Por Fred Borbor
La educación llegó a mi vida cuando terminé la secundaria. Así de simple y sencillo. Fue como abrir los ojos después de un sueño profundo o recibir de repente la potente luz solar después de haber atravesado una oscura cueva por once largos años. Claro, mis viejos estaban pagando entonces 150 soles de mensualidad en una academia pre-universitaria, algo que no tuvieron que hacer mientras yo estudiaba mi educación básica en colegios nacionales.
De pronto todo empezó a esclarecerse: las matemáticas eran entendibles, la biología era digerible, la química dejó de ser un idioma extraño, la historia tenía sentido, la lingüística empezó a ser algo fascinante y la literatura adquirió su aura de misticismo inherente. El mundo real se descubría, el gueto se abría y empezaba a ser algo del pasado olvidable. Los profesores eran patas queridos, jóvenes y viejos que, con un sueldo aceptable, cumplían mínimamente con los requisitos que un educador del siglo 21 debía tener. Hubiese querido más, pero esa era la plata que había pues.
En medio de toda esa algarabía descubridora, hubo una clase que especialmente se quedó impregnada en mi recuerdo tanto que hasta el día de hoy la uso como referencia para discutir sobre temas de educación. Un profe, chibolo nomás, nos enseñaba los principios básicos de la estadística y, en un aparte, nos comentó justamente los datos estadísticos de la prueba PISA que la UNESCO había realizado últimamente en todos los países de Latinoamérica. Se trataba de un estudio y análisis sobre la realidad educacional de nuestro continente: el Perú obtuvo el último lugar en la prueba. El 80% de los jóvenes peruanos de aquel entonces, entre los 15 y 20 años –yo tenía 16– no podíamos llevar a cabo tareas básicas de lectura, es decir que no sabíamos entender lo que leíamos, es decir que éramos analfabetos.
No voy a decir que me indigné, que me enojé o que me sorprendí por la información que ese profesor nos dio (vamos, nunca he sido un ejemplo de patriota positivo), pero sí recordé de inmediato mi maravilloso periodo en el colegio en el que me la pasaba rascándome las pelotas por varios meses, mientras que todos mis profesores hacían huelgas por quién diablos sabe qué.
Bueno, el mismo recuerdo me vino a la cabeza el día de ayer (miércoles 1 de setiembre de 2010) cuando escuché a la señora Susana Villarán anunciar que tiene un compromiso con el SUTEP (Sindicato Único de Trabajadores de la Educación del Perú) para desarrollar programas educativos para Lima provincia y Región, en otras palabras, para poner la educación de la capital en manos de aquellos mismos profesores que me enseñaron hace diez años, y los que le enseñaron a mis hermanos hace 20 años y los que quizá hasta le enseñaron a los padres de muchos de ustedes hace treinta años. Ya, ¿y cuál es el problema? Pues, nada más y nada menos que se trata de los mismos responsables –en un gran porcentaje– de aquel infame último puesto que el Perú ocupara allá por los dos miles en la prueba PISA de la UNESCO.
La educación que nuestra generación recibió en la década de los noventas (vamos a hablar claro) fue una reverenda mierda. Culpa del gobierno, sí, pero culpa de una agrupación de torpes, ineptos e incompetentes como el SUTEP; también. Gente que se dedicó al pillaje y a la corruptela del sector más importante de nuestro país, poniendo en jaque constantemente a los casi nulos intentos de reforma de la dictadura fujimorista, promoviendo huelgas y paros en pro de la no regulación del sistema educativo, en contra de las necesarias evaluaciones periódicas a sus agremiados (casi todos nuestros ex profesores), sin preocuparse por actualizarse y estar a la altura de lo que las exigencias del mundo moderno tiene y atacando cualquier deseo de renovación en su cúpula de poder (Patria Roja maneja el SUTEP hace más de treinta años porque, claro, no creen en los procesos democráticos).
Nílver López, el señorito al que Susana Villarán pretende otorgar el manejo de la educación Limeña, fue uno de los más recientes dirigentes del SUTEP. Con él a la cabeza, para citar un ejemplo, se paralizaron las clases por casi sesenta días durante el 2006 y 2007, ¿por qué?, porque don dirigente gremial no estaba de acuerdo con la evaluación de sus agremiados.
O sea que, a aquel dinosaurio viejo y en estado fósil llamado SUTEP, responsable de todo lo arriba citado, dominado por una agrupación que esgrime todavía –en pleno siglo 21– ideas dignas del archivo de “La hora del lonchecito” de Radio Felicidad, y causantes en buena cuenta de la reverenda mierda que tuvimos como educación en los últimos cuarenta años; ¿le vamos a dar un voto de confianza? Ojalá que no.
Posdata: estudié en la academia pre-universitaria durante un año (¡un año de la conchasumadre!) y no ingresé a la universidad. ¿Por culpa de la mala educación impartida allí? No, por vago. Pero ese ya es tema de otro post.
De pronto todo empezó a esclarecerse: las matemáticas eran entendibles, la biología era digerible, la química dejó de ser un idioma extraño, la historia tenía sentido, la lingüística empezó a ser algo fascinante y la literatura adquirió su aura de misticismo inherente. El mundo real se descubría, el gueto se abría y empezaba a ser algo del pasado olvidable. Los profesores eran patas queridos, jóvenes y viejos que, con un sueldo aceptable, cumplían mínimamente con los requisitos que un educador del siglo 21 debía tener. Hubiese querido más, pero esa era la plata que había pues.
En medio de toda esa algarabía descubridora, hubo una clase que especialmente se quedó impregnada en mi recuerdo tanto que hasta el día de hoy la uso como referencia para discutir sobre temas de educación. Un profe, chibolo nomás, nos enseñaba los principios básicos de la estadística y, en un aparte, nos comentó justamente los datos estadísticos de la prueba PISA que la UNESCO había realizado últimamente en todos los países de Latinoamérica. Se trataba de un estudio y análisis sobre la realidad educacional de nuestro continente: el Perú obtuvo el último lugar en la prueba. El 80% de los jóvenes peruanos de aquel entonces, entre los 15 y 20 años –yo tenía 16– no podíamos llevar a cabo tareas básicas de lectura, es decir que no sabíamos entender lo que leíamos, es decir que éramos analfabetos.
No voy a decir que me indigné, que me enojé o que me sorprendí por la información que ese profesor nos dio (vamos, nunca he sido un ejemplo de patriota positivo), pero sí recordé de inmediato mi maravilloso periodo en el colegio en el que me la pasaba rascándome las pelotas por varios meses, mientras que todos mis profesores hacían huelgas por quién diablos sabe qué.
Bueno, el mismo recuerdo me vino a la cabeza el día de ayer (miércoles 1 de setiembre de 2010) cuando escuché a la señora Susana Villarán anunciar que tiene un compromiso con el SUTEP (Sindicato Único de Trabajadores de la Educación del Perú) para desarrollar programas educativos para Lima provincia y Región, en otras palabras, para poner la educación de la capital en manos de aquellos mismos profesores que me enseñaron hace diez años, y los que le enseñaron a mis hermanos hace 20 años y los que quizá hasta le enseñaron a los padres de muchos de ustedes hace treinta años. Ya, ¿y cuál es el problema? Pues, nada más y nada menos que se trata de los mismos responsables –en un gran porcentaje– de aquel infame último puesto que el Perú ocupara allá por los dos miles en la prueba PISA de la UNESCO.
La educación que nuestra generación recibió en la década de los noventas (vamos a hablar claro) fue una reverenda mierda. Culpa del gobierno, sí, pero culpa de una agrupación de torpes, ineptos e incompetentes como el SUTEP; también. Gente que se dedicó al pillaje y a la corruptela del sector más importante de nuestro país, poniendo en jaque constantemente a los casi nulos intentos de reforma de la dictadura fujimorista, promoviendo huelgas y paros en pro de la no regulación del sistema educativo, en contra de las necesarias evaluaciones periódicas a sus agremiados (casi todos nuestros ex profesores), sin preocuparse por actualizarse y estar a la altura de lo que las exigencias del mundo moderno tiene y atacando cualquier deseo de renovación en su cúpula de poder (Patria Roja maneja el SUTEP hace más de treinta años porque, claro, no creen en los procesos democráticos).
Nílver López, el señorito al que Susana Villarán pretende otorgar el manejo de la educación Limeña, fue uno de los más recientes dirigentes del SUTEP. Con él a la cabeza, para citar un ejemplo, se paralizaron las clases por casi sesenta días durante el 2006 y 2007, ¿por qué?, porque don dirigente gremial no estaba de acuerdo con la evaluación de sus agremiados.
O sea que, a aquel dinosaurio viejo y en estado fósil llamado SUTEP, responsable de todo lo arriba citado, dominado por una agrupación que esgrime todavía –en pleno siglo 21– ideas dignas del archivo de “La hora del lonchecito” de Radio Felicidad, y causantes en buena cuenta de la reverenda mierda que tuvimos como educación en los últimos cuarenta años; ¿le vamos a dar un voto de confianza? Ojalá que no.
Posdata: estudié en la academia pre-universitaria durante un año (¡un año de la conchasumadre!) y no ingresé a la universidad. ¿Por culpa de la mala educación impartida allí? No, por vago. Pero ese ya es tema de otro post.