martes, 28 de abril de 2009

El furioso clima en la isla de tu recuerdo (Pt3)

Por Fred Borbor

Decidí olvidarme de aquel asunto pues sentía que no valía la pena volverse loco por una situación tan estúpida y, hasta cierto punto, tan cómica como aquella. De modo que poco a poco fui recuperando mi buen humor, y mis pensamientos volvieron a estar volcados a otras cosas.

"O-oye P-aancho ¿v-vamos a co-comer a-algo?”
"No tengo dinero Carlos. Discúlpame. Otro día te acompaño”.
"B-bueno. t-tú de-decides m-man. s-si q-quie-quieres que-quedarte allí t-tirado en t-tu c-cama, p-pues a-allá t-tú.”

Pues sí, en realidad así es como quería quedarme: tirado en la cama, tomando cerveza, viendo series familiares al medio día y riéndome a carcajadas cada vez que recordaba mi estúpido comportamiento aquella noche. No sé, en esos momentos sentía que me hacía falta la presencia de la mujer no tan bonita y hermosa como tú Elena, pues estaba seguro de que si ella hubiese estado allí conmigo nada de eso habría ocurrido; por eso a menudo me preguntaba: ¿Por qué carajos ella tenía que estar tan lejos? ¿Si la extrañaba? Pues sí. Hasta cierto punto, sí. No tanto como días atras, pero aún quería tenerla cerca.

Sin embargo era hora de pensar en otras cuestiones tales como el trabajo. Porque muy a pesar de mi poco interés por el trabajo, sabía quede todos modos tenía que hacerlo ya que los gastos se incrementaban más cada día y, claro, no se iban a pagar solos. Es por ello que me emocioné tanto cuando encontré un buen lugar donde laborar. Eso me hizo sentir realmente contento. Especialmente porque los servicios con los que contaba no me iban a ser quitados y, además, eso haría que mi mente esté más ocupada en algo distinto a ti, mi querida Elena.

Ahora bien, si tengo que hablar del trabajo, debo decir que no era muy difícil, pues no requería de mayores destrezas intelectuales o demasiada cantidad de conocimientos en materia alguna. En realidad sólo era una maquinaria humana al servicio de las necesidades de un enorme mercado de consumidores. Eso hizo que de alguna forma vea traicionado mis ideales de chico pretencioso, pero no tanto como para dar un paso atrás. Necesitaba el trabajo y lo tomé sin baratos remordimientos de universitario idealista. Eso es todo. Al diablo con filosofadas contrarias al sentido común y al pragmatismo.

Los días pasaron y mi mente empezó a distraerse bastante por las amistades que hacía cada día en mi centro laboral. Los efectos de eso no se hicieron esperar: cada conversación graciosa, cada salida a la media noche al centro comercial o cada visita sorpresa a mi habitación; hacía que mi enojo, mi autodesprecio y mi pena se disiparan. Compredí nuevamente el gran poder que tiene sobre el ánimo individual el estar rodeado por personas que te divierten. A decir verdad, ahora ya no me interesa mucho ese poder dado el hecho de que ya no albergo esos sentimientos negativos en mi corazón. Pero en aquellos momentos sí que lo necesitaba, y mucho. Desde aquí quiero enviarles un gran agradecimiento a todos esos chicos que me hicieron tanto bien con su compañía: gracias muchachos. (Disculparán la falta de emotividad en mis agradecimientos, pero gracias.)

Todo iba bien, hasta aquella mañana cuando, después de desayunar y cruzar las calles con un frío atroz hasta llegar a la empresa donde trabajaba, me sorprendí tan agridúlcemente al verte allí, con un uniforme, atendiendo a las indicaciones que te daba la señora Linda (mujer admirable y virtuosa que debes recordar con cariño y afecto al igual que yo). Ella me saludó con su acostumbrada amabilidad:
“¡Francisco! ¿Cómo estas esta mañana? Ella es Elena, trabajará aquí desde hoy”.
"Sí, nos conocemos. Hola Eli.”
"Hola Pancho. ¿Qué sorpresa no?”

Así nos saludamos Elena, con un atisbo de cierto recelo. Con una pizca de cierta vergüenza mutua. Tal parecía que tanto tú como yo, teníamos claro que lo sucedido en aquella fiesta nos desbarató; no obstante que nunca habíamos pronunciado frase o palabra alguna que dé a entender el carácter sentimental de nuestras nuestras acciones. Lo sucedido en la fiesta fue un enfrentamiento psicológico que no necesitaba de muestras explícitas o concretas para dar como resultado esa sensación de disconformidad e incomodidad aquella mañana.

Dije que grande y agridulce fue mi sorpresa cuando aquella mañana te vi en las instalaciones de la compañía, y lo fue porque debo confesar que tu presencia allí tan cerca, significaría de todos modos algo grato, a pesar de lo lastimado que estaba mi corazón de amante desdeñado y mi espíritu de celoso burlado. Así que tomé la decisión de comportarme esta vez sí a la altura de las circunstancias: “Somos compañeros de trabajo y como compañera de trabajo la trataré”, me dije. Además -discúlpame la sinceridad Elena- ¿por qué debería morir mi estrenada emoción por el trabajo al estar tú tan cerca? ¿Acaso no debería significar ello un elemento más que contribuía al agradable ambiente laboral que en esa compañía existía? ¡Caramba! Tú sólo habías sido mi amiga hasta ese momento, nada más; por lo tanto era estúpido que exista tensión alguna entre nosotros.

Gracias a estas reflexiones mi emoción por el trabajo resurgió, y mi vida parecía volver a tomar un ritmo muy agradable ya que era sumamente bonito trabajar en ese lugar. Era imposible que alguno no se sienta emocionado y feliz en esas condiciones. Al menos eso creía ya que yo me sentía así. Pero estaba equivocado, porque no todos estaban emocionados. No a todos les embargaba una cierta felicidad porque su vida tomaba un ritmo agradable; pues tu sonrisa seguía siendo tan triste como siempre Elena. Tu mirada aún se dirigía a un vacío que tal vez solo tú comprendías e incluso, solo sonreías cada vez que atendías a un cliente; no lo hacías siempre. Al alejarse el cliente, nuevamente tus labios volvían a un estado sereno y melancólico haciendo que tu sonrisa desaparezca. Cundo te miraba desde lejos también encontraba las respuestas a aquellas preguntas que me hacía mientras pasaba los días tirado en la cama, tomando cerveza, viendo series familiares al medio día y riéndome a carcajadas cada vez que recordaba mi estúpido comportamiento aquella noche de celebraciones: eras hermosa.

Un día mientras trabajábamos, tomé un descanso y, fiel a mi carácter burlón y jodido, fui a verte a tu estación. Te observé por algunos segundos desde lejos y cuando estuve a punto de regresar decidí hablarte: “¡Hey tú! Trabaja pues.” Tú me miraste un poco sorprendida por mi audacia de hablarte de manera amistosa y simpática y me respondiste con una de las sonrisas más hermosas de las que tiene registro mi memoria -y quiero creer que una de las mejores que has dado en tu vida-. Aún era una sonrisa triste, pero a la vez era hermosa. Aquella sonrisa se ha convertido, debo aceptarlo, en la referencia a las posteriores sonrisas de las cuales yo pueda ser merecedor: “No se parece a la sonrisa de Elena”. “Más o menos se parece a la sonrisa de Elena”. “Le falta mucho para que sea como la sonrisa de Elena.” Y es que talvez se trate de una sonsera de mi parte, pero tu sonrisa fue una de tus cualidades que más disfruté mientras te tuve. Ahora solo la veo en las fotos y videos que tengo como recuerdo de nuestra historia, y créeme cuando te digo que es una de mis más grandes melancolías.

La tranquilidad en la que vivía aquellos días era atronadora. Casi, casi era la vida perfecta: buen sueldo, trabajo fácil, alejamiento total de una vida caótica como la que llevaba hasta hacía unas semanas. Incluso hasta empecé a dejarle de tener interés al embobamiento que sentía por aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú. La estaba pasando muy bien a decir verdad auqneu debo aceptar que aquella tranquilidad se vio un poco alterada por la llegada repentina de dos caricaturescos personajes que venían del sur. Ellos le pusieron dos cosas a mi estancia: mayor cantidad de compañeros de trabajo y la necesidad de una habitación privada ya que eran pareja. “Suertudos” –pensé- “vienen en pareja así que se podrán calentar todas las noches.” Y como buen hospedador acepté brindarles mi habitación, sin tomar en cuenta que eso me dejaba repentinamente en la condición de desposeído habitacional. Una vez más comprobaba que el ser buena gente, atento y comedido, nunca me iba a dar buenos réditos. Aplausos talvez, pero buenos resultados prácticos jamás: ¿Dónde carajos iba a dormir?

Afortunadamente ustedes como buenas amigas me ofrecieron un espacio en su casa; oferta que acepté de inmediato y de manera gustosa, aunque es menester dejar en claro Elena, que no acepte esa oferta por querer aprovecharme de la situación y mucho menos porque buscaba un acercamiento físico contigo. Me gustabas, pero si hay algo de lo que me puedo enorgullecer, es que siempre tengo un trato cordial y correcto con las mujeres. Además que para ese momento yo ya me encontraba bastante concientizado acerca de la imposibilidad física y moral de tener algo contigo; tal vez por mi poca autoestima, tal vez por mi macho orgullo masculino herido aquella noche en la fiesta. ¿Quién sabe? A lo mejor por tonto. Aunque sí es necesario reconocer que me encontraba un poco contrariado por aquella situación Elena, pues si bien es cierto la iba a pasar muy bien con ustedes, también es cierto que un hombre durmiendo entre cuatro mujeres, incomoda a cualquiera. ¡En fin! la oferta estaba aceptada y la decisión tomada. No me quedaba más que acomodar mis cosas y convertirme en una más de de la habitación, aunque eso suene un poco maricón.

“Bueno Panchito, tendrás que acomodarte no más.” –me dijo chabela cuando me trasladaba.
“Recuerda que no queremos ronquidos, bullas innecesarias, ¡y mucho menos pedos ah!”
“Jajaja. Gracias chabelita. No te preocupes que de mi no saldrá flatulencia alguna”.
“¡Ah! me olvidaba: ¡nada de mañoserías tampoco ah! O sea, yo entiendo que seas hombre, pero supongo que sabrás controlar tus impulsos.”
”Pucha amiga, encerrado en un ambiente tan pequeño con cuatro bellezas… ¿No crees que me puede dar ganas de ver aunque sea un dedo gordo del pie calato?”
”Jajaja, ay no se, pero te me controlas papito, ¡te me controlas!”
”Entendido chabelita.”

Y así, sin más ni más, me mudé aquella noche a tu casa, intentando dormir en una cama de plaza y media, acompañado por dos mujeres; el sueño de todo hombre para algunos y la peor pesadilla para otros como yo, acostumbrado a dormir desparramado en una cama de dos plazas, sólo, emitiendo las flatulencias que me daba la gana y moviéndome bruscamente cuanto quisieran. Así que debo confesar que esa experiencia no fue nada chévere ya que la pasé muy mal. La incomodidad que experimenté mientras intentaba dormir con Chabela y Elvira a mi lado, me hizo sentir una lady que no podía soportar dormir incómoda y me daba mucha verguüenza a decir verdad. Esa vergüenza no era producto de un simple capricho, no. Esa vergüenza era producto de mi crianza Elena. En serio. Para ser más claro te contaré lo que pasaba por mi mente en aquellos momentos, mientras intentaba dormir junto a ustedes: resonaban las palabras que mis dos hermanos mayores -militares ellos- cuando me decían que ”Un hombre de verdad nunca se queja.” “Un hombre de verdad lo soporta todo.” “Un hombre de verdad nunca es débil.” “Un hombre de verdad es como una piedra.” Entonces, mientras me acomodaba en el suelo, pensé: “Supongo también que un hombre de verdad debe saber dormir donde sea y como sea.” Y me sentí mal conmigo mismo; pues por aquellos tiempos yo estaba muy seguro que sabía asimilar todos los preceptos que en mi familia me daban. Es más, los practicaba en mi vida diaria y realmente quería ser aquel hombre de verdad. Pero no pude Elena. No aquella noche. Tú sabes que soy capaz de soportar cualquier incomodidad. Sabes también que nunca me quejo y soporto todo. Nunca me muestro débil y a veces soy como una piedra. Pero si de dormir se trata, sabes que soy una completa lady. Sencillamente no me gusta dormir incómodo. Nunca busco faltarle el respeto a mi sueño y -perdona Elena y perdónenme chicas- pero aquella noche, al dormir con ustedes en su habitación, si sentí que le estaba faltando el respeto a mi sueño y a mi persona.

Fue así como la noche siguiente ya no estuve dispuesto a pasar por aquella pesadilla nuevamente, y aunque al transmitirles mis pesares e incomodidades me iba a sentir más lady aún, decidí aguantarme el roche como macho y terminé quejándome de todos los dolores de espalda que me causó el hecho de dormir en el suelo y del intenso temor de caerme que sentí cuando trataba de acomodarme en la misma cama con Elvira y con Chabela. Ustedes, como era de esperarse, soltaron sonoras carcajadas las cuales, no me causaron mucha gracia. No podía entender como eran incapaces de comprender los padecimientos de alcoba de alguien. “Son unas arpías. Eso son, unas malvadas arpías.” -les dije-. Pero debo reconocer que, a pesar de lo arpías que eran, para mí siempre tenían el corazón en la mano chicas. Por eso entre las cuatro decidieron que era mejor que la lady de Pancho duerma contigo y con Rosa ya que ambas eran más pequeñas y por ende ocupaban menos espacio en la cama de plaza y media que les pertenecía y evidentemente, yo estuve de acuerdo. ¿Cómo iba a rechazar semejante oferta? Era la oportunidad perfecta para estar a tu lado por primera vez aunque sea por necesidad, sentir tu respiración, sentir tu aroma, sentir tu cuerpo dormido junto al mío. Claro, siempre y cuando a la fastidiosa de Rosa no se le ocurriese dormir en medio de los dos.

Me emocioné porque podría compartir contigo algo tan íntimo y tan personal como el sueño, e incluso pensé que tal vez podría hacerme el dormido y así abrazarte y luego justificarme diciendo que estaba dormido: “¡Pucha, sorry Eli! Estaba dormidazo y no sé si estaba soñando o qué, pero de veras que no te abracé a propósito.” O tal vez solo hacer el papel de quien no recuerda absolutamente nada -no sería la primera vez que iba a hacerlo-. Todo ello, claro está, corriendo el riesgo de que tu reacción sea totalmente negativa. ¿Quién sabe? Talvez te despiertes y me armes el escándalo del siglo en medio de la oscuridad haciendo que las demás chicas se despierten también y entre las cuatro terminen botándome a patadas del cuarto por mañoso, atrevido, aprovechado y sin vergüenza. Pero obviamente yo no era tan osado. Nunca me iba a atrever a realizar tamaña riesgocidad. Soy demasiado cobarde para eso Elena. Tú lo sabes bien. Sin embargo, aún consideraba que aquella era una oportunidad que no podía ser desaprovechada.

La verdad es que aún me gustabas Elena, y mucho. Aún saltaba mi corazón al verte, al escucharte o al pensarte. Por eso tomé la decisión de hacer algo menos osado, menos valiente y menos riesgoso: “Me quedaré despierto toda la noche.” Y así lo hice. Me quedé despierto toda la noche. Quería tener el placer de disfrutar cada minuto de tu sueño y no quería correr el riesgo de perderme un solo instante de tu descanso. Quería observar tu hermoso y bello rostro mientras estabas en el reino de Morfeo.

Pero ahora que lo pienso bien, debo reconocer que, además de la decisión que tomé; el insomnio fue otra de las razones por las cuales no pude cerrar los ojos aquella noche. Un repentino problema de nervios, supongo. Lo cual era algo extraño en mí ya que nunca había sufrido de insomnio ni en los peores momentos de mi vida. Por lo tanto sólo me puse a ver la televisión y luego de dos horas de Headbangers Balls, una hora de The Fresh Prince in Bell Air y algo más de otra cosa; apagué el televisor para intentar mitigar el sueño y vencer al insomnio. Me eché boca abajo, hice silencio y afiné los sentidos. Quería sentirte. Afortunadamente tú te echaste en el medio de la cama, es decir a mi costado, y podía sentir tu brazo pagado a mi brazo. Tú dormías profundamente y yo a veces me movía un poco tratando de pegarme más a ti y creo que tú también lo hacías. Todo era silencio alrededor. En aquella noche me di cuenta de que a pesar de las apariencias que trataba de imponer en mi persona, era un hombre bastante temeroso. De ello me di cuenta por los nervios que empecé a sentir por el solo hecho de saberte junto a mí Elena.

Mantenía los ojos bien cerrados más que por estrategia, por los nervios, y me mantenía inmóvil más que por el sueño profundo en el cual, se supone, me encontraba; por el placer que me producía el sentir tu encantador brazo pegado al mío, rozando tu piel a la mía. Entre mis pensamientos más impuros, creo que el que pasaba por mi cabeza en aquellos momentos era el más puro: "Que delicioso será abrazarla desnuda en la cama." Y ese no era un pensamiento nuevo en mi cabeza pues ya días antes, mientras te observaba cuando caminabas por la habitación y mientras trataba de disimular mis miradas cambiando compulsivamente de canales; pensé algo similar: “Qué delicioso y que rico será abrazarla y darle un besito en la mejilla.” E iba creciendo en mí, un deseo platónico, casi utópico: el poder tener algún día una mínima oportunidad de tocarte, de abrazarte tiernamente, de besarte despacito y con calma… De quererte.

Pero en esos momentos me seguía manteniendo inmóvil. No quería despertarte Elena. Te sentía tan exquisita a mi lado. Te sentía tan exquisita mientras oía tu respiración. No, no quería despertarte. Mi inmovilidad solo era interrumpida cada intervalo de tiempo por leves movimientos, acomodos y reacomodos que, como ya te dije, buscaban tramposamente pegarme más a ti. Tú seguías profundamente dormida. Tu rostro mostraba una serenidad tan complaciente que transmitía la idea de paz y tranquilidad. Me encantaba tu brazo pegado junto al mió. Por un momento me erecté por el placer que me producía la sensación de tu brazo rozando mi brazo, así que despacito y tratando de hacer el mínimo movimiento posible, llevé mi mano izquierda a mi sexo y comencé a acariciarlo. Cruzó por mi cabeza la idea de seguir haciéndolo hasta llegar al clímax, pero fui demasiado cobarde para hacerlo pues pensaba que si lo hacía, talvez te despertarías por los ruidos y los movimientos bruscos. Decidí solo continuar con mis ojos cerrados, sintiendo el roce de tu encantador brazo y acariciándome el sexo suavecito, casi imperceptiblemente. Sin embargo no contaba con la repentina aparición de un viejo padecimiento corporal que, inducido no sé si por las cobijas de algodón, por la cercanía de tu calor o simplemente por mis nerviosos placeres circunstanciales; se convirtió en mi peor enemigo: mi execrable tendencia a sudar en cantidades casi industriales. Execrable tendencia que tú supiste soportar estoicamente durante todo el tiempo que nos tuvimos. "Definitivamente no podré soportar esto toda la noche,” –me dije- “tengo que moverme.” Craso error.

El movimiento que hice fue tan brusco que te despertó y así, sin más ni más, me diste la espalda y continuaste durmiendo. Otra vez me sentí derrotado Elena, ya que al parecer no tenía la habilidad de acertar a hacer algo bien cuando te tenía cerca. Desalentado tomé el control remoto del televisor y comencé a ver The Daily Show y mientras Jon Steward se burlaba de la candidata presidencial que creía que África era un país; tímidamente volteé a mirarte solo para darme cuenta que tu espalda se había convertido en un muro infranqueable. Nuevamente te había perdido. Di un largo suspiro y pensé: "¡En fin!" Apagué el televisor y comencé a hacer denodados esfuerzos por quedarme dormido. La noche iba avanzando y, ¿cómo no? Yo Pancho, la lady que no podía dormir en el suelo, el chico mañoso que se había estado acariciando el sexo mientras tú rozabas tu brazo contra el suyo; no podía dormir. Esta vez ya no por decisión propia sino porque simplemente no podía. Sin embargo pensaba que no era posible tanta cobardía de mi parte. Algo tenía que hacer. Si ya todo estaba perdido, ¿qué me importaba correr un riesgo aquella noche? Si tenía que salir de aquel cuarto iba a hacerlo teniendo la conciencia tranquila y sin el pesar de no haber intentado por lo menos una pequeña valentía para acercarme a ti, aunque ello implique el ser eyectado de ese cuarto a patadas por mañoso, atrevido, aprovechado y sin vergüenza.

Me atreví a voltear con dirección a ti, me pegué un poquito a tu espalda y di un pequeño suspiro. Y de repente, en medio de tanto insomnio, en medio de tanta desesperación por estar durmiendo al lado de una de las chicas más hermosas que había conocido en mi vida y no poder siquiera mantener su brazo rozando al mío, en medio de la ansiedad que me causaba la no llegada del amanecer; de repente sucedió un milagro: volteaste, pegaste tu rostro al mío y, aún con los ojos cerrados, diste un pequeño suspiro. Mi alegría y mi emoción no tenían cabida en ese momento en algo tan pequeño como mi corazón. A pesar de no saber si lo habías hecho adrede o sin pensarlo, estaba feliz. Ya no cabía ni siquiera la sugerencia de mantener los ojos cerrados. Te miraba Elena. Te contemplaba con toda la pasión que sólo un espíritu salvaje como el mío era capaz de tener.

Luego de aquella pequeña victoria caí en cuenta de que tal vez no era tan malo eso de correr pequeños riesgos. Me animé a más. Decidí poner mi brazo sobre tu cintura sin importarme ya lo que vendría después. Tú te pegaste más a mí Elena y mi corazón comenzó a latir furiosamente. Poco a poco y casi temblando por la emoción, levanté mi mano y acaricié tu rostro; ese mismo rostro tan admirado, tan adorado, tantas veces deseado. Ese rostro que, en adelante, se convitió en mi total felicidad. Tú te pegabas más a mí. Con tus dedos me cogiste la barbilla tiernamente diciéndome en el lenguaje que solo los amantes saben entender: te quiero.

Dejé que los minutos pasen. Quería disfrutar al máximo de tu bien pincelado rostro. Después, cuando ya las emociones se encontraban hirviendo violentamente en nuestros latidos, recordé aquellos pensamientos puros que tenía cuando te miraba y te di un besito en la mejilla. Fue un besito tan rico, tan suave y tan dulce que hoy, cuando lo recuerdo me sumerjo en un mar de tristes e innavegables nostalgias Elena. Esos besitos a tu mejilla se multiplicaron y extendieron por algunos minutos más. Tú los recibías callada, como tú solamente eres. Mantenías los ojos cerrados, no sé si por sentirlos y disfrutarlos mejor o tal vez imaginando que se trataba (ahora lo creo así) de los besitos propinados por el protagonista de alguna historia guardada en tu corazón. No me importa. Yo lo estaba disfrutando.

Luego de largos y deliciosos minutos dándote besitos en la mejilla, decidí intentar besarte en los labios. ¡Ah esos labios tuyos mujer! Tan riquísimos que fueron. Acerqué tímidamente mis labios a los tuyos y los rocé despacito, con calma y con paciencia. Sacié mi sed desmesurada de ti. Te acariciaba tu pincelado rostro mientras poquito a poco iba disfrutando de tus labios embrujantes. También con calma, tú ibas masajeando mis labios con tus labios. Me abrazaste fuertemente haciéndome sentir que era el único hombre sobre la tierra. Te pagaste tanto a mí que casi compartíamos el mismo latido y la misma respiración. Tus pies tocaron los míos y con ellos comenzaste también a acariciarme. Con el temor siempre de equivocarme, afirmaría que aquel momento realmente había sido también esperado por ti Elena. Ojalá que sí.

Así pasamos toda esa noche hasta que vimos juntos el amanecer. No nos interrumpimos con alguna palabra. No hubo diálogo entre nosotros ya que hacerlo hubiese sido algo muy banal, muy vulgar y muy pueblerino. No podíamos manchar la pureza de aquella experiencia con superfluos anexos. Y cuando el amanecer se impuso y las demás chicas despertaron, me levanté, me puse el uniforme y me fui a trabajar. Ni siquiera te di un beso de despedida Elena.

Aquel día, la mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado, terminó de desaparecer por completo de los registros y anales de mis pensamientos. Sin embargo días después descubriste que aún mantenía contacto con ella y me lo recriminaste. Me lo recriminaste tarde Elena, porque para ese momento ella ya había recibido una carta en la que, con todas las características patéticas que el caso ameritaba, le decía adiós.