viernes, 20 de marzo de 2009

El furioso clima en la isla de tu recuerdo (pt1)


Por Fred Borbor

Quizá pueda confundirse con un sentimiento apresurado y un tanto alocado de mi parte, pero realmente me gustas Elena, siempre me has gustado. No puedo decir que me gustas desde la primera vez que te vi, pero sí desde la tercera o cuarta. Tu eres de aquellos seres a los que comúnmente llamamos “hermosos”. Tu rostro es francamente una rica delicia para todos aquellos que algún día hemos tenido el placer de disfrutarlo y estoy seguro que muchos están de acuerdo conmigo. Es que tu rostro parece una obra de arte. Es de aquellos raros aciertos de la naturaleza que a veces suceden sin previo aviso y que no dan tiempo de prepararse para lidiar con ellos. Es también de aquellas pocas extrañezas que algún día me han rodeado, pues casi nunca en mis alrededores la belleza humana ha tenido las pinceladas de genialidad que si tuvo en tu caso; aquellas pinceladas de genialidad que si tuvo cuando pintó y diseñó tu rostro Elena. Aveces escucho argumentos sobre la belleza interna, la belleza extraña o la falta de arreglo como excusas para el vacío de lindura en una mujer, y simplemente pienso que todos están equivocados, no porque imagine que la razón siempre está de mi lado, sino porque siempre prefiero arrimarme a los hechos prácticos; y es que cuando alguien es bonita, bella y hermosa todos lo notan y todos coinciden en afirmarlo. Cuando alguien es bonita, bella y hermosa, lo es siempre y a cada hora. Lo sé yo porque te veía cada mañana cuando despertabas a mi lado, y sin importar lo que haya pasado en la noche, así haya sido una noche de borrachera inconmensurable o una de placer descontrolado, siempre estabas bonita. Tu rostro nunca perdía su belleza y siempre despertaba en mí las ganas de acariciarlo y besarlo por completo.
Este gusto que te tengo, es mucho más fuerte que el gusto que tuve la primera vez que te vi Elenita. ¿Te acuerdas de aquel desayuno en el comedor del hotel? yo sí. Te confesaré que en realidad no me fijé primero en ti, y casi no me importó que estuvieras allí. ¡Ah! es que en aquellos momentos me encontraba embobado por otra mujer. Ella no era tan bonita y hermosa como tu, valgan verdades, pero si estaba embobado por ella. En ti, vi aquel día a una mujer callada, alejada y huraña, y no te miento Elena cuando te digo que hasta hoy, a pesar del tiempo transcurrido y a pesar de los innumerables análisis que hago a todo lo que significaste en mi vida, no logro desentrañar la naturaleza de aquellas características tuyas. Tu silencio hizo que casi pases desapercibida ente mis ojos aquella mañana; tu ya sabes que soy un despistado del demonio y que casi nunca le presto la atención debida a las personas que conozco, sabes también que me gusta mucho tratar con quienes tienen facilidad de conversación, especialmente si son graciosos. Rosa, tu mejor amiga, era habladora y graciosa, muy poco agraciada, es verdad, pero habladora y graciosa; y me encantó conversar con ella, me reí a labio partido con sus ocurrencias y le tomé aprecio rápidamente, aunque pocas semanas después era la última persona a quien quería tener cerca. En cambio tú Elena, te presentaste callada. Me saludaste y fuiste amable, es cierto, pero de pronto te quedaste en silencio, como si me tuvieras cierto recelo, como si no quisieras verte descubierta ante un par de compatriotas extraños y atrevidos que se acercan a tu mesa a compartir un desayuno en tierras lejanas, como si a cuesta llevases una tristeza inconmensurable. Solo nos escuchabas hablar, solo respondías monótonamente lo que a veces Elvira, mi acompañante y amiga, o yo te preguntábamos. Incluso hubieron momentos en los que Rosa, la parlanchina, respondía por ti. Tal vez en aquella primera vez debí darme cuenta de lo bonita y bella que eras, pero el embobamiento agudo y extremo del que sufría no me lo permitió. Afortunadamente ese embobamiento no me duró tanto, o al menos no tanto como para no sucumbir ante tu belleza, querida Elena. Sé que hasta hoy crees que en realidad nunca me curé de aquel embobamiento, sé también que nunca supe demostrarte correctamente mi total sanación, pero ¿cómo iba a durarme mucho ese embobamiento estando tú, tu bello rostro y tu precioso cuerpo a mi lado? Era imposible que eso suceda Elena. Sin embargo, acepto que aquella falta de pruebas de mi total lealtad hacia ti, y aquellas constantes muestras de desdén que te di, explique el hecho de que soy un hombre estúpido que no sabe retener lo bueno que la vida le presenta, pero esa ya es otra historia que imagino la contaré en otra ocasión.
Realmente me gustas Elena, siempre me has gustado. No puedo decir que me gustas desde la primera vez que te vi, pero sí desde la tercera o cuarta. Y esa tercera o cuarta vez llegó al segundo día de conocerte. Paradójicamente no fue por tu bonito rostro que empezaste a gustarme, fue más bien por tu poto. Tu hermoso, formado, esculturado, firme, redondito, deseable, excitante y llamativo poto, el mismo que sería mi más rico placer durante todo el tiempo que te tuve. Aquel segundo día estuve muy estresado, no solo por el hotel de pacotilla (“¡esta mierda de hotel!”, solía llamarlo) a donde había ido a parar o por la sensación de derrota que sentía en aquel momento, sino también por las cantidades exorbitantes de cachaça que había ingerido la noche anterior con unos brasileños que nunca más volví a ver. Sin embargo acepto que ese día se perfilaba como uno excelente, ya que había un sol espléndido a fuera y también existía la promesa de que pronto estaría alojado en un mejor lugar (mejor que aquella espantosa zona de esa ciudad). La tarde anterior, antes de ir a emborracharme, tuve la oportunidad de estar a solas contigo Elena, aun no me fijaba en tu hermosura a decir verdad, solo me fijaba en tu laptop y la posibilidad que ella me brindaba de estar en comunicación con aquella mujer que, no siendo tan bonita y hermosa como tú, me tenía totalmente embobado. Debo aceptarlo ahora (mea culpa): el embobamiento crónico del que sufría era difícil de superar, y tal vez por eso es que nunca pude darte el lugar que merecías Elena, te pido mil perdones por eso.
Después de embriagarme inmisericórdemente toda la noche con aquel licor carioca, tuve que compartir una miserable cama de una plaza y media con Elvira y con Chabela quienes me obligaron con sus cuerpos a dormir en una sola posición, y tú sabes Elena cuan imposible me es dormir en una sola posición; sabes que no puedo, por más que lo intente, dormir quieto y tranquilo, lo sabes porque por eso sufrías de tantos insomnios durante el tiempo que tuvimos. Pero, a pesar del padecimiento que me causaba el tener que dormir toda la noche en una sola posición, aquel día vi la luz; no solo por el hermoso sol que asomaba por las ventanas de aquel mugriento hotel, sino porque me fijé, por primera vez, en tu hermoso poto; tan rico a la vista, tan apretadito, tan bien formadito, tan bien ajustadito entre esa pijamita blanca con pequeños detalles femeninos que tenías. ¡Guau que rico poto por Dios! Desde aquel momento, la visión que tenía sobre ti cambió rotundamente, pues ya no eras más la chica que pasaba desapercibida. Ya no eras más la chica callada, silenciosa y casi tímida del día anterior. Ahora te prestaba atención. Ahora escuchaba todo lo que tu poto me decía cada vez que lo observaba: “tócame, muérdeme, estrújame, bésame”… Pero, ¿cómo iba a fijarse en mí una chica con una característica corporal tan hermosa como la tuya? Nunca antes había tenido a una hermosura como tú en mi vida. Sí, me había enamorado una vez y había tenido la oportunidad de tener a muchas mujeres conmigo, pero ninguna se comparaba a lo sin par de tu belleza. Ni siquiera en mis más alucinantes sueños había tenido la audacia de tener a alguien como tú a mi lado. Por ejemplo, la mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado, tenia un rico poto también y por ende, me tenía embobado, pero aquel rico poto era bonito solo cuando estaba desnudo. En realidad debo confesar que el suyo también me volvía loco y me hacía perder los estribos cuando, después de pasar varias horas poseyéndonos, ella se quedaba tendida en la cama, apoyando su rostro en sus brazos, relajándose y dejando su lindo poto a la intemperie de la habitación; yo la observaba extasiado y pasaba mis manos suavemente por sus fabulosas nalgas, como puliendo un costoso automóvil y me regodeaba en aquel disfrute tan carnal como divino. Lamentablemente aquella belleza no podía ser demostrada cuando aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado, estaba vestida y cubierta por los trapos del cobertor diario. Sin embargo tu poto no necesitaba estar desnudo para volverme loco Elena. No necesitaba verlo de manera explícita para darme cuenta de su belleza o para desearlo. El poto de aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú, me gustaba también, pero tu poto, era mi adoración. El tuyo era un poto hermoso, deseable y excitante per se.
Supongo que ahora mismo debes estar enojadísima conmigo al leer estás líneas Elena. Sé que no es por hablar así de tu lindo poto, sino por hablar de aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú. Siempre te enojabas conmigo cuando te hablaba de otras mujeres y siempre te enojó mucho escuchar de ella. De seguro ahora, al leer estas líneas, debes estar maldiciendo mil veces mi existencia. ¿Qué puedo hacer ahora Elena? Lo que busco con esta carta es darle a ti y a ese pequeñísimo tiempo juntos que me regalaste, un tributo de agradecimiento; no escribo así para hacerte enojar, y si lo hago, por favor perdóname; otra vez.
Me reprochaste un día Elena, el hecho de haber tenido solo a mujeres feas a mi lado, reconociendo solo a una de ellas como bonita, pero admite que te ensañaste demasiado con aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado; y es que tú sabías bien en qué nivel te encontrabas bandida. “¿De verdad te gusta ella, mi amor? jajaja ¡ay Dios mío! Si es chata, gorda, lacia, trigueña, cuadrada, ¿y te gusta? O sea, yo entiendo que sea inteligente, ¡pero con esta si te pasaste ah! Jajaja. ¿Qué hijos te van a salir con ella? Ay mi amor, felizmente que me encontraste.” No sabes cómo me dolió aquel desdén a mi “buen” gusto Elena, claro que ahora me río a carcajadas de mis tontos enojos cuando me decías este tipo de cosas, pero en aquellos momentos sí me dolían y me dolían más porque sabía que no tenía como refutarte. Yo podía esgrimir buenos argumentos aprovechando mi acostumbrada verborrea, en defensa de mis gustos para con el sexo opuesto, pero tú, sin mediar palabra alguna los desbaratabas como se desbarata un castillo de naipes; solo bastaba que claves en mí tus embrujantes ojos marrones y te descubras por completo dejándome ver tu hermosura adictiva para, con voz emocionada y casi disfrutando mi derrota, te diga: “Es cierto Eli, no hay nadie tan hermosa como tu”.
Después de aquella segunda o tercera vez, ya no quería dejar de verte Elena pues te volviste una necesidad visual que había adquirido, la cual iba acrecentándose con el pasar de los días, haciendo de mi existencia una digna de ser vivida pues cada mañana tenía la certeza de que te vería y eso significaba pasar momentos grandiosos. Sin embargo debo aceptar que también aquellos días fueron una sucesión de eventos entre mortificantes y congratulantes, ya que por un lado quería tener el placer de verte y por otro sabia que no debía, que estaba mal darme ese tipo de gustos lujuriosos; aún estaba embobado por aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú Elenita.
Luego que me mudé por fin a un hotel respetable y a una zona más acorde a mis expectativas, me convertí en un visitante asiduo de tu habitación, la misma que compartías con Rosa la parlanchina, tu mejor amiga. Me gustaba usar el pretexto de mi amistad con Elvira y la marcada preferencia y confianza que las demás chicas me tenían ya que por alguna razón que sinceramente desconozco, yo les parecía una persona agradable. Sin embargo la realidad era que solo iba para poder verte. Para poder verte cuando caminabas por la habitación, cuando te echabas en la cama boca a bajo o cuando usabas tu pijamita blanca con pequeños detalles femeninos. Y repentinamente, entre tanta visita y miradas desvergonzadas hacia ti, vi tu rostro. Fue una de esas noches cuando ya se acercaba la hora de despedirnos hasta el día siguiente, y fue algo así como la llegada repentina de la iluminación que abre las puertas a una gran idea o a una gran inspiración y, obviamente en este caso, fue la llegada repentina de una gran inspiración; una inspiración que me sirvió y me sirve mucho. Es que ver tu rostro aquella noche, iluminado por aquella luz amarillenta de tu habitación, justo en el momento en que se forma ese ángulo exacto cuando miras hacia el suelo, fue una experiencia propensora de los pensamientos más hermosos que puedo tener. Tu nariz respingada, tus ojos marrones impactantes, tus labios simétricamente trazados y ese lunar excitante colocado justo en la mitad de tu barbilla; se convirtieron desde entonces y hasta el día en que tristemente terminó nuestra historia, en los ingredientes suficientes para volverme loco por ti. Para originar todas las palabras y todas las frases que de corazón te decía y te escribía con mi paupérrimo talento literario; aunque nunca me creíste nada, aunque hasta hoy no me creas nada, aunque ahora ya no te importe nada sobre este muchacho tonto, desleal y vulgar que algún día tuviste la desgracia de conocer.
“Qué bonita es Elena ¿no?” Le comenté un día al buen Carlos, de quien ustedes malévolamente decían que era un brujo y que tenía la extraña cualidad de influir negativamente sobre el aura de quienes lo rodeaban. Sinceramente no sé en qué se basaban para hacer estas afirmaciones a todas luces absurdas, y debo confesarte Elena que yo nunca había sentido sobre mí alguna influencia negativa de su parte, por lo menos no de manera percatable. Y quiero que sepas ahora que eran este tipo de cosas las que hacían que me burle de ustedes usualmente. No era porque sentía algún desprecio por ustedes, ¿a caso crees que por ti tendría algún tipo de sentimiento contrario a la admiración y al deseo? ¡Por favor! Era por cosas tan absurdas como aquello de creer que una persona tan inteligentísima como Carlos tenía poderes sobre naturales.
“E-en re-realidad n-no e-es t-aan bonita”, me decía el buen Carlos que, a pesar de la inteligencia tan magnifica con la que había sido bendecido, no sabía mucho de mujeres ni de cómo reconocer a una belleza entre tantas. Déjame decirte Carlitos que en eso si te sobrepasé. Te agradezco con humildad todas las enseñanzas sobre ciencia y actualidad que me diste, pero déjame regodearme un poco con lo único que yo sabía más que tú, las mujeres; y déjame decírtelo una vez más de forma categórica: “Elena es muy bonita”. Afortunadamente supiste darme la razón días después cuando, ya vencido por la abrumadora belleza de Elenita, no dudaste ni un solo segundo en dirigir tu libidinosa mirada hacia su derrier y posteriormente quedarte absorto mirando su bello rostro por varios minutos -lo que fue un motivo más para alimentar aquella infame popularidad tuya de brujo malévolo que ya tenías-. “E-en re-realidad e-e-es m-muy bo-boonita”, me dijiste finalmente, quedando el caso cerrado y sentenciado a mi favor.
Vuelvo a ti Elena: nunca pretendí utilizar alguna sagacidad de conquistador contigo pues soy demasiado estúpido para esas artes superiores. Y es que a la par de la gran admiración que empecé a sentir por tu belleza, me di cuenta también que era imposible que una mujer como tú se fije en mí, que no soy interesante, ni buen mozo, ni lo suficientemente conquistador como para llamar la atención de alguien mejor dotada genéticamente que la mayoría de mujeres que he conocido y que todas las escasas mujeres que han tenido la desgracia de amarme. Así que decidí solo mirarte, observarte, acariciarte y hacerte el amor en mi imaginación; en la soledad del baño de mi cuarto y en la privacidad de mi ducha mientras me masturbaba alucinando con tu cuerpo desnudo y con tu rostro siendo besado una y otra vez por mis labios. Así me sentía bien y así era como decidí continuar. Ahora que retrocedo en el tiempo, me doy cuenta de lo acertado que estuve cuando quise que las cosas siguieran ese rumbo, ya que si así hubiese sido, hoy por lo menos podría mirarte a la cara Elena, darte un saludo, darte un abrazo, molestarte y divertirme contigo como lo hago con todas aquellas mujeres con quienes nunca sobrepasé los límites entre la amistad verdadera y el amor engañoso. Sin embargo debo admitir también que no me arrepiento absolutamente de nada Elena. No me arrepiento de haberte tenido, de haberte amado, de haber disfrutado tantos y tan buenos momentos contigo en tan poco tiempo; y permíteme por favor en este punto un atrevimiento y déjame robarte las palabras exactas que me dijiste aquella tarde en la que nos abrazábamos en la cama mientras veíamos la lluvia por la ventana: “aunque sólo pase contigo un segundo, será el más grandioso de mi vida”.