Por Fred Borbor
Yo tenía un secreto, Elena. Un secreto que nunca quise contárselo a nadie y que probablemente nunca debiste descubrir. Era un secreto que me reafirmaba como un ser despreciable, no por su calidad, sino por el mal uso que yo le daba. Y sé que al registrarlo en esta carta me expongo a la reprobación de todos y al abandono fraternal incluso de mis más cercanos coetáneos, pues estoy seguro que nadie en su sano juicio querría compartir algún tipo de cercanía con alguien que hizo las cosas que yo hice.
Tenía un secreto que significó dolor y malestar para todas aquellas personas que fueron afectadas por él. Era un secreto que te lastimó mucho, querida Elena, y a la vez era un secreto que destruyó su propia fuente y origen.
Resulta que, a pesar de que había tenido una aventura muy intensa con aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado, y a pesar de que –después de cortar toda relación con ella– compartía contigo una paradisíaca convivencia que me enloquecía y me empalagaba de placer; mi corazón le pertenecía a otra mujer.
Sé que no tengo excusas que justifiquen mi comportamiento y a la vez sé que se trata de una situación totalmente atípica y confusa (lamento que así haya sido por aquellos tiempos mi cabeza, Elena) que no daba lugar a ningún tipo de concesiones de tu parte ni de parte de alguna otra persona que haya sufrido los efectos de ese secreto mío. No trato en estas líneas de justificarme o de compelerte a que cambies tu resolución de odiarme para siempre, sólo quiero explicarte la forma en que sucedieron las cosas y las consecuencias que trajeron, aunque tú ya las conoces muy bien.
Mi corazón y mi amor le pertenecían a una joven pintora peruana muy talentosa que sencillamente me tenía loco. Ella, su arte, su bondad y su inteligencia produjeron en mí una extraña reacción positiva y una agradable sensación de tranquilidad. No sé exactamente cuando empecé a amarla, pero sí estoy seguro que fue mucho antes de conocerte e incluso de iniciar aquella tórrida aventura con la mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado –incluso recuerdo que en más de una oportunidad, sin el menor cuidado y sin la más mínima consideración, le confesaba a ella el intenso amor que sentía por la pintora peruana.
La pintora y yo nos conocimos una noche de navidad en una de las tantas elevadas montañas del norte de Estados Unidos y desde la primera vez que la vi quedé impactado por su imagen, la cual hasta hoy me parece una de las más intrigantes que he visto en mi vida entera. La amé desde el primer segundo en que su rostro estilizado con aquellos lentes de señorita intelectual, sus hondeados cabellos y su profunda mirada se posaron en mí. Así que no pasó mucho tiempo sin que mis ímpetus juveniles empezaran a hacer esfuerzos por llamar su atención, pero lamentablemente –y como ya lo dije antes– mis dotes de conquistador no superaban el nivel estándar de lo comúnmente aceptado. Además, la pintora peruana de la que me enamoré ya estaba comprometida con alguien –que sabrá Dios qué sobrenaturales virtudes poseía para haberse ganado su amor– y eso era motivo suficiente como para desdeñar mis torpes coqueteos.
Sin embargo, una vez más, mi buena suerte acudió en mi ayuda y me dio un espaldarazo, pues a las pocas semanas de conocerla me enteré que aquel compromiso que ella tenía se había roto por iniciativa del carácter inseguro de su novio. “A decir verdad, si yo tuviese una novia como ella a miles de kilómetros de distancia, también me sentiría demasiado inseguro”, me dije a mí mismo.
Mis torpes coqueteos, como era previsible, seguían sin darme buenos resultados y más me hacían quedar como un tonto y patético chico fiesterito que quiere conquistar a la chica intelectual de la clase. De tal modo que, al ver que la pintora peruana de la que me enamoré no tenía ni la más mínima intención de darme sus favores amorosos y que mis torpes coqueteos me jugaban más malas pasadas que réditos en su corazón, decidí abortar todo tipo de intento de conquista.
Ya no me interesó ser más el chico de coqueteos torpes y estúpidos, sólo traté de ser Pancho y nada más. “Si no puedo ganar su amor, por lo menos trataré de ganar su amistad”, fue mi consigna. Y no sé si fue por esta decisión o si fue por alguna otra razón, pero la pintora peruana de la que me enamoré me regaló un soberbio y delicioso beso la noche de celebraciones de año nuevo en aquel pueblo de las montañas del norte de Estados Unidos. Y creerás Elena que tal vez estoy exagerando, pero aquella noche, aún extasiado por el increíble regalo que me había dado, le propuse matrimonio a la pintora peruana de la que me enamoré. Ella por supuesto declinó de mi propuesta, pero a cambio aceptó ser mi novia hasta que llegase el momento adecuado para dar el gran paso de formar una familia.
El tiempo fue pasando y la pintora peruana de la que me enamoré, por razones de su actividad académica y artística, no podía estar cerca de mí. Las distancias eran casi una constante en nuestras vidas, no obstante que el amor que nos teníamos era cada vez más poderoso. A veces ella viajaba a Lima para verme y pasar conmigo algunos días. A veces yo tomaba mi mochila, algunas prendas, algunos accesorios y emprendía largos viajes para poder verla y pasar con ella algunos días.
Un día, sin miramientos de ningún tipo y a pesar del profundo amor que sentía por la pintora peruana de la que me enamoré, inicié una tórrida aventura con aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú y algún tiempo después, te conocí Elena.
Mi amor por la pintora peruana no varió en forma alguna, pero si trataba siempre de mantenerlo en secreto, básicamente para no afectarlo o embarrarlo con las relaciones aventureras que iniciaba. Me comunicaba con ella casi a diario por medio de la correspondencia y así trataba de mantener viva la llama del amor que ella sentía por mí. En realidad esperaba que, con el tiempo, aquella situación penosa de la distancia se acabara entre nosotros y vivamos una vida normal. “Ese día dejaré todo atrás”, me prometía a mí mismo.
Te vuelvo a repetir Elena, que mi cabeza era así de mazacotuda en aquellos tiempos.
La mujer no tan bonita y hermosa como tú sí sabía de la existencia de la pintora de la que me enamoré. Incluso en algún momento descubrió mi amor por ella. Pero nunca aquello fue problema entre nosotros. Ella me aceptaba tal como era y yo… bueno, yo no.
Creo que tú ya habías tenido alguna noticia de la pintora peruana de la que me enamoré. No estoy muy seguro de ello, pero supongo que algo comenté aquella noche cuando, antes de iniciar nuestra aventura y antes de vivir juntos, tú, Rosa, Carlos, Elvira y yo compramos algunas cervezas y las tomamos en mi habitación. Creo que, con el ir y venir de los sorbos, alguien preguntó cuál era el momento más recordado en la vida amorosa de cada uno de nosotros.
Tú contaste que tu momento más recordado era aquella vez cuando, doblegada por un sentimiento no correspondido, fuiste a la casa de aquel muchacho que amabas y le hiciste guardia varias horas, llorando y rogándole que abra la puerta, cosa que nunca hizo.
Elvira contó que su momento más recordado era aquel que, en el matrimonio de su hermano mayor, su chico le propuso tomar los votos matrimoniales a la par que lo hacían los novios.
Y yo –olvidando por completo mi deber de mantener en secreto algo tan preciado como el amor que sentía por la pintora peruana– conté que el momento más recordado en mi vida amorosa era aquel día cuando, por ser mi cumpleaños, recibí de regalo una camiseta azul con la imagen de una deidad pre-inca dibujada a mano por el talento sin igual de la pintora peruana de la que me enamoré y un cuadro de saludo hecho con todas las tarjetas telefónicas que ella usaba para comunicarse conmigo a la distancia. “Es la mujer más buena que he conocido en mi vida entera”, recuerdo que dije al terminar mi relato (creo que esas palabras quedaron grabadas con acero en tu mente Elena, porque con dolor me las reclamaste tiempo después cuando virulento te reprochaba tu actuar).
Una noche al regresar del trabajo y como todas las noches, revisé el buzón del correo y encontré en él un paquete peculiar. Inmediatamente supe que se trataba de uno enviado por la pintora peruana de la que me enamoré y con mucho cuidado lo abrí para extraer de él la carta que contenía. Bueno, en realidad no sólo contenía una carta, también traía algunas fotografías que ella me enviaba. Unas fotografías donde posaba de manera muy coqueta para beneplácito de su novio que vivía a la distancia. “Te extraño horrores” me decía en su carta, denotando un extremo esfuerzo por mantener el pulso de sus letras.
Me sentía un simple miserable por estarla pasando tan bien a tu lado, mientras que ella evidenciaba un padecimiento atroz por no tenerme en esos momentos, Elena.
Escondí la carta y las fotos entre mis ropas y me tiré en la cama mirando fijamente al techo, pensando en lo que le hacía a mi vida y al amor de la pintora peruana que me esperaba a la distancia. No podía evitar el imaginarme –aunque sólo por algunos segundos– en lo mal que me sentiría si en algún momento aquel secreto que guardaba de manera tan celosa se llegase a descubrir.
Aquella noche, cuando ya te habías quedado profundamente dormida, me levanté sigilosamente de la cama y empecé a ver nuevamente las fotos de la pintora de la que me enamoré. Se veía tan bella en ellas, Elena. Se la notaba tan elegante, tan sincera, y con una seriedad tan impactante que continuaba impresionándome. La empecé a admirar nuevamente, estudiando al detalle y poco a poco sus características. Obviamente lo hacía con la seguridad que me daba el creerte profundamente dormida, porque créeme que si en algún momento hubiese notado que estabas despierta o simplemente medio dormida, jamás me hubiese atrevido a faltarte el respeto de esa forma.
Aquella noche simplemente me regocijé con la imagen de la pintora peruana de la que me enamoré y me llené de su recuerdo, de su imagen y del amor que me enviaba desde miles de kilómetros de distancia. Incluso ahora, mientras escribo estas líneas y la recuerdo, todavía soy capaz de olvidarme de todo lo demás, de no pensar en nada y de hacer a lado cualquier tipo de cuidado. Esos eran los efectos que me causaba siempre la pintora peruana de la que me enamoré.
Una vez saciado de la delicia que me provocaba su recuerdo, su arte, su intelectualidad y su belleza, me quedé profundamente dormido también, con la seguridad de que el tiempo pasaría, las distancias entre nosotros se acortarían o simplemente desaparecerían y que yo dejaría todo atrás –incluso a ti, Elena¬– para poder tener una vida junto a la pintora peruana de la que me enamoré.
Al día siguiente, como todas las mañanas, prendí el televisor para ver las noticias mientras me preparaba para enrumbar camino hacia mi centro laboral. Te abracé con fervor y te di un largo beso de buenos días, sin embargo y de manera extraña, tú no te levantaste para compartir el desayuno conmigo como lo hacías todas las mañanas. En esos momentos tal vez debí darme cuenta de que algo extraño te sucedía pero más allá de la sorpresa no hice mayores esfuerzos por descubrir el motivo de tu indiferencia matinal, así que terminé de desayunar, cogí mis cosas, te di otro beso largo de despedida y me fui.
De manera casi instantánea las horas volaron ese día. Los compañeros de trabajo que tenía y la señora Linda realmente hacía que me sienta muy a gusto laborando en ese lugar –eso sin contar el hecho de que te tenía y que me alegrabas mucho la vida, Elena–. Así que fui a casa muy contento. En realidad no podía sentirme mejor: tenía un buen trabajo, muchos buenos amigos, en casa me esperaba una preciosa mujer y a miles de kilómetros de distancia me esperaba otra preciosa mujer quien además era una pintora. Mi vida no podía ser mejor.
Fueron pasando los días y algunas semanas. Me comportaba como un empleado modelo en el trabajo y como el enamorado ideal contigo. No me hacía de más problemas en realidad. Creía que todo estaba bajo control y que por lo tanto mi proceder no violaba ninguna regla de buena conducta y de normalidad. Tú no volviste a demostrar el extraño comportamiento de aquella mañana y al contrario, volviste a ser la mujer hermosa que siempre se mostraba diligente conmigo. Todo estaba bien.
Hubo sin embargo una tarde, cuando al regresar del trabajo me saludaste como siempre y me mimaste como lo hacías todos los días. Almorzamos juntos, jugamos y nos disfrutamos como lo hacíamos siempre. No observé por tanto, nada extraño entre nosotros y mucho menos en ti. Sin embargo sí había algo en ti ¿verdad Elena? Aquella mañana en la que no quisiste despertar a desayunar conmigo sí estabas enojada. Tu corazón estaba dolido y el hecho de que mi tonto intelecto no haya sido capaz de captar aquello no quiere decir que no tenías nada y que sólo querías dormir un poco más ¿verdad Elena? Claro que sí.
Luego de almorzar y juguetear un rato más y mientras veías la telenovela a la que te habías vuelto adicta, tomé como pretexto la necesidad de ir a comprar cigarrillos para salir y revisar la correspondencia. Grande fue mi sorpresa cuando, entre todas las cartas que habían llegado ese día, encontré una carta de la pintora peruana de la que me enamoré. Inmediatamente miré de un lado a otro con el cuidado debido y tomé la carta rápidamente escondiéndola entre mis ropas.
Compré los cigarrillos y me dirigí a la sección de fumadores de un restaurante, pedí un café y saqué la misiva para disfrutar de su lectura seguro de que había tomado todas las previsiones para no tener una desagradable sorpresa. Sin embargo sí tuve una desagradable sorpresa aquel día, ya que aquella carta era un compendio de las recriminaciones más crueles y de los insultos más duros que alguien me haya podido dar jamás: “Eres lo peor que me ha podido pasar en la vida”. “No puedo creer que te amé como a nadie para que me traiciones de esta forma”. “¿Qué te has creído madito imbécil de porquería?”. Y así por el estilo.
Inmediatamente sentí un remesón violento y un frío sudor surcó mi frente porque la pintora peruana de la que me enamoré nunca me había hablado de esa forma.
Al instante pensé en la mujer no tan bonita y hermosa como tú que me tenía embobado y supuse que aquello era resultado de algo que ella había hecho. Sin embargo esta idea fue descartada, pues ella también se encontraba a miles de kilómetros de distancia y además ya no existía ningún vínculo entre nosotros.
Continué leyendo la carta y poco a poco la verdadera causa de ella fue revelándose: “No sé qué tendrás con esa tal Elena, pero si sé que se trata de una perra arpía que busca hacer el mayor daño posible. Y si la tienes allí a tu lado dile que lo logró. Me ha causado un daño muy grande…”
Ya para esos momentos mi sorpresa se había convertido en un temor inmenso y mi acostumbrada calma se había vuelto una tembladera casi incontrolable. ¿Qué habías hecho Elena? ¿Qué tenías que ver en todo eso?
Todavía no entendía nada de lo que pasaba hasta que, líneas más abajo, empecé a encontrar las respuestas: “Esta es la foto que me mandó tu tal Elena”, y de repente todo encajó para mi indignación: le habías enviado una foto nuestra en la cual salíamos tomados de la mano y dándonos un beso.
¡Bandida Elena! Aquella mañana cuando no quisiste compartir el desayuno conmigo como estabas acostumbrada a hacerlo todos los días, no era por una simple cuestión de desgano. Era porque la noche anterior no estabas profundamente dormida –como yo lo suponía– sino que estabas muy atenta a todo lo que yo hacía y por ende te diste cuenta de que lo que hacía. Me viste apreciando y admirando las fotos de la pintora peruana de la que me enamoré y de forma muy astuta guardaste silencio en aquel instante esperando a que llegue el momento indicado para darme una dolorosa lección ¿no Elena? Y fuiste tan maravillosamente malvada que al ir pasando los días, mientras planeabas bien la forma en la que me ibas a dar esa lección, tu comportamiento fue el mismo de siempre (salvo el que tuviste aquella mañana). Así, decidiste realizar el plan más dañino posible.
Inmediatamente volví a leer la carta. Aún no podía creer del todo lo que estaba pasando y no podía reaccionar ante todo lo que allí se decía. El nerviosismo empezó a hacer presa de mis músculos porque una repentina tembladera se apoderó de mí. Mi acostumbrada calma se convirtió de un momento a otro en un sin fin de movimientos involuntarios. Estaba en shock pues no podía creer que hayas sido capaz de hacer tamaña majadería, Elena. Por primera vez empecé a preocuparme por las consecuencias de mis acciones y un repentino y desconocido sentimiento se apoderó de mí: el miedo. Ahora sé que no le deseo a nadie el placer de experimentar la mezcla de aquellas dos sensaciones. El remordimiento y el miedo juntos son capaces de hacer añicos al más avezado y salvaje de los espíritus.
Ahora bien, no sé aún por qué escogiste justamente aquella foto para enviársela a la pintora peruana de la que me enamoré, pero tengo mi teoría al respecto que de una u otra forma intenta explicar aquella elección. Y es que tal vez hayas enviado justamente aquella fotografía porque en ella ambos salíamos muy bien, a decir verdad. Era por así decirlo, una imagen muy tierna y denotaba la sensación de paz y pasión entre dos amantes que se encontraban rodeados por un clima de algarabía (recuerda que estábamos en la fiesta que organizaron los chicos sureños en su casa), y qué mejor imagen que ésa para destrozar el corazón y el amor de tu rival ¿no Elena? Vamos, no seas humilde en admitir que, como psicóloga, conocías muy bien el mundo interno del comportamiento de las personas y de las reglas bajo las cuales se regía la salud mental del individuo, especialmente en temas como el amor. Enviando esa fotografía y no otra, reafirmabas la posesión que ahora tenías gracias a la paz y a la pasión que me dabas; paz y pasión que tú sabías que sólo la pintora peruana de la que enamoré era capaz de darme.
Me tomé el rostro y de manera desesperada aguanté un grito de furia. Sin embargo sabía que debía tranquilizarme, sabía que no lograría absolutamente nada dejando que mis sentimientos salgan a flote y dando concesiones a las vulgares formas de proceder que un humano común tendría bajo una circunstancia parecida. Inmediatamente comencé a armar un plan de contención. Apelé a mi capacidad de seducción y comencé decidir las actitudes que iba a tomar, las palabras que iba a decir –a la pintora peruana de la que me enamoré– y las palabras que no iba a decir –a ti–.
Los cigarrillos que había comprado ya se habían acabado y el dinero que tenía en los bolsillos ya no me alcanzaba para pedir un café más. Vi por la ventana que prácticamente ya era de noche y decidí que debía regresar a casa y aunque aún no había trazado bien el plan a seguir, me levanté decidido a enfrentar la situación como sea necesario hacerlo a pesar de que el nerviosismo me carcomía brutalmente.
Me acerqué a la casa y divisé a Chabela quien entraba después de regresar del trabajo. La alcancé y le pregunté si podíamos conversar un poco. Ella aceptó de mala gana pues ya sabes que no me tenía mucho aprecio por aquellos días. Entramos a su habitación y poniendo mi mejor cara de indignación comencé a relatarle lo que había pasado –claro está que obviando las partes que no me convenían–. Ella me escuchó con educación pero con un rostro que más parecía de fastidio y luego de un monólogo de veinte minutos simplemente me dijo: “Si quieres estar con Elena, pues quédate con ella y olvídate de otras, no seas desleal. Te has comportado como un miserable y tal vez lo seas y si crees que voy a salir a tu favor, olvídalo”. Dicho lo cual me pidió –aún con la cara de fastidio– que me retirase, que quería descansar.
Herido en mi orgullo, salí de la habitación con la firme convicción de que todo aquello no era más que una reacción normal de una fémina para con la desgracia de una de sus compañeras, “Se trata de un típico caso de apoyo entre mujeres”, pensé y no hice el mínimo esfuerzo porque mis pensamientos no se entrancaran en la idea de que tú ahora tenías como aliadas a todas nuestras amistades y que yo simplemente me encontraba en una total orfandad de apoyo. “Maldita sea la hora en que…” dije, pero no pude terminar la frase. Salí de la casa de Chabela y más decidido que nunca me dirigí a la nuestra con el firme propósito de hacer algo, aún no sabía qué, pero algo.
Tú estabas –paradójicamente– revisando tu correspondencia cuando llegué. Supongo que dedujiste lo que pasaba por el fuerte golpe que di a la puerta y por la cara que puse cuando te vi. Me acerqué y me paré frente a ti a poca distancia –tú estabas sentada en el escritorio–, te miré por unos segundos esperando alguna respuesta y sin embargo tú no despegaste los ojos de tu correspondencia.
“¿Qué carajos has hecho, Elena?” te pregunté. Tú continuabas con los ojos bien puestos en tu correspondencia. “¿Por qué lo hiciste? ¿Qué derecho tenías?” Volví a preguntar. Fue entonces cuando levantaste la mirada y con los ojos brillosos me dijiste: “¿Por qué tú lo hiciste Francisco? ¿Qué derecho tenías?” Sinceramente no esperaba que tus respuestas a mis preguntas sean otras preguntas que sencillamente me dejaron desarmado y a las cuales no supe cómo responder.
Opté entonces por la lógica barata que siempre me ha gustado manejar: “No me refiero a derechos de pareja Elena, me refiero a derechos sobre terceros. ¿Por qué tuviste que meterla en esto? Si querías hacer algún daño, ¿No era mejor que ese daño sea para mí? ¡Soy yo quien hizo las cosas mal, demonios!” Fue entonces cuando dejaste a un lado tu correspondencia, como poniéndote en posición de pelea, y comenzaste a hablar: “Escúchame bien Francisco, yo lo único que hice fue poner una foto en el buzón de correspondencias, si por casualidades de la vida esa foto llegó a manos de tu pintora no es mi problema, ¿o es que acaso no tengo también el derecho de poner mis fotos donde yo quiera?”
Mi calma y mi autocontrol me abandonaron en aquellos instantes y mi sangre empezó a hacerme ebullición en la cabeza. Sencillamente no podía entender tu actitud. ¿Cómo era posible tu capacidad de negar lo evidente con tanta calma, Elena?
Fue entonces cuando me di cuenta que tú eras una mujer totalmente distinta a todas las mujeres que se habían cruzado por mi camino hasta ese momento. Me aturdía tu agresividad tan fría y pasiva y, sobre todo, a la vez me aterraba la belleza que tenías aún en esos momentos de cruenta lucha. Me acerqué a ti de manera amenazante, concentré fuerzas en mi mano izquierda y, cuando estuve a punto de levantarla para dejarla caer pesadamente sobre tu rostro, rápidamente se proyectó una película en mi mente: Elena golpeada, gritando, tal vez sangrando, las demás chicas acudiendo al llamado de los gritos, Pancho acusado, culpado, despreciado y sacado a patadas de aquella casa. No, definitivamente no era lo que quería que suceda. Ahora agradezco a Dios que mis impulsos no me jugaron una mala pasada en aquellos momentos. Ve tú a saber cómo y donde hubiese terminado, Elena. Decidí entonces, por primera vez en mi vida, callar y tomar una actitud pasiva en una discusión. Bajé la cabeza, esbocé una sonrisa y salí de la habitación.
Tomé mi chaqueta y mi reproductor de música dispuesto a salir de esa casa con rumbo desconocido. No podía seguir un minuto más allí con la cabeza que me explotaba y tu presencia que lo llenaba todo. Mientras bajaba las escaleras me encontré con Carlos quien me invitó a fumar unos cigarrillos juntos. “T-Ta que-que a-a t-ti ya-a n-no se-se te ve n-nunca-ca P-Pancho, ¡e-estás que-e t-tiras c-co-como l-lo-co m-man!” Me dijo. Yo sólo sonreía y miraba al vacío. Él entendió y sólo se dedicó a fumar a mi lado sin hacer más comentarios.
Luego de un par de horas fumando casi todos los cigarrillos que él tenía, finalmente pregunté: “¿Qué harías si es que el amor de tu vida descubre alguna de tus perradas, Carlos?”. “P-Put-ta q-que si-si e-es el a-a-amor de-dee m-mi vi-vida, l-le pi-pido pe-pe-erdón su-su-biendo e-el ce-cerro S-Sa-an Cri-cri-stóbal de-de r-r-rodi-dillas ii-da y-y vu-vu-elta m-man.” Entonces fue cuando supe lo que debía hacer. Agradecí a Carlos los cigarrillos y el consejo, me despedí de él aduciendo que tenía bastante sueño y me dirigí nuevamente a la casa.
Entré sin hacer mucho ruido, puse mi chaqueta en la mesa y mis audífonos al costado del televisor. Tú no estabas presente, lo cual ya suponía pues después de una discusión como la que habíamos tenido era comprensible que lo que menos querías era tenerme cerca. Me tiré en la cama y con la mirada clavada en el techo empecé –ahora sí– a pensar en el proceder que tendría en adelante con respecto a este y a otros asuntos.
Tomé lápiz y papel para empezar a escribirle una carta a la pintora peruana de la que me enamoré diciéndole y explicándole todo, sin reservas y sin mentiras. Le pedía perdón y le suplicaba su misericordia por mi actuar tan miserable y detestable. Incluso estuve a punto de asegurarle que por su perdón era capaz de hacer una penitencia al cerro San Cristóbal de rodillas ida y vuelta, pero ella era demasiado inteligente como para insultarla de una forma tan simplona y vulgar.
Luego de unos segundos de haber culminado la redacción de la carta, una idea cruzó mi mente –al parecer la primera idea lúcida que tenía en medio de todo ese caos– y decidí que no iba a enviársela a la pintora peruana de la que me enamoré, porque creía que la humillación que había pasado no me otorgaba el derecho de ni siquiera tener el placer de volver a intercambiar alguna línea con ella (lo cual sería a todas luces una nueva humillación), y además porque mi situación era muy vergonzosa, tanto como para no permitirme volver a mostrarle ningún rostro y ninguna presencia. Había perdido al amor de mi vida y esa era la cruz y el padecimiento que tenía que cargar de ahora en adelante como castigo por mi miserable comportamiento.
Sin embargo aún no decidía qué tipo de comportamiento iba a tener contigo. Mi orgullo y arrogancia me hizo suponer que, a pesar de todo, continuarías a mi lado así que debería tomar una decisión rápido. La relación que teníamos definitivamente no iba a ser la misma en adelante y con premura debía trazar un esquema de comportamiento a seguir. Pero en aquellos momentos te odiaba demasiado Elena, y ya mi experiencia me había enseñado que cualquier plan trazado con la mente llena de odio o de furia, de ninguna manera podría ser uno bueno. Así que dejé esa tarea para después.
Empecé a hacer denodados esfuerzos por dormir, sin éxito, claro, y luego de dos horas de deseos inútiles por caer bajo los efectos del cansancio alguien tocó a la puerta. Me sobresalté al imaginar que eras tú. Puse mi rostro de sueño y abrí, pero era Elvira quien, a pesar de haber salido de la casa de una forma poco amigable, no había olvidado nuestra amistad y venía a ofrecerme su solitario pero muy valorable apoyo en esa guerrita que se había iniciado entre tú y yo. Le agradecí con sinceridad su apoyo y, basándome en la necesidad de oídos que escuchen mi pesar, comencé a contarle todo. Al poco tiempo de iniciado mi monólogo ella interrumpió diciendo que ya conocía todos los detalles. “No vine sólo a decirte que te apoyo o a escuchar algo por segunda vez. Vine a darte información que supongo te servirá mucho.” Dijo y sin mediar más palabras empezó a narrarme con lujo de detalles algo que yo ya venía suponiendo desde el primer momento que te conocí.
Resulta pues que tú, una de las mujeres más bellas que he tenido el gusto de conocer y el placer de poseer, en efecto tenías un gran amor escondido. Más que un amor, era quizá una tristeza muy honda que día a día te carcomía y que tratabas de olvidar conmigo, pues da la casualidad que tu amor también era uno arruinado por las grandes distancias. Así fue que tuve el honor de ser elegido de entre las casi nulas opciones que tenías para poder sobrellevar esa pena y poder sobrevivir a la vida sin tu verdadero amor.
Mientras Elvira me narraba el periplo que tuviste que pasar algunos días antes de conocernos, tratando de salvar tu amor e intentando evitar que la distancia se imponga y te aleje de tu pasión, yo sólo pensaba en el buen uso que le podría dar a toda esa información en adelante. “Dime por favor que hasta hoy siguen juntos. Dime que ella lo ama con locura y que, a pesar de la distancia todavía se comunica con él muy seguido.” Pregunté con desesperación. Elena sonrió al ver mi rostro de locura al querer saber algo que en definitiva me iba a poner en una mejor posición de la que me encontraba en la batalla que estábamos librando tú y yo. “Eso sí que no sé amigo. Mi fuente no me dijo nada al respecto”. “Vamos Elvi, dile a Rosa que te cuente todo pues”. Rogué finalmente. “Ja, ja, ja. No sé de donde sacas que Rosa fue la que me contó eso”. “Ay vamos Elvi, no soy ningún imbécil”.
Elvira culminó su relato asegurando categóricamente algo: tú estabas totalmente enloquecida por aquel misterioso, oculto y triste amor que tenías a la distancia. Fue de esta manera como pude empezar a entender muchas cosas que sucedían.
Talvez ese amor te estaba esperando a lo lejos Elena. Talvez ese es el mismo amor que ahora tienes nuevamente junto a ti después de haber superado las barreras que las miles de millas les impusieron. Si es así, déjame aplaudirte de pie porque eso significa que tú ganaste la guerrita, Elena. Tú fuiste mucho más astuta y tus tácticas funcionaron mejor que las mías, pues da la casualidad que, desde aquel tiempo en el que se desarrollaron estos acontecimientos, nunca más volví a saber de la pintora peruana de la que me enamoré y continúo cargando hasta hoy la cruz y el padecimiento como castigo por mi miserable comportamiento. Yo perdí la guerrita aquella, porque perdí al amor de mi vida.
En fin. Cuando Elvira se fue de la casa aquella noche, me quedé nuevamente mirando hacia el techo y tratando de enmarcar aquella información en el tipo de proceder que iba a tener en adelante contigo, y decidí que, a modo de venganza, iba a utilizarla cada vez que tú me atacaras con alguna queja, algún reclamo o algún reproche.
En los días siguientes, después de haber reinado entre nosotros un silencio atronador y cruel, te prometí que todo había acabado entre la pintora peruana de la que me enamoré y yo. Te prometí también eterno e incondicional amor, Elena.
Sinceramente ya no quería seguir con aquella guerrita pues ya me había cansado de ella y de todo lo que implicaba. Necesitaba paz y tranquilidad y, al ser tú la persona que estaba a mi lado, pensé que estaba bien intentar tenerlas contigo. Sin embargo mi espíritu revanchista y mi carácter vengativo no me permitieron lograr ese objetivo. Aún esperaba el momento preciso para devolverte la estocada. Y ese momento no tardó en llegar. Aunque debo aceptar que tal vez se me pasó un poquito la mano y debo, por lo tanto, pedirte nuevamente mis más sinceras disculpas por ello, Elena (otra vez).