lunes, 28 de diciembre de 2009

Egus medium

Por Fred Borbor

La prístina verdad es que siempre he gustado y degustado de mí mismo. De nadie más que de mí mismo –con las benevolencias que implica el compartir un deleite, claro–. Nunca he gustado ni degustado de otras gentes porque simplemente no son yo, y ni sus figuras, aromas, sonidos o sabores me supieron tan sabrosos como yo mismo. Por todo ello me sé con autoridad para decir que no las gusté ni las degusté tanto como las usé, disfruté y maniaté a mi capricho de comparar mi suculencia con su insipidez. Suena extraño, yo lo sé. Quizá ridículo, yo lo sé. Talvez hasta cruel, yo lo sé. Pero se siente tan bien el decirlo, que son comatosas mis reservas al hacerlo.


Todos mis afectos, todas mis caricias, todas mis señales y amablerías, fueron el producto de mi ensañamiento o fueron la sotana de un clérigo enfermo. Siempre mi atención pastó en campos propios, mientras mis sirenas pululaban a oídos de quien las buscaba. Y aunque a veces, es cierto, cometí lo correcto, mostrándome sin ciencia y dejándome sentir, mentí siempre con gran fe, sangré sangres fariseas y broté amores fraudulentos.

Si fuera de mis fantasías existiese un dios en algún cielo, seguramente deliró de contento al darme el soplo de vida mientras me decía: “Se engreído cuanto quieras, ve caminando sin cuidados y ten malicias sin reservas.” Así, me viene desde el génesis el permiso de creerlo todo mío y mío todo. Tengo el pase libre para quererlo todo y tomarlo todo con astucia y sin hartazgos de culpas devenidas. Puedo contradecirme cuanto quiera y como un credo, abusar de infancias como quiera y como un modo, servirme de las gentes como un Baco y como un cebo, dejarlos que me sirvan como un amo y como un siervo.

He de bendecirme, ser un ser normal y existir con deleites que desayuno en las mañanas mirando las nubes sin decir nada. Puedo sazonarme con la furiosa sin razón de ridículos, la alucinación de grandezas, la posería de fantasías y la falsía de figuras. Debo tener el sabor de los turcos soleados y la imagen de la certeza en el yerro que embellecen al espíritu y causan celos al humano.

La culpa no me visita hace mucho. La extraño a veces, es cierto, y a veces me aseguro de nunca invitarla. Cuando me supongo indigno de disfrutarme, al comprobar que quizá no me he compartido mucho, me tiro en mi sueño y sueño que debí ser más benévolo, menos mezquino y más cauteloso. Al despertar todo ha pasado y la culpa sigue lejos, sin venir y sin ser invitada.

Si el tiempo me ofreciera sus dones, no cambiaría ningún surco del arado de mi vida. Lo viviría todo igual e igual reiría de todo. Y si la historia me diera la espalda, le picaría el culo gritándole: “¡Ligera!, no me busques un remedio, ni me entregues tus favores. Dame sí el placer de ser yo, y dame sí el placer de ser ellos los mismos que ahora me sufren y antes me amaban”.

Hay muchos que ríen mi rareza, persiguen mis adeudos y desprecian mis bajezas aduciendo máculas en mi gloria. Son los sabios de las cimas que no bajan al bajío ni al docto vacío han de honrar algún día. Son las bestias medievales con empíreo cacumen de vidas de prosa y alma de poesía. Son todo pero tontos. Son nada pero todo. Son lindos malabares del género que piensa, y –malabares al fin– no piensan que lo bueno tiene en mí a su género. Ríen con ternura leyendo estas líneas, encontrándome como prueba de algún ejercicio. Matan sus demonios en sus corazones, esos que les dicen: “quieres desearlo”.

Pero hay quienes ni me ríen, ni me buscan; ni blasfeman, ni desprecian; sólo me culpan por mis crestas y reclaman mi buena gloria. Se ciegan a la luz de mi extravagancia, como si doliera mi encanto en el fondo de su alma. Yo sólo los miro con dulzura desde lejos, por encima de mis hombros y soplando un fino polvo. Entreabriendo mis párpados los dejo ir sanos, completos, radiantes, lúcidos, fuertes y vigorosos; pero sin paz. Ella es sólo mía y de mi prístina verdad.

No me fue dado en bajada el buen don de apaciguar. Tampoco me castigaron con la paciencia de un hombre. No me encarcelaron con el premio samaritano ni estoy aquí para ser buenito. Escucho a Wakeman mientras cierro los ojos y con autoridad proclamo, sin paréntesis baldío, que esos seres taciturnos –hondos pasos del destino– me lo deben todo y todo lo suyo es mío como lo manda el génesis de mi vida. Que no existe hombre en la tierra ni dioses en el cielo dueños de guadañas poderosas como las mías capaces de zurrarles hasta el cruel hastío. Hoy reclamo sin perezas sus dotes que son mis dotes, su esencia que es mi elixir y su orgullo que es mi fruto. Hoy me estiro complacido en lo suave de sus vidas, me agazapo inconsciente en el barro de su talento, compro sus viñas con la retórica de elementos falseados por el tiempo y agobiados por su cieno. Hoy quiero ser yo quien se lama como un gato degustando lo vivido y enrostrando lo pasado, diciéndoles tras escenas: “hagan esto y aquello”, mientas sus cabezas acarician mis manos y mientras su inconsciente nunca se rebela.