Por Fred Borbor
Los días fueron pasando rápidamente y todos empezaron a estar tristes y melancólicos, pues no podían estar en casa con los suyos sino lejos; extrañando, llorando y trabajando. Sin embargo yo estaba tranquilo, pues aquello no era algo que me afectase en absoluto ya que hacía varios años vivía solo y tranquilo, lejos de las extravagancias que significa el vivir con familiares alrededor. Yo vivía solo en Lima y disfrutaba mucho de mi soledad. Eso hizo que la afectación que todos sentían por la lejanía de casa sea causa de extrañeza e incluso de burla para mí.
Pero debo reconocer que de todas las tristezas, de todas las melancolías y de todas las depresiones que reconocía en cada uno de los rostros de los demás chicos, las tuyas parecían ser las más dolorosas Elena. “Ha de ser que se trata de un amor arruinado por la distancia” –pensé. Y es que debo serte sincero Elena, tu rostro bello, hermoso e impactante, se convertía en un compendio de todas las tristezas cuando a veces te alejabas de nosotros unos metros, buscabas con ansiedad tu cajetilla de Marlboro rojo y empezabas a fumar uno, dos y hasta tres cigarrillos seguidos mirando hacia el vacío; pensando, recordando, añorando o buscando quién sabe qué. También debo serte sincero en esto, aunque lo hago ya mucho tiempo después; que me doy cuenta –en base a puros descubrimientos casuales- que no estuve equivocado cuando pensé que habías dejado un amor a lo lejos, una historia talvez; una historia bastante dolorosa al parecer. En fin, creí que era más conveniente dejar a cada quien con sus cosas y traté de olvidarme de estos asuntos.
Estaba por aquellos días muy cerca la fecha de una fiesta y casi todos nosotros nos preparábamos para asistir aunque teníamos deberes laborales. En realidad me parece que nadie quería trabajar; por lo menos no hasta que pase la fiesta. Yo seguía yendo al cuarto que compartías con Rosa la parlanchina, aprovechándome de mi condición de amigo para poder verte, aunque nunca, o casi nunca, cruzábamos palabras. Y aún no sé si fue por tantas entradas y salidas a tu habitación, o por las tantas estupideces que decía. Si por tantos chistes malos que contaba, o por tantos datos que siempre me gustaba dar cada vez que tenía oportunidad; pero te empezaste a fijar en mí Elenita. Claro que ahora sé el motivo real de esa repentina fijación, pero ese ya es otro cantar sobre el cual no entraré en detalles. Bueno, quizá lo haga más adelante. Bueno, mejor lo hago ahora para no empañar esta carta en el futuro con detalles poco importantes: sé que el verdadero motivo de la fijación que tuviste hacia mí fue esa necesidad que tenías de siempre estar en busca de alguien. Tal vez me esté equivocando, tal vez esté acertado, pero hoy creo que ese fue el verdadero motivo para que me hayas visto con ojos de enamorada. Es la única respuesta que le encuentro a ese honor que tuve. ¿Qué mujer bonita se había fijado en mí antes? Solo una. Es más, ¿qué mujer con los cinco sentidos bien puestos podría fijarse en una persona como yo? Mejor no responderé a eso. Pero en resumen, es evidente que no me envolveré en alguna explicación psicológica del asunto Elena. Zapatero a tus zapatos. Yo no soy psicólogo, la psicóloga eres tú; yo solo soy un simple tinterillo por lo que tú eres la llamada a explicar mejor esta presunción que tengo. O en todo caso, algún día le pediré a mi amigo Héctor que me explique mejor todo este molondrón que tengo en la cabeza con respecto a tu necesidad de siempre estar en busca de alguien.
Elvira me hizo una noche una confesión que yo sinceramente no esperaba, pero que deseaba con todas mis ganas: “¡Amigo! Estás ganador. La de la pijamita quiere algo contigo. ¡Buena pillín!”.
“Qué, ¿si? Pero tu ya sabes que no estoy para esas cosas amiga.”
“¡Ay pancho! Tú y tu ‘botadera’ ya me tienen cansada. ¿Cuántas mujeres has perdido por eso? Ay, sinceramente yo no sé como se fijan las mujeres en ti; eres tan cojudo a veces”.
"Bueno amiga, tu ya sabes que soy un tímido de aquellos pues”.
"Ay no jodas huevón, bien que te gusta la chica y te haces el tarado. Aplica nomás”.
Era cierto Elena. Había algo en mí, que siempre me impedía comportarme a la altura cuando una chica me hacía caso. No sé por qué, pero de una u otra forma, siempre buscaba alejarla de mi lado. No me atrevo a llamarlo arrogancia porque sería algo muy pretencioso de mi parte, pero sí acepto que se parece mucho a eso.
El día que fuimos a la fiesta te veías espectacular. Nunca te había visto arreglada. Tu belleza había sido elevada a la “n” potencia, pues a lo natural de ella, le sumaste los acertados pincelazos que le diste con tus accesorios femeninos. En aquel momento, ya me imaginaba más o menos que te habías fijado en mí, pues mientras esperábamos el taxi, sin querer me tope con tu mirada. Una mirada tan directa, tan profunda y tan impactante. Tu rostro me decía con esa mirada: “me gustas”; o acaso así lo entendí entonces. Ahora entiendo que significaba: “necesito de alguien”.
Recuerdo que había muchos chicos en aquella fiesta. Demasiados para mi gusto y para mis odiados celos. Y es que al saber que yo te gustaba, empezó a engendrarse en mi mente aquel sentimiento de posesión que tanto detestaba ya que era algo que me había jugado malas pasadas en situaciones anteriores. Recuerdo por ejemplo, que poco tiempo antes de conocerte había pasado por una experiencia muy desagradable cuando, por esa mala costumbre de tener sentimientos de posesión con las personas que tenía a lado, me embriagué con virulencia y a altas horas de la madrugada desperté a quien creía me había traicionado; la insulté y la tildé de mujerzuela. Por eso es que detestaba ese tipo de sentimientos Elena, porque siempre nublaban mi juicio y me hacían reaccionar de maneras muy impulsivas. Pero creo que resulta inútil tratar de explicártelo ahora, pues esa es una faceta de mi personalidad que tú ya conoces. Sin embargo trato de justificarme ente ti con estas líneas para que le encuentres una explicación más lógica a aquellas innumerables veces que tuviste que soportarla. “No va a faltar alguien que de seguro intentará conquistarla esta noche” –pensé. Y sin embargo, a pesar de mis celos y a pesar de mi preocupación por lo expuesta que te encontrarías aquella noche a tantos chicos ávidos de los favores de una mujer hermosa, no dudé un solo instante en comportarme de forma desdeñosa contigo Elena. Cada vez que tú te acercabas para hablarme o para simplemente estar a mi lado, yo me comportaba de una forma realmente estúpida, pues me iba, te respondía mal o simplemente me desentendía de tu presencia. ¡Oh Dios! ¿Por qué nunca sé cómo tratar bien a quienes más quiero? Y ahora sí que no puedo poner como excusa de mi comportamiento a la mujer tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado, porque a decir verdad, aquella noche su figura y su recuerdo no importaron mucho para mí.
A medida que iban pasando las horas y el clímax de la fiesta iba llegando a su punto supremo, los rostros se compungían más al extrañar a la familia que estaba lejos. Yo como siempre traté de ser el malvado de la fiesta y el verdugo para todos, recordándoles que no importaba que tan mal se sintieran porque de todas maneras estaban lejos de casa. No faltó alguien que con lágrimas en los ojos me recordó que no debía ser tan impertinente. Los tragos iban y venían por doquier y alentados por su amargura celestial nos reunimos en círculo para contar chistes; chistes de todo calibre: americanos, europeos, caribeños y por supuesto, peruanos. Sin embargo, eso no fue lo más divertido y agradable de la noche, al menos no para mí. Porque lo más lindo que recuerdo de aquella noche es el instante en el que te acercaste a donde yo estaba sentado y te recostaste en mis hombros Elena. Debes creerme si te digo que fue un momento sublime, tan sublime que no me dejó ver que en realidad lo hacías buscando refugio de algo o buscando una tabla salvadora en medio de tu naufragio. Yo por supuesto actué como si nada pasara, como si no me importará aquel gesto cariñoso que me prodigabas. Hoy te confieso Elenita que sí me importó y también te confieso que si pudiese retroceder el tiempo y pudiese regresar a aquel instante, otro sería mi proceder, así como otro sería mi proceder en todo lo que tuvimos.
En medio de toda la algarabía de la fiesta, olvidamos que al día siguiente debíamos trabajar, ya que nos entregamos sin reservas a los placeres que ofrecen el alcohol, los cigarrillos y la marihuana. En medio de toda aquella algarabía fiestera, recuerdo que algunos empezaron a hablarte Elena, muy a pesar de que tu cabeza seguía recostada sobre mis hombros. Nadie respetó eso. Nadie se dignó a guardar distancia de la mujer que cariñosamente se apegaba al tonto que ni siquiera la miraba. ¿Dónde estábamos? ¡Un poco más de consideración digo yo! El hecho de que no la mirase, no le hablase ni corresponda a su mimoso acercacamiento no quiere decir que no esté interesado en ella señores, ¡por favor! Aunque admito que en esos momentos más dábamos la imagen de fraternidad que de complicidad romántica. De modo tal que todos empezaron a hablarte Elena. Todos querían ser tu compañía esa noche. Sin embargo no todos fueron tan desconsiderados conmigo ya que uno de ellos tuvo la gentileza, la inteligencia y la fineza -si es que no se trató de una burla- de preguntarme si éramos novios y, claro, yo respondí que no. Al menos eso es lo que me contó Elvira al día siguiente cuando recriminándome la descortesía contigo me riñó: “Eli me dijo que te comportaste malísimo con ella anoche ¿Cómo es posible que delante de todos hayas dicho que no la conoces?” Sin embargo en mi memoria, otra es la escena Elena. Te juro que yo me recuerdo diciéndole a toda la fiesta que tú estabas conmigo. Pero lo que le dijiste a Elvira de seguro es lo que sucedió realmente y tal vez solo estoy confundiendo mis recuerdos con las alucinaciones típicas de un ebrio. Lo cierto es que a partir de ese momento, la noche empezó a tornarse magra para mí.
Es en este punto cuando nuestra historia tuvo su primer detalle triste Elenita, ya que a pesar del tiempo que ha pasado, aún recuerdo claramente lo pésimo que me sentí aquella vez.
Los tragos y las cervezas comenzaron poco a poco a minar mi cerebro. La embriaguez se apoderó de mí. A veces ya ni sabía donde estaba. A fuera hacía un frío de los mil demonios pero todo aquel que quería fumar debía salir y, dada mi afición exagerada por los cigarrillos, tuve que salir; algo de lo cual me arrepiento de haber hecho. Mientras iba soltando bocanadas de humo, miraba hacia el edificio que estaba al frente y pensaba que era ridículo estar enojado por los celos que me causaba la no posesión completa de una mujer que me gustaba y lo risible que era cuando me preocupaba algo sin importancia. Mientras alborotaba mi mente con estas cuestiones me di cuenta que a solo un par de metros, en las escaleras, mantenías una conversación con aquel chico de polo blanco y con cara de buena gente que te había invitado a salir para tomar aire, aire muy frío en realidad, y para conversar más tranquilos. No sabría decirte si me pareció simpático tu chico de polo blanco y con cara de buena gente Elena ya que en esos momentos me encontraba demasiado ebrio y enojado como para fijarme en la apariencia del hombre que te estaba alejando de mí. Pero supongo que entretenido sí era, pues con él estuviste toda la noche.
Así fue que de pura rabia, de una sola inhalación, traté de fumar mi cigarrillo hasta la colilla, provocándome de esa manera una garraspera espantosa. Creo que me atreví a acercarme a ustedes y con un: “¿y? ¿Cómo van?” traté de unirme a su conversación, pero ya era muy tarde. No me hicieron caso. Incluso creo que me vieron como un ebrio más de la fiesta y simplemente siguieron charlando. Me sentí derrotado Elena. Comencé a tomar mayores cantidades de alcohol y con ello traté de evaporarme de aquella horrible realidad, la del ser celópata que está obligado a ver cómo otro disfruta de lo que él desea. Ya no importó en aquellos instantes el cariño que le tenía a la mujer no tan bonita como tú que me tenía embobado. Ella se había esfumado de mi mente en aquella noche.
Es un poco difícil ahora explicar cómo me sentí en esos momentos. Era una mezcla de rabia, frustración, derrota y rencor. ¿Por qué? No lo sé. No éramos nada. Casi nunca habíamos hablado y mucho menos nos habíamos dado siquiera un piquito, un atisbo de rozamiento labial; ni un besito de media luna. “¡Elvira de miércoles!” -pensé- “Si no me hubieses metido esa maldita idea en la cabeza, talvez ahora no estaría en esta situación, pasando tremendo ridículo”.
La pobre Elvira (que para ese momento ya se encontraba agazapada en alguno de los departamentos con el chico que le gustaba) seguramente no pudo disfrutar bien de su conquista por el intenso ardor en las orejas que mis rajes le propinaron. Pero de todas maneras era cierto, ella era la única culpable de todo ese lío sentimental en el que estaba sumergido.
Cuando por fin el alcohol hizo su trabajo y me tumbó, quedé inconsciente en algún lugar de la casa. No me importó. Lo único que deseaba en esos momentos era dormir, dormir y dormir. Olvidar que todo eso estaba pasando. Olvidarme de la cólera que me embargaba en esos momentos. Olvidarme de ti. En vano intente pensar otra vez en la mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado porque ya no me funcionaba su recuerdo. ¿Quién sabía si tal vez ella también estaba siendo disfrutada por otro en esos momentos? ¡Bah! ya nada me importaba, lo único que quería era dormir. Mientras lo intentaba, recuerdo que mi lógica trató de acudir en mi ayuda y pensé en cómo era posible que una cara hermosa y un buen poto causaran todo eso en un hombre como yo; y al parecer mis pensamientos se manifestaron de forma verbal, porque desde algún rincón de la sala me llegó la voz de Carlos: “C-c-claaro p-pe Pa-paancho. u-un bu-buen c-culo lo-lo p-puede t-todo m-man”
Lamentablemente y por más que yo lo deseara con todas mis fuerzas, el sueño no fue suficiente para evaporar aquella horrible experiencia Elena, ya que los sentimientos de autoreprobación por mi mal comportamiento mostrado a inicios de la noche se encargaron de hacerme la vida más imposible en aquellos instantes. Me preguntaba los motivos para no haber aprovechado la marcada fijación hacia mí que habías mostrado y una sola fue la respuesta: mi carácter imposible. Y estoy completamente seguro que esa era la situación y el momento adecuados para caer en cuenta que una historia nuestra, nunca jamás funcionaría. Te pido perdón ahora Elena por no haber hecho caso a la lógica. Te pido perdón ahora, porque a pesar de aquellos antecedentes, no pude resistir la tentación de tener una historia contigo. Te pido perdón porque no pude evitar, no obstante estos indicios, el placer de sumergirme en tu pasión.
Pero aquella noche, tú tenías algo más para mí. Oh sí. Y es que cuando llegó la madrugada, mi deshidratación me empujo rápidamente a buscar alguna fuente liquida, a la vez que mi vejiga ya no soportaba más su sobrecarga; y grande fue mi sorpresa cuando descubrí que me encontraba acostado en la misma cama con alguien de sexo masculino que tenía su brazo encima de mi pecho. Sinceramente me sentí un mariconazo total. “Y encima este cabrón me abraza” -me dije. Me levanté de un salto e inmediatamente me encaminé hacia el baño. Todavía alcoholizado y apoyándome de lo que estuviese a mi alcance para no caerme, busqué alguna fuente en la cual vaciar el contenido de liquido de mis vísceras. Cuando lo hice, además de descubrir que tengo la habilidad de dormir parado, descubrí también que aun no me olvidaba de lo que había pasado la noche anterior. Pensé que eso ya no estaba nada bien, que algo tenía que hacer. Y es que en verdad no era normal que un enojo me torture tanto. No, definitivamente yo no era de ese tipo de personas. Se supone que el desinterés por lo ocurrido ya tendría que reinar en mi cerebro para esos instantes, total, se trataba de una mujer por la cual no sentía absolutamente nada, salvo un carnal gusto físico. Sin embargo el desprecio por haber hecho tan infame papel en los momentos en que tú me demostrabas tu interés, hacía que mi espíritu no estuviese tranquilo. De modo tal tomé la decisión de esperar hasta que el sol aparezca nuevamente para, de manera decidida, mirarte a los ojos y decirte: “¡Basta ya Elena! Aquí tienes mi brazo, vámonos de aquí y disfrutémonos”. Nuevamente avancé cogiendo las paredes para evitar caerme pero no pude evitarlo, me caí y me quedé tirado en medio de la sala. “Oye Pancho, que tal bombaza la que te metiste ah”, me dijo Homero, mi amigo escritor quien había prestado la casa para la fiesta y que para ese tiempo sostenía un muy bonito romance con Chabela, la hija de un famoso poeta peruano (y valga la afirmación de decir que a ambos les tengo un muy gran aprecio). Le dije a Homero que me quería ir a casa. Me dijo que eso era imposible por la hora y por la gran distancia. Le pregunté cómo había ido a parar tan lejos. Se rió. Chabela que estaba a su costado me dijo entre risas que después charlaríamos bastante. Pienso ahora en cuánto extraño charlar con ella. Ambos me hicieron un espacio y me dijeron que me acueste con ellos hasta que se me pase un poco la embriaguez. “Gracias Homero, gracias Chabela. Si pudiese alcanzar su mejilla les daría un beso. Bueno a ti Homero te daría la mano nomás”, les dije. Ellos se rieron.
Después de aproximadamente dos horas de sueño, abrí los ojos. Homero y chabela ya no estaban. Afuera nuevamente hacía un sol hermoso pero el día era distinto a aquel cuando me fijé en ti Elena. Este día, a pesar del sol radiante que hacía, no era un día feliz para mí. Ese día me odiaba con todo mis fuerzas, no solo por haber quedado en ridículo la noche anterior, si no porque no había aprovechado la gran oportunidad que se me presentó cuando tú me mostraste tu interés. Mi orgullo no me permitió preguntar a alguien por ti. Tenía miedo de quedar como el tonto que pudo ser el que pase la noche contigo, pero que por ser tonto no lo hizo y la chica que quería con él se fue con quien mejor la supo tratar. En fin. Me sentía avergonzado y me odiaba.
De repente caí en cuenta de que no tenía mi billetera en mi bolsillo. “¡Carajo mis documentos!” Dije preocupado pues no podía irme sin ellos. Le pedí ayuda a Homero. Le dije que había estado durmiendo en el otro cuarto y me dijo que lo más lógico era que busque allí primero. Así lo hice. Ahora pienso que nunca debí obedecer la instrucción de Homero, nunca debí buscar en ese cuarto, nunca debí embriagarme, nunca debí ir a esa fiesta y nunca debí fijarme en ti Elena.
Debo confesarte en este punto de mi carta que la sensación de derrota que sentí durante la noche cuando te veía en la reunión del brazo de aquel chico, se convirtió en un desprecio total cuando entré en aquella habitación y los vi a los dos acostados en la cama contigua a la cama donde yo había estado durmiendo con aquel chico que puso su brazo en mi pecho. Verlos así, abrazados tan cariñosa y románticamente, provocó en mí el peor de los malestares que alguna vez me causaron mis celos extremos. Se notaba que estaban felices. Ahora a la distancia, después de tanto tiempo, puedo afirmar que además del desprecio que esa noche empecé a tenerme, experimenté la envidia más fuerte, cruda y amarga de mi vida, ya que de solo imaginar en cómo lo habían hecho, las poses, los gemidos -que no llegué a escuchar por lo ebrio que estaba- me causaba una envidia y un malestar total.
Algunas semanas después mientras nos bañábamos en el jacuzzi tú me juraste que no habían hecho nada, que nada sexual había pasado entre ustedes; incluso me contaste que no se habían dado ni siquiera un besito. Debí creerte Elena, acaso no porque existía la certeza veracidad en tus palabras, sino porque así mi cerebro hubiese quedado limpio de todo tormento. Porque así podría haber disfrutado mucho más de nuestra historia.
Otra vez suplico tus perdones Elena. Perdón porque no fui capaz de acallar mis razonamientos ni mi lógica de celoso. Perdón porque permití que durante todo el tiempo que nos tuvimos, cosas como esta impidieron que me comporte a la altura de tus expectativas y más bien ayudaron a que mi actuar fuera la de un chico malo, muy malo.
Mucho tiempo después, cuando intercambiábamos aquellas crueles frases de despedida, creo que te diste cuenta que no te había creído y que jamás había olvidado lo ocurrido en aquella noche Elena.
Pero debo reconocer que de todas las tristezas, de todas las melancolías y de todas las depresiones que reconocía en cada uno de los rostros de los demás chicos, las tuyas parecían ser las más dolorosas Elena. “Ha de ser que se trata de un amor arruinado por la distancia” –pensé. Y es que debo serte sincero Elena, tu rostro bello, hermoso e impactante, se convertía en un compendio de todas las tristezas cuando a veces te alejabas de nosotros unos metros, buscabas con ansiedad tu cajetilla de Marlboro rojo y empezabas a fumar uno, dos y hasta tres cigarrillos seguidos mirando hacia el vacío; pensando, recordando, añorando o buscando quién sabe qué. También debo serte sincero en esto, aunque lo hago ya mucho tiempo después; que me doy cuenta –en base a puros descubrimientos casuales- que no estuve equivocado cuando pensé que habías dejado un amor a lo lejos, una historia talvez; una historia bastante dolorosa al parecer. En fin, creí que era más conveniente dejar a cada quien con sus cosas y traté de olvidarme de estos asuntos.
Estaba por aquellos días muy cerca la fecha de una fiesta y casi todos nosotros nos preparábamos para asistir aunque teníamos deberes laborales. En realidad me parece que nadie quería trabajar; por lo menos no hasta que pase la fiesta. Yo seguía yendo al cuarto que compartías con Rosa la parlanchina, aprovechándome de mi condición de amigo para poder verte, aunque nunca, o casi nunca, cruzábamos palabras. Y aún no sé si fue por tantas entradas y salidas a tu habitación, o por las tantas estupideces que decía. Si por tantos chistes malos que contaba, o por tantos datos que siempre me gustaba dar cada vez que tenía oportunidad; pero te empezaste a fijar en mí Elenita. Claro que ahora sé el motivo real de esa repentina fijación, pero ese ya es otro cantar sobre el cual no entraré en detalles. Bueno, quizá lo haga más adelante. Bueno, mejor lo hago ahora para no empañar esta carta en el futuro con detalles poco importantes: sé que el verdadero motivo de la fijación que tuviste hacia mí fue esa necesidad que tenías de siempre estar en busca de alguien. Tal vez me esté equivocando, tal vez esté acertado, pero hoy creo que ese fue el verdadero motivo para que me hayas visto con ojos de enamorada. Es la única respuesta que le encuentro a ese honor que tuve. ¿Qué mujer bonita se había fijado en mí antes? Solo una. Es más, ¿qué mujer con los cinco sentidos bien puestos podría fijarse en una persona como yo? Mejor no responderé a eso. Pero en resumen, es evidente que no me envolveré en alguna explicación psicológica del asunto Elena. Zapatero a tus zapatos. Yo no soy psicólogo, la psicóloga eres tú; yo solo soy un simple tinterillo por lo que tú eres la llamada a explicar mejor esta presunción que tengo. O en todo caso, algún día le pediré a mi amigo Héctor que me explique mejor todo este molondrón que tengo en la cabeza con respecto a tu necesidad de siempre estar en busca de alguien.
Elvira me hizo una noche una confesión que yo sinceramente no esperaba, pero que deseaba con todas mis ganas: “¡Amigo! Estás ganador. La de la pijamita quiere algo contigo. ¡Buena pillín!”.
“Qué, ¿si? Pero tu ya sabes que no estoy para esas cosas amiga.”
“¡Ay pancho! Tú y tu ‘botadera’ ya me tienen cansada. ¿Cuántas mujeres has perdido por eso? Ay, sinceramente yo no sé como se fijan las mujeres en ti; eres tan cojudo a veces”.
"Bueno amiga, tu ya sabes que soy un tímido de aquellos pues”.
"Ay no jodas huevón, bien que te gusta la chica y te haces el tarado. Aplica nomás”.
Era cierto Elena. Había algo en mí, que siempre me impedía comportarme a la altura cuando una chica me hacía caso. No sé por qué, pero de una u otra forma, siempre buscaba alejarla de mi lado. No me atrevo a llamarlo arrogancia porque sería algo muy pretencioso de mi parte, pero sí acepto que se parece mucho a eso.
El día que fuimos a la fiesta te veías espectacular. Nunca te había visto arreglada. Tu belleza había sido elevada a la “n” potencia, pues a lo natural de ella, le sumaste los acertados pincelazos que le diste con tus accesorios femeninos. En aquel momento, ya me imaginaba más o menos que te habías fijado en mí, pues mientras esperábamos el taxi, sin querer me tope con tu mirada. Una mirada tan directa, tan profunda y tan impactante. Tu rostro me decía con esa mirada: “me gustas”; o acaso así lo entendí entonces. Ahora entiendo que significaba: “necesito de alguien”.
Recuerdo que había muchos chicos en aquella fiesta. Demasiados para mi gusto y para mis odiados celos. Y es que al saber que yo te gustaba, empezó a engendrarse en mi mente aquel sentimiento de posesión que tanto detestaba ya que era algo que me había jugado malas pasadas en situaciones anteriores. Recuerdo por ejemplo, que poco tiempo antes de conocerte había pasado por una experiencia muy desagradable cuando, por esa mala costumbre de tener sentimientos de posesión con las personas que tenía a lado, me embriagué con virulencia y a altas horas de la madrugada desperté a quien creía me había traicionado; la insulté y la tildé de mujerzuela. Por eso es que detestaba ese tipo de sentimientos Elena, porque siempre nublaban mi juicio y me hacían reaccionar de maneras muy impulsivas. Pero creo que resulta inútil tratar de explicártelo ahora, pues esa es una faceta de mi personalidad que tú ya conoces. Sin embargo trato de justificarme ente ti con estas líneas para que le encuentres una explicación más lógica a aquellas innumerables veces que tuviste que soportarla. “No va a faltar alguien que de seguro intentará conquistarla esta noche” –pensé. Y sin embargo, a pesar de mis celos y a pesar de mi preocupación por lo expuesta que te encontrarías aquella noche a tantos chicos ávidos de los favores de una mujer hermosa, no dudé un solo instante en comportarme de forma desdeñosa contigo Elena. Cada vez que tú te acercabas para hablarme o para simplemente estar a mi lado, yo me comportaba de una forma realmente estúpida, pues me iba, te respondía mal o simplemente me desentendía de tu presencia. ¡Oh Dios! ¿Por qué nunca sé cómo tratar bien a quienes más quiero? Y ahora sí que no puedo poner como excusa de mi comportamiento a la mujer tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado, porque a decir verdad, aquella noche su figura y su recuerdo no importaron mucho para mí.
A medida que iban pasando las horas y el clímax de la fiesta iba llegando a su punto supremo, los rostros se compungían más al extrañar a la familia que estaba lejos. Yo como siempre traté de ser el malvado de la fiesta y el verdugo para todos, recordándoles que no importaba que tan mal se sintieran porque de todas maneras estaban lejos de casa. No faltó alguien que con lágrimas en los ojos me recordó que no debía ser tan impertinente. Los tragos iban y venían por doquier y alentados por su amargura celestial nos reunimos en círculo para contar chistes; chistes de todo calibre: americanos, europeos, caribeños y por supuesto, peruanos. Sin embargo, eso no fue lo más divertido y agradable de la noche, al menos no para mí. Porque lo más lindo que recuerdo de aquella noche es el instante en el que te acercaste a donde yo estaba sentado y te recostaste en mis hombros Elena. Debes creerme si te digo que fue un momento sublime, tan sublime que no me dejó ver que en realidad lo hacías buscando refugio de algo o buscando una tabla salvadora en medio de tu naufragio. Yo por supuesto actué como si nada pasara, como si no me importará aquel gesto cariñoso que me prodigabas. Hoy te confieso Elenita que sí me importó y también te confieso que si pudiese retroceder el tiempo y pudiese regresar a aquel instante, otro sería mi proceder, así como otro sería mi proceder en todo lo que tuvimos.
En medio de toda la algarabía de la fiesta, olvidamos que al día siguiente debíamos trabajar, ya que nos entregamos sin reservas a los placeres que ofrecen el alcohol, los cigarrillos y la marihuana. En medio de toda aquella algarabía fiestera, recuerdo que algunos empezaron a hablarte Elena, muy a pesar de que tu cabeza seguía recostada sobre mis hombros. Nadie respetó eso. Nadie se dignó a guardar distancia de la mujer que cariñosamente se apegaba al tonto que ni siquiera la miraba. ¿Dónde estábamos? ¡Un poco más de consideración digo yo! El hecho de que no la mirase, no le hablase ni corresponda a su mimoso acercacamiento no quiere decir que no esté interesado en ella señores, ¡por favor! Aunque admito que en esos momentos más dábamos la imagen de fraternidad que de complicidad romántica. De modo tal que todos empezaron a hablarte Elena. Todos querían ser tu compañía esa noche. Sin embargo no todos fueron tan desconsiderados conmigo ya que uno de ellos tuvo la gentileza, la inteligencia y la fineza -si es que no se trató de una burla- de preguntarme si éramos novios y, claro, yo respondí que no. Al menos eso es lo que me contó Elvira al día siguiente cuando recriminándome la descortesía contigo me riñó: “Eli me dijo que te comportaste malísimo con ella anoche ¿Cómo es posible que delante de todos hayas dicho que no la conoces?” Sin embargo en mi memoria, otra es la escena Elena. Te juro que yo me recuerdo diciéndole a toda la fiesta que tú estabas conmigo. Pero lo que le dijiste a Elvira de seguro es lo que sucedió realmente y tal vez solo estoy confundiendo mis recuerdos con las alucinaciones típicas de un ebrio. Lo cierto es que a partir de ese momento, la noche empezó a tornarse magra para mí.
Es en este punto cuando nuestra historia tuvo su primer detalle triste Elenita, ya que a pesar del tiempo que ha pasado, aún recuerdo claramente lo pésimo que me sentí aquella vez.
Los tragos y las cervezas comenzaron poco a poco a minar mi cerebro. La embriaguez se apoderó de mí. A veces ya ni sabía donde estaba. A fuera hacía un frío de los mil demonios pero todo aquel que quería fumar debía salir y, dada mi afición exagerada por los cigarrillos, tuve que salir; algo de lo cual me arrepiento de haber hecho. Mientras iba soltando bocanadas de humo, miraba hacia el edificio que estaba al frente y pensaba que era ridículo estar enojado por los celos que me causaba la no posesión completa de una mujer que me gustaba y lo risible que era cuando me preocupaba algo sin importancia. Mientras alborotaba mi mente con estas cuestiones me di cuenta que a solo un par de metros, en las escaleras, mantenías una conversación con aquel chico de polo blanco y con cara de buena gente que te había invitado a salir para tomar aire, aire muy frío en realidad, y para conversar más tranquilos. No sabría decirte si me pareció simpático tu chico de polo blanco y con cara de buena gente Elena ya que en esos momentos me encontraba demasiado ebrio y enojado como para fijarme en la apariencia del hombre que te estaba alejando de mí. Pero supongo que entretenido sí era, pues con él estuviste toda la noche.
Así fue que de pura rabia, de una sola inhalación, traté de fumar mi cigarrillo hasta la colilla, provocándome de esa manera una garraspera espantosa. Creo que me atreví a acercarme a ustedes y con un: “¿y? ¿Cómo van?” traté de unirme a su conversación, pero ya era muy tarde. No me hicieron caso. Incluso creo que me vieron como un ebrio más de la fiesta y simplemente siguieron charlando. Me sentí derrotado Elena. Comencé a tomar mayores cantidades de alcohol y con ello traté de evaporarme de aquella horrible realidad, la del ser celópata que está obligado a ver cómo otro disfruta de lo que él desea. Ya no importó en aquellos instantes el cariño que le tenía a la mujer no tan bonita como tú que me tenía embobado. Ella se había esfumado de mi mente en aquella noche.
Es un poco difícil ahora explicar cómo me sentí en esos momentos. Era una mezcla de rabia, frustración, derrota y rencor. ¿Por qué? No lo sé. No éramos nada. Casi nunca habíamos hablado y mucho menos nos habíamos dado siquiera un piquito, un atisbo de rozamiento labial; ni un besito de media luna. “¡Elvira de miércoles!” -pensé- “Si no me hubieses metido esa maldita idea en la cabeza, talvez ahora no estaría en esta situación, pasando tremendo ridículo”.
La pobre Elvira (que para ese momento ya se encontraba agazapada en alguno de los departamentos con el chico que le gustaba) seguramente no pudo disfrutar bien de su conquista por el intenso ardor en las orejas que mis rajes le propinaron. Pero de todas maneras era cierto, ella era la única culpable de todo ese lío sentimental en el que estaba sumergido.
Cuando por fin el alcohol hizo su trabajo y me tumbó, quedé inconsciente en algún lugar de la casa. No me importó. Lo único que deseaba en esos momentos era dormir, dormir y dormir. Olvidar que todo eso estaba pasando. Olvidarme de la cólera que me embargaba en esos momentos. Olvidarme de ti. En vano intente pensar otra vez en la mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado porque ya no me funcionaba su recuerdo. ¿Quién sabía si tal vez ella también estaba siendo disfrutada por otro en esos momentos? ¡Bah! ya nada me importaba, lo único que quería era dormir. Mientras lo intentaba, recuerdo que mi lógica trató de acudir en mi ayuda y pensé en cómo era posible que una cara hermosa y un buen poto causaran todo eso en un hombre como yo; y al parecer mis pensamientos se manifestaron de forma verbal, porque desde algún rincón de la sala me llegó la voz de Carlos: “C-c-claaro p-pe Pa-paancho. u-un bu-buen c-culo lo-lo p-puede t-todo m-man”
Lamentablemente y por más que yo lo deseara con todas mis fuerzas, el sueño no fue suficiente para evaporar aquella horrible experiencia Elena, ya que los sentimientos de autoreprobación por mi mal comportamiento mostrado a inicios de la noche se encargaron de hacerme la vida más imposible en aquellos instantes. Me preguntaba los motivos para no haber aprovechado la marcada fijación hacia mí que habías mostrado y una sola fue la respuesta: mi carácter imposible. Y estoy completamente seguro que esa era la situación y el momento adecuados para caer en cuenta que una historia nuestra, nunca jamás funcionaría. Te pido perdón ahora Elena por no haber hecho caso a la lógica. Te pido perdón ahora, porque a pesar de aquellos antecedentes, no pude resistir la tentación de tener una historia contigo. Te pido perdón porque no pude evitar, no obstante estos indicios, el placer de sumergirme en tu pasión.
Pero aquella noche, tú tenías algo más para mí. Oh sí. Y es que cuando llegó la madrugada, mi deshidratación me empujo rápidamente a buscar alguna fuente liquida, a la vez que mi vejiga ya no soportaba más su sobrecarga; y grande fue mi sorpresa cuando descubrí que me encontraba acostado en la misma cama con alguien de sexo masculino que tenía su brazo encima de mi pecho. Sinceramente me sentí un mariconazo total. “Y encima este cabrón me abraza” -me dije. Me levanté de un salto e inmediatamente me encaminé hacia el baño. Todavía alcoholizado y apoyándome de lo que estuviese a mi alcance para no caerme, busqué alguna fuente en la cual vaciar el contenido de liquido de mis vísceras. Cuando lo hice, además de descubrir que tengo la habilidad de dormir parado, descubrí también que aun no me olvidaba de lo que había pasado la noche anterior. Pensé que eso ya no estaba nada bien, que algo tenía que hacer. Y es que en verdad no era normal que un enojo me torture tanto. No, definitivamente yo no era de ese tipo de personas. Se supone que el desinterés por lo ocurrido ya tendría que reinar en mi cerebro para esos instantes, total, se trataba de una mujer por la cual no sentía absolutamente nada, salvo un carnal gusto físico. Sin embargo el desprecio por haber hecho tan infame papel en los momentos en que tú me demostrabas tu interés, hacía que mi espíritu no estuviese tranquilo. De modo tal tomé la decisión de esperar hasta que el sol aparezca nuevamente para, de manera decidida, mirarte a los ojos y decirte: “¡Basta ya Elena! Aquí tienes mi brazo, vámonos de aquí y disfrutémonos”. Nuevamente avancé cogiendo las paredes para evitar caerme pero no pude evitarlo, me caí y me quedé tirado en medio de la sala. “Oye Pancho, que tal bombaza la que te metiste ah”, me dijo Homero, mi amigo escritor quien había prestado la casa para la fiesta y que para ese tiempo sostenía un muy bonito romance con Chabela, la hija de un famoso poeta peruano (y valga la afirmación de decir que a ambos les tengo un muy gran aprecio). Le dije a Homero que me quería ir a casa. Me dijo que eso era imposible por la hora y por la gran distancia. Le pregunté cómo había ido a parar tan lejos. Se rió. Chabela que estaba a su costado me dijo entre risas que después charlaríamos bastante. Pienso ahora en cuánto extraño charlar con ella. Ambos me hicieron un espacio y me dijeron que me acueste con ellos hasta que se me pase un poco la embriaguez. “Gracias Homero, gracias Chabela. Si pudiese alcanzar su mejilla les daría un beso. Bueno a ti Homero te daría la mano nomás”, les dije. Ellos se rieron.
Después de aproximadamente dos horas de sueño, abrí los ojos. Homero y chabela ya no estaban. Afuera nuevamente hacía un sol hermoso pero el día era distinto a aquel cuando me fijé en ti Elena. Este día, a pesar del sol radiante que hacía, no era un día feliz para mí. Ese día me odiaba con todo mis fuerzas, no solo por haber quedado en ridículo la noche anterior, si no porque no había aprovechado la gran oportunidad que se me presentó cuando tú me mostraste tu interés. Mi orgullo no me permitió preguntar a alguien por ti. Tenía miedo de quedar como el tonto que pudo ser el que pase la noche contigo, pero que por ser tonto no lo hizo y la chica que quería con él se fue con quien mejor la supo tratar. En fin. Me sentía avergonzado y me odiaba.
De repente caí en cuenta de que no tenía mi billetera en mi bolsillo. “¡Carajo mis documentos!” Dije preocupado pues no podía irme sin ellos. Le pedí ayuda a Homero. Le dije que había estado durmiendo en el otro cuarto y me dijo que lo más lógico era que busque allí primero. Así lo hice. Ahora pienso que nunca debí obedecer la instrucción de Homero, nunca debí buscar en ese cuarto, nunca debí embriagarme, nunca debí ir a esa fiesta y nunca debí fijarme en ti Elena.
Debo confesarte en este punto de mi carta que la sensación de derrota que sentí durante la noche cuando te veía en la reunión del brazo de aquel chico, se convirtió en un desprecio total cuando entré en aquella habitación y los vi a los dos acostados en la cama contigua a la cama donde yo había estado durmiendo con aquel chico que puso su brazo en mi pecho. Verlos así, abrazados tan cariñosa y románticamente, provocó en mí el peor de los malestares que alguna vez me causaron mis celos extremos. Se notaba que estaban felices. Ahora a la distancia, después de tanto tiempo, puedo afirmar que además del desprecio que esa noche empecé a tenerme, experimenté la envidia más fuerte, cruda y amarga de mi vida, ya que de solo imaginar en cómo lo habían hecho, las poses, los gemidos -que no llegué a escuchar por lo ebrio que estaba- me causaba una envidia y un malestar total.
Algunas semanas después mientras nos bañábamos en el jacuzzi tú me juraste que no habían hecho nada, que nada sexual había pasado entre ustedes; incluso me contaste que no se habían dado ni siquiera un besito. Debí creerte Elena, acaso no porque existía la certeza veracidad en tus palabras, sino porque así mi cerebro hubiese quedado limpio de todo tormento. Porque así podría haber disfrutado mucho más de nuestra historia.
Otra vez suplico tus perdones Elena. Perdón porque no fui capaz de acallar mis razonamientos ni mi lógica de celoso. Perdón porque permití que durante todo el tiempo que nos tuvimos, cosas como esta impidieron que me comporte a la altura de tus expectativas y más bien ayudaron a que mi actuar fuera la de un chico malo, muy malo.
Mucho tiempo después, cuando intercambiábamos aquellas crueles frases de despedida, creo que te diste cuenta que no te había creído y que jamás había olvidado lo ocurrido en aquella noche Elena.