Para Borges el fútbol es feo
estéticamente. "Once jugadores contra otros once corriendo detrás de una
pelota no son especialmente hermosos"... "Bueno, es que Borges no podía jugar fútbol pe, causa", le respondí yo a mi pata, hace varios años atrás, cuando me contaba la aversión que el escritor argentino tenía por el deporte rey.
Claro que eso lo decía desde mi perspectiva de jugador amateur de fulbito, mucho antes de comprender lo que Borges, desde su silla, ya había entendido y lo que realmente quería decir. No imaginaba en aquel tiempo que, algunos años después, iba a sentarme a escribir un post no tanto contra el fútbol, sino, más bien, contra el fútbol mediocre... más específicamente: contra el fútbol peruano.
Y es que del fútbol se
piensa, se habla y se escribe mucho porque lo amamos, porque, simplemente,
hemos decidido erigirlo como nuestro máximo dogma de fe sin importar cuestiones
vanas como el sexo, la raza o –vaya ironía– la religión. Y aunque no soy bueno
para estas cuestiones de transponer mis ideas revueltas al documento escrito,
creo que queda claro que estoy hablando de una de las máximas expresiones de
nuestra especie, de una de aquellas cosas que, objetivamente, definen
nuestra humanidad.
De entre
lo feo y lo bonito que tiene el fútbol, importa realmente, de manera
consensuada, aquello de lo que carece más, aquello de lo que tiene menos:
lo bonito. Por ejemplo, casi nadie deja que el mal desempeño o el nulo talento
de muchos (de la gran mayoría) apague la devoción masiva que existe por el
deporte rey y, más bien, casi todos persistimos en obviar lo feo, lo
antiestético, lo desagradable y lo burdo del mismo; casi de la misma manera en
que gustamos de apreciar y de apasionarnos por un buen culo olvidando que del
mismo sale caca.
Esta mala
costumbre se comprende y se entiende medianamente en aquellos lugares donde, a
pesar de lo exiguo de su preciosismo, al fútbol por lo menos le alcanza para
poder mostrarse como algo tolerable (se me ocurre mencionar aquí a México y a
Argentina, por ejemplo –y, ojo, es la opinión de un lego en la materia–). Y,
más aún, ese nocivo hábito es totalmente disculpable en los sitios donde las
palabras belleza y lindura pueden tomarse como sinónimos de la palabra fútbol
(Brasil, España, Inglaterra). Y sí: la obviedad de un lugar llamado Perú en
este último párrafo es a propósito.
En nuestro país
es inconcebible lo anteriormente señalado. Aquí, el balance justo o
parcializado de lo bonito y lo feo en el fútbol simplemente no existe. Aquí el
fútbol parece empeñado en convertirse en una muestra de arte conceptual hecho
con el vómito de un borracho que cenó frijoles con chanfainita. Aquí ese
deporte no alcanza siquiera para hacer llevadera la calamitosa práctica del
gusto por la basura. Es tan feo nuestro fútbol que podríamos decir que somos el
país al que ni siquiera le es dable tener aquella mínima excusa con la que
cuentan países como México y Argentina para agitarse en los estadios. Es como
si las circunstancias hubieran encontrado en este lugar las condiciones
adecuadas para la negación de una de las mejores definiciones de humanidad,
como si algún bromista se hubiera empeñado en dejar cerrada la llave del flujo
de talento en las piernas de los cholos desde hace más de treinta años.
Por eso es imperioso que, a pocas horas de que se produzca uno más de los deplorables y lamentosos partidosde la selección peruana, alguien levante el dedo y con cara arrugada diga lo
que todos parecen querer ignorar: en el Perú no se juega algo de buen fútbol,
no se van a ganar partidos importantes, no iremos al mundial 2014 y todos los
hinchas van a seguir sufriendo nuevas y peores decepciones por muuuuucho más
tiempo.
¿Que es fácil
hacer el papel de aguafiestas? Sí. Y no sólo es fácil, es también muy
divertido. Tan divertido como burlarse de un loquito que espera con ansias que
un cerdo vuele, o como ser testigo de la idiotez de un país entero que siente
afición por lo dañino, o como suspirar de lástima por lo absurdo de la fe de
quienes creen en lo inexistente.
Así que, amigo
lector, compañero aficionado, sufriente paisano melancólico de glorias
futboleras pasadas: ¿por qué mejor esta noche no haces algo más productivo y
saludable? ¿Por qué mejor no dejas la oficina y sales a disfrutar de las pistas
sin tráfico, de una buena Cusqueña en un bar, de un concierto gratuito en un
centro cultural o de una cena familiar viendo programas chistosos que no dicen
nada (bueno, esto último puede ser fácilmente cambiado por algo mejor, por si
acaso)? Olvídate de la rojiblanca que, seguramente, otra vez será manchada con
lágrimas de pena después del partido. Ya no pienses más en los cuatro
fantásticos o los cuatro fantoches. Cuídate y cuida a los tuyos. Ya es
suficiente con tener un sistema de salud hasta las patas como para aumentar más
los casos de depresión en plena huelga de médicos. Si esta noche quieres
fútbol, mejor sal a la canchita del barrio y échate un partido con tus patas.
Créeme, eso es mil veces mejor que estar sentados viendo un partido hasta las huevas
y ensanchando la panza chelera. Te lo digo por propia experiencia.