sábado, 7 de marzo de 2009

Un viaje (fragmento)


Nota al texto:
El siguiente es un parrafo, fracción, fragmento, parte, muestra, etc; de la historia que actualmente me encuentro preparando, espero, para presentarla a algún concurso o editorial. ¿Quien sabe? Tal vez con toda la marcada tendencia a publicar cualquier cojudez de nuestros días, tenga la suerte de ganarse un sitial en el universo editorial de nuestra pauperrima realidad literaria.
No se fijen mucho en los errores, ya que este es solo un borrador, pues dada la extrema escaces de textos para publicar que ahora tengo, creo que bien vale la pena hacer enojar un poco a la gente con adelantos de este tipo.
Fred.

Un viaje (fragmento)


Por Fred Borbor


Aquella tarde, cuando se despertó con un severo dolor en la cabeza y en los músculos, mientras trataba a duras penas de recordar lo que había pasado la noche anterior, Pedro Horacio Ruiz de los Rios miraba indistintamente las manchas en el techo de su habitación mientras se convencía así mismo que había llegado el momento indicado para realizar aquel viaje, pues había pasado un mal año y todos los requisitos estuvieron cumplidos. Pedro Horacio Ruiz de los Rios decidió tomar lo que hasta ese momento había sido una decisión indeseada y tantas veces postergada.
Muchas de las personas que lo rodeaban, familiares especialmente, decían que era un tonto por no aprovechar su tiempo de juventud y hacer aquel viaje mientras podía. Que los años pasarían y las responsabilidades que ellos acarrean no le permitirían hacerlo en el futuro.
Su padre, don Albino, hombre reciamente formado y corajudamente llegado a la vejez, era el más crítico de su actitud. Le disgustaba en sobremanera que pasara el día haciendo cosas improductivas. Le decía que la música era una cojudez, que escribir tantos poemas e historias no le iba a dar de comer, que no solo de hablar bonito vivía el hombre y que, especialmente, nada de bueno sacaría de ese comportamiento con el que tanto lo intranquilizaba. Una extraña manía que Pedro adquirió en la infancia y que la vieja Zoila se encargó de descubrir ante la atención de toda la familia una tarde de verano cuando raudamente entró en la sala y gritó “¡el hijo del demonio es ese recogido!” y contó que había encontrado a Pedro encima de Carmelita, nieta de la vieja Zoila y prima de este, besuqueándole los labios y mordiéndole las orejas.
Aquella tarde, además de las reprimendas y desaprobaciones que le dio a Pedro, don Albino empezó a creer firmemente que el trabajo duro al que estaría sometido durante el viaje, lo alejarían de todas esas malas costumbres y especialmente de ese extraña manía que, desde aquel incidente en la sala con la vieja Zoila, se convirtió en la adicción de Pedro y en la pesadilla de don Albino. “Estaría mucho más tranquilo si es que de una buena vez, tomas ese maldito avión y te vas. Allá aprenderás como se gana la vida con sacrificios”. Solía decirle.
Para Pedro Horacio Ruiz de los Rios hacía muchísimo tiempo que su nivel de vida era el mismo. Estaba acostumbrado a el y lo disfrutaba sin remordimientos. Creía que la vida lo había becado por ser tan inteligente.
Desde niño su madre doña Jesús le había inculcado la idea de infalibilidad, certeza y casi de invulnerabilidad debido a su gran inteligencia. “Yo se que Dios algún día hará de ti alguien grande hijo mío, porque eres inteligente como ninguno.” Le decía cada noche mientras le daba un beso en la frente a modo de despedida hasta el día siguiente. Incluso cuando cerraba la puerta de sus habitaciones, doña Jesús elevaba plegarias al cielo para que su muchacho sea el hombre grande e importante que deseaba. Su certeza de que así sería era conmovedora. Tan conmovedora como cuando hacía 23 años atrás, guiada por el llanto desolado y desesperado de neonato hambriento, lo recogió de la casa de su progenitora bajo la firme promesa de que lo cuidaría. En aquella ocasión Pedro pareció sentirse a gusto inmediatamente con su repentina bienhechora, pues a pesar del hambre que lo abrumaba abrió sus enormes ojos y la observó quedándose en silencio por unos minutos cuando doña Jesús lo tomó en brazos. “¡Que ojos Dios mío!”. Exclamó ella un poco asustada por el marrón profundo de aquellas pequeñas pupilas. “Parece que la quiere doña”. Le dijo Fortunata, la madre de Pedro, mientras embolsaba los pocos trapos que usaba para cubrir al niño y dárselos a doña Jesús. Desde aquella primera tarde, mientras lo llevaba en su regazo, doña Jesús empezó a hablar con Pedro y aunque sabía que el no le entendía y no le respondería, afirmaba con certeza que sus palabras siempre harían efecto en él. “Mi Pedro será grande e inteligente”. Así creció Pedro. Así lo trataba su madre. Siempre le había inculcado la idea de infalibilidad, certeza y casi de invulnerabilidad debido a su gran inteligencia. “Yo se que Dios algún día hará de ti alguien grande hijo mío, porque eres inteligente como ninguno.” Le decía.
A Pedro le gustaba mucho aquella forma de tratarlo que tenía su madre. Pues así tenía la certeza de que era gracias esa inteligencia tantas veces proclamada, que él estaba en todo su derecho de disfrutar de aquel estilo de vida.
Pedro también se acostumbró a vivir en varios mundos paralelos y siempre sabía como mantenerlos separados. Nunca permitía que se crucen o se conozcan. “Si se da el caso de que en algún momento eso suceda, sería una catástrofe, una hecatombe, un infierno… sería el fin”. Se repetía todas las mañanas.
La inteligencia de la que tanto le hablaba doña Jesús le servía para ese fin. Con cada día que pasaba, sus argucias para mantener en secreto y a buen resguardo su paralela convivencia en mundos distintos se perfeccionaban y eran mucho más sofisticadas. A Pedro le gustaba alardear de ello.
Con sus camaradas de la hermandad siempre intercambiaba información sobre cómo mantener en secreto y en extremo privado sus diversas y distintas aventuras en sus mundos paralelos. Les decía que ellos aún eran unos pipiolos, unos polluelos como para ser como él y que por lo tanto necesitaban de sus consejos y recomendaciones. La infalibilidad de la que pensaba gozar en estos temas, le hacía creerse con autoridad sobre las demás personas, especialmente sobre sus camaradas de la fraternidad.
Pedro era tan inteligente en el manejo de sus mundos paralelos, que descuidó el manejo de su vida académica.
Todos sus profesores le prodigaban sendos reconocimientos y alabanzas por su capacidad intelectual, pero cuando llegaban los fines de semestre y las malas calificaciones lo reducían al nivel de un desinteresado, todos los reconocimientos y alabanzas se convertían en un decepcionado “uy, ¿que pasó señor Ruiz de los Rios?”.Don Albino, el padre de Pedro, nunca estuvo enterado de estos detalles.
De entre todos aquellos mundos paralelos en los que habitaba, vivía y se movía Pedro, sobresalían casi de manera incólume dos. El primero era el mundo de Duna, una hermosa limeña de aspecto pálido y sereno cuya estatura estirada y curveada le daban una imagen de fragilidad tales, que a veces cuando Pedro la abrazaba temía su resquebrajamiento, no obstante que a ella le encantaba jugar con él a abrazarse fuerte hasta no poder respirar.
Cuando se conocieron eran aún unos adolescentes malcriados que compartían el común destino de provenir de familias irregulares y lograron llamarse mutuamente la atención. “Mi mamá prepara unos pasteles riquísimos. Mañana traeré uno para invitarte”. Le decía Pedro en varias ocasiones. Pero Duna usualmente nunca llegaba para ser convidada.
Pedro empezó a sentirse atraído por ella al darse cuenta de lo inmensamente inalcanzable que era para él. Por alguna razón que no lograba comprender veía en ella a la mujer perfecta, pues además de su inteligencia y calidez, compartía con él aquel gusto difícilmente compartido por otras mujeres: los pasteles de manzanas.
Ella sin embargo no se sentía atraída por Pedro. Ella estaba poderosamente doblegada por Jano, el hombre de sus sueños.
Pedro se sentía minimizado por la existencia de aquel muchacho de cabellos largos y gran talento para interpretar piezas hermosas en la guitarra. Incluso creía que aquel talento para crear esas melodías tan embrujantes eran su razón para tener la dicha de ser amado por Duna quien no paraba de escribir la palabra “Jano” en todas las carpetas, la mayoría de veces, mientras hablaba con Pedro. “Está irremediablemente embrujada”. Pensaba él.
Sin embargo sus largos monólogos, su picardía ácida y aquella impresionante base de datos con la que contaba en su cerebro, pudieron doblegar el corazón de Duna mucho más de lo que podían hacerlo el cabello largo, la guitarra embrujante y el corazón sincero de Jano.
Una tarde de verano, mientras jugaban a abrazarse hasta no poder respirar, Pedro le mordió las orejas y le besuqueó los labios. Duna se sintió feliz. Por primera vez sentía que amaba. Pedro no durmió aquella noche.
Cinco años después de aquella tarde y de aquella primera mordida de orejas y besuqueo de labios, Pedro estaba a punto de emprender un viaje para escapar del infierno que significaba el haber perdido a Duna. Estaba a punto de emprender un viaje para escapar de la depresión y soledad que le causaba el hecho de no tenerla nunca más en su vida.
El segundo mundo que sobresalía de entre todos aquellos mundos paralelos en los que habitaba, vivía y se movía Pedro; era el mundo de Rebeca, su compañera de universidad, de quien le gustaba la alegría sin límites que irradiaba a su paso por los pasillos del recinto académico. Con ella, Pedro aprendió a correr los más sagaces riesgos. Se olvidó que existía una regla en su vida que le prohibía descuidar la perfecta separación entre todos sus mundos. Y se olvidó de esto específicamente una noche de primavera en la cual él y todos sus compañeros de clase decidieron realizar una fiesta con música, bailes y tragos por doquier. Rebeca estuvo también en aquella fiesta. Y fue una noche divertida para todos, tanto que después de bailar y embriagarse, Pedro y Rebeca buscaron desesperados el baño de la casa para dar rienda suelta a sus impulsos carnales, dando como resultado un concierto de gritos, gemidos y golpes a las delgadas paredes de la casa, causando severamente el malestar de Rufino, el chico de la sonrisa amplia y bondadosa, el mismo chico que meses antes había conocido a Duna y se había enamorado perdidamente de ella.
Al día siguiente Duna visitó a Pedro. "Me rompiste el corazón", le dijo con voz entrecortada y puso punto final a su historia. De esto se acordó Pedro la noche anterior a aquella tarde, cuando se despertó con un severo dolor en la cabeza y en los músculos. Por eso es que aquella noche se embriagó inmisericordemente y por eso aquella tarde, mientras tomaba por fin aquella desición tan indeseada y tantas veces postergada, lloró amargamente.
Un mes después de aquella fiesta con Rebeca y cinco años después de aquella primera mordida de orejas y besuqueo de labios con Duna, Pedro estaba a punto de emprender un viaje para escapar del infierno en el que vivía.
Aquel viaje era requerido y deseado por todos, menos por Pedro. El sentía que estaba bien así. Que ya haría viajes largos cuando sea más viejo y tenga más plata. Su propia plata.Aquel viaje era requerido y deseado por todos, menos por la hermandad a la que pertenecía Pedro. Ellos sentían que aún no era tiempo. Que sería el tiempo adecuado cuando todos en conjunto hicieran el viaje. Así lo prometieron en la universidad, en los conciertos, en los bares y en los campamentos; porque aún estaban en la primavera de sus vidas y definitivamente el viaje de solo uno de sus miembros no podía ser un buen augurio para los lazos de hermandad que los unían.
Sin embargo los requisitos que Pedro había previsto como indispensables para la realización de aquel viaje, se cumplieron: estaba deprimido y solo.
“Bueno... a darle con el viajecito” se dijo y empezó a arreglar su equipaje, actualizó su DNI, su pasaporte y su visa; de modo tal que sin mayores aspavientos, la mañana de un lunes tímidamente alumbrado por los primeros rayos del verano limeño, ingresaba al aeropuerto para esperar el vuelo que lo llevaría a las frías tierras de West Virginia.
Al asomar la vista por la ventana del aeroplano para dar un último vistazo a la ciudad, cayó en cuenta de que ese era el quinto viaje que realizaba fuera de las fronteras del Perú, sin embargó, a diferencia de otras oportunidades, esta vez no pudo evitar la nostalgia por lo que estaba dejando. Dio un largo suspiro e intentó dormir.
Tímidamente se sentó a su costado un muchacho de aspecto vivaz y saludable quien inmediatamente trató de hablarle pensando haber encontrado en él a un compañero guía para la aventura que estaba emprendiendo.
“Tío, ¿sabes a que horas vamos a llegar?” Preguntó mirando a Pedro directamente a la cara. “No tengo ni la menor idea”. Respondió él secamente.
Oskar, así se llamaba el repentino compañero de viaje de Pedro, también huía del Perú. No de un infierno sentimental, tal como aquel, sino de la falta de empleo, de la falta de oportunidades y de lo poco que podría hacer por su hijo recién nacido en un país donde se estrangula inmisericórdemente cualquier intento de supervivencia.
"Voy a trabajar por mi hijo broder". Le contaba Oskar tratando de mantener viva una conversación que languidecía por el poco interés de Pedro en hablar. "Mi jerma ya no quiere botarlo. Cagao pe. ¿Tú no tienes tu chibolo?" Pedro miró nuevamente por la ventana tratando de encontrar la ciudad recientemente abandonada. Recordó aquella oportunidad cuando se asustó muchísimo al enterarse que Duna tenía un retraso menstrual de 25 días, y melancólicamente respondió que no.