viernes, 16 de marzo de 2012

César Vallejo, el cagón.






Quién hace tanta bulla y ni deja
testar las islas que van quedando.


Hace años atrás estuve en clases de literatura en la academia pre universitaria. El profe Percy cogió un poemario y nos leyó de corrido el primer poema del mismo. Luego preguntó: "¿Saben de qué se trata este poema?", sin recibir respuesta alguna de nuestra parte. "Se trata de...", dijo y todos en el aula quedamos absortos. Voces de sorpresa en las carpetas de adelante, "¡chuchas!" en las carpetas del centro y risotadas en las carpetas del fondo. Conmoción generalizada por lo que realmente quería decir aquel puñado de palabras acomodadas de modo críptico. Sorpresa masificada por el significado tan mundano e inmundo de ese poema que abría uno de los poemarios más importantes de la historia universal: Trilce de César Vallejo.


Un poco más de consideración
en cuanto será tarde, temprano,
y se aquilatará mejor
el guano, la simple calabrina tesórea
que brinda sin querer,
en el insular corazón,
salobre alcatraz, a cada hialóidea grupada.


Y no era para menos, pues en aquel salón de clases la mayoría éramos adolescentes que acababan de salir de la secundaria y para quienes el nombre de César Vallejo -si bien no desconocido- era uno que estaba ligado, principalmente, a dos cosas: el aburrimiento de las clases de literatura impartidas en los colegios estatales por profesores que no sabían nada de literatura y el fastidio de leer, escribir, escuchar o -peor aún- recitar siempre los mismos poemas de aquel autor, tales como el universal "Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¿yo no sé!", o el consabido "Me moriré en París con aguacero, un día del que ya tengo el recuerdo", o el más que usual "Al fin de la batalla y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre y le dijo: no mueras, te amo tanto"; cuestiones que no necesariamente hacían despertar el ánimo y el fanatismo de aquellos, nosotros, púberes peruanos por el poeta peruano más importante de nuestra historia.

Así que aquel poema leído en clases por el profe Percy y la revelación de su escatológico significado fue un zarandeo que, en lo personal, me mueve hasta hoy. Fue una especie secreto descubierto que, más tarde, me ayudaría para perpetrar algunos de mis más memorables (aunque pobres e insignificantes) atentados literarios contra la poesía. Fue una epifanía que me mostró el camino a seguir para llegar a comprender una de las cualidades más valiosas y preciadas de la literatura: uno puede burlarse de la gente a pleno gusto y sin que ellos lo sepan, tan sólo aprendiendo a manejar el lenguaje escrito (la que, por cierto, es la cualidad que más me anima a seguir practicando -aunque sea de manera amateur- este vano oficio).


Un poco más de consideración,
y el martillo líquido, séis de la tarde
DE LOS MÁS SOBERBIOS BEMOLES.



Ahora bien, no es que desde entonces me haya vuelto un hambriento devorador de la obra de Vallejo o me haya tornado en un asiduo estudioso de sus poemas y relatos. En realidad sólo puedo decir que, hasta la edad que tengo, he ido siendo un lector un poco más que promedio de su repertorio. Supongo que al nivel de cualquier otro peruano interesado en las letras universales. Sin embargo debo rescatar la importancia que tuvo en mi vida aquella experiencia con el vate liberteño. Lo necesario que fue el hecho de que me haya sido presentado de la manera en que lo fue: tan terrenal, tan vano y tan humano. Como un autor endiosado por mis mayores y estudiado por mis pares sin saber muy bien por qué, que básicamente apareció aquella mañana en la clase de literatura, desde la voz del profe Percy, como un tipo flacucho, pensativo, divo de las letras que, con bastón en mano, nos decía: yo también cago.

¿Y por qué la necesidad de presentar hoy así a Vallejo, digo, hoy justamente que celebramos ciento veinte años de su nacimiento? Creo que, primero, por una cuestión de pedagogía, pues, de todas las maneras y técnicas que puedan usarse para jalar la atención de las personas sobre algo a enseñarles, la mejor es la de humanizar a ese algo, de tal modo que el aprendiz o el educando lo sienta a su nivel, lo entienda como algo cercano y familiar y no tenga temor a ir conociéndolo más, a ir entendiéndolo a profundidad y, ¿por qué no?, a asesinarlo después, si es que lo cree necesario.

En segundo lugar, por lo ocurrido hace unos días con una columna de opinión en el diario El Comercio, en la que un señor se atrevió a decir que, prácticamente, César Vallejo es una mala influencia para los peruanos y que poco más y es un cagón de esos que sólo busca sumergir a la gente en un hoyo sin salida.

Aquello fue algo que me ha causado una decepción tan enorme, tan honda, que he llegado a pensar que nuestro Perú definitivamente ha entrado a una fase gravísima de aquella enfermedad que Mario Vargas Llosa definió como "país jodido". Es decir, el sólo hecho de que exista una corriente de opinión (minoritaria y casi insignificante, es verdad) que devalúa a uno de los poetas más importantes de los últimos doscientos años, mostrando con ello una total ignorancia sobre el contenido y significado de su obra, hace que uno, sencillamente, pierda la esperanza respecto a lo dicho y hecho justamente por aquel a quien esa corriente de opinión vapulea.

Pero, a pesar de todo ello, sacando fuerzas de la blandura de mi fe y en una especie de acto desesperado, debo pedir a gritos que, ¡por favor!, todos ustedes, los pocos que vayan a leer estas líneas, corran a la librería más cercana o, mejor, donde su librero casero del Jirón Quilca -o de Amazonas- y compren un ejemplar de Los Heraldos Negros, Trilce o Poemas Humanos. Y léanlo. Descubran allí a ese señor flacucho, pensativo y con bastón que yo descubrí hace años en la clase de literatura. Descubran allí a ese poeta del dolor del que todos nos han hablado desde chicos. A ese hombre que parecía eternamente sufriente. A ese pata que decía "Yo nací un día en que Dios estuvo enfermo", no por ser cagón y malograr el futuro de quienes lo leyeran, ni con el fin de mal influenciarte, ni para destruir tu positivismo pop versión 2.1, sino para transmitirte algo tan simple como el hecho de que en el mundo que manejan los hombres hay, definitivamente, algo que está mal, algo de lo que debemos ocuparnos ya. Y descubre también allí a ese pendejo de mierda que, en el primer poema de su poemario más atrevido, más audaz y más vanguardista nos cuenta cuan rico se siente y cuanta paz se necesita al momento de realizar el acto ocioso de cagar.


Y la península párase
por la espalda, abozaleada, impertérrita
en la línea mortal del equilibrio.

(Trilce, poema I)