lunes, 25 de mayo de 2009

El furioso clima en la isla de tu recuerdo (pt4)


Por Fred Borbor

Nuestra historia había empezado oficialmente Elena, no con los bríos que ambos esperábamos, pero le dimos inicio de todas maneras. Y no voy a negar la emoción que ello me causaba porque sería tonto. Era la primera vez que vivía algo así, tan intenso y tan apasionante. Casi podría decir que mi alegría no tenía límites ya que al haber probado tus labios, haberte abrazado y al haber acariciado tu bello rostro; mi espíritu se sentía mucho más fresco y lozano que antes. Sí, definitivamente fue una gran inyección de bienestar a mi mente y a mi ser en general.

Aquel bienestar se hizo más palpable cuando poco a poco fuimos entregándonos por completo y cuando el deseo carnal iba apoderándose de nosotros. Ojalá aún recuerdes esas mañanas, Elena. Yo sí las recuerdo siempre –¿y cómo no hacerlo si todos los días me despierto en las mañanas e inmediatamente creo verte durmiendo a mi costado?–. Aquellas mañanas eran fenomenales, porque nos despertábamos antes que los demás y, tratando de hacer el menor ruido posible, nos besábamos y nos acariciábamos despacito, casi en secreto. A veces éramos más atrevidos y nos quitábamos alguna prenda para sentir mejor nuestra piel, algo que me gustaba mucho hacer, especialmente porque tu piel era la más rica que había tocado en mi vida entera, querida Elena. Y así, bajo el cobijo de nuestra frazada, escondíamos nuestros deseos de los ojos de de los demás, quienes ni se imaginaban –eso espero– que en nuestra cama se libraba una batalla amorosa con pólvora de líbido.

Sin embargo recordarás Elena, que únicamente este tipo de jugueteos podíamos practicar en nuestra casa, pues la presencia de nuestras amistades era siempre un impedimento para realizar acciones concretas de intimidad. Suponíamos entonces que eso iba a cambiar con el tiempo y con la mejora de las condiciones, lo que implicaba nuestra cómplice esperanza de mudarnos algún día y tener nuestro propio espacio libre de miradas curiosas o de oídos indiscretos.

Sin embargo grande fue nuestra sorpresa cuando, de la forma más imprevista, la primera vez que pudimos poseernos por completo lo hicimos en un lugar donde no solo estábamos rodeados de nuestras amistades, sino también de personas extrañas. Fue una noche en una fiesta muy colorida –eso me hizo creer que nuestra historia estaría siempre supeditada a ese tipo de reuniones sociales– y donde todo el ambiente estaba pesado, no solo por la bulla que había en la reunión, sino también por tus propios fantasmas, ya que te habías olvidado que en aquella reunión iba a estar presente también el muchacho con el que habías estado en la otra fiesta, aquella de la que ya hablé anteriormente. Y no imaginaste que su reacción iba a ser tan violenta al verte conmigo, pues se acercó a nosotros, te tomó por los brazos y con un “¡Quiero hablar contigo!”, te alejó de mí llevándote lejos.

Yo solo atiné a hacerme el desentendido, aduciendo que todo aquello no era asunto mío y que no me importaba en lo absoluto. Ya sé que muchos me criticarán por este tipo de comportamiento, y también sé que es uno de aquellos comportamientos que nunca me perdonarás Elena; pero quisiera que tú y el mundo entiendan que en aquellos tiempos mi mentalidad era otra. Simplemente no podía cumplir el papel de chico celoso y posesivo. No con el antecedente que ya tenía: la vergüenza que había pasado hacía solo pocas semanas atrás en la casa de aquella mujer no tan bonita como tú, que me tenía embobado.

Y es que en aquella oportunidad, impulsado por el alcohol, los cigarrillos y los celos , había llegado en la madrugada a la casa de aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú, que me tenía embobado, sólo para decirle que era una mujerzuela, mereciendo aquella actitud mía una expulsión casi violenta de aquel recinto. Por favor no me pidas que te explique el por qué de mis acciones Elena, sólo trata de comprenderme. No quería que eso me vuelva a pasar contigo. No quería quedar mal otra vez. Me resistía tenazmente a comportarme nuevamente como un ser celópata. Y quisiera abusar un poco de tu confianza Elena, pidiéndote que me permitas agregar a estas líneas unas de disculpas para mis amigos por haber sido también expulsados aquella madrugada de esa casa junto conmigo. ¡Perdónenme muchachos! Especialmente por haber sido obligados a dejar las botellas de alcohol gratuito casi llenas.

Evidentemente esa era una vergüenza que nunca más quería volver a pasar –y que no volví a pasar, ¡no señor!– aún tratándose de una chica más bonita que aquella. Aún tratándose de una chica como tú Elena.

Los chicos que habían venido del sur me increparon mi actitud: “Oye Francis, ¿cómo es eso que Eli se fue con el chico ese y tú no haces nada? ¿Qué te pasa, acaso eres maroco?” Bueno, ahora, mucho tiempo después, recién me atrevo a responderles: Sí amigos sureños, sí. Fui muy maroco al no defender lo que era mío aquella noche. Sí, no tuve las agallas para hacerle frente a las circunstancias y entender que Elena ahora tenía una relación conmigo –aunque talvez no era lo que ella quería–.

Después de casi media hora volviste con los ojos llorosos, me abrazaste y me dijiste que querías irte de ese lugar. Que te sentías mal. Yo traté de calmarte y consolarte sin saber por qué. No sabía en realidad qué era lo que estaba pasando en esos instantes. Por momentos me venía a la mente la idea de sacar a flote el lado violento de mi personalidad y armar un escándalo en la fiesta por las lágrimas que estabas derramando, las cuales obviamente se debían a la entrevista que a la fuerza habías tenido que sostener con tu ex amante circunstancial. Pero mi lógico razonamiento –del cual ahora reniego– rápidamente me dijo que en aquellos momentos sólo había algo real y verdadero: un muchacho alterado que ahora miraba cómo caminabas tomada de mi mano, aguantando estoicamente el brutal restriegue que le dabas. Eso era suficiente para mantenerme con la boca cerrada en un acto de solidaridad con el género.

Debo agregar a todo esto, sin embargo, una confesión que espero no la vayas a tomar a mal Elena: yo no quería irme de esa fiesta. Había demasiadas cervezas y cigarrillos gratis como para desperdiciarlos abandonando la reunión. Así que traté de convencerte para quedarnos. De hecho, te convencí. Y a pesar de aquel primer impasse, creo que la pasamos bien en esa fiesta. Yo me embriagué. Las demás chicas se embriagaron. Todos nos embriagamos. Tú te acurrucaste en un rincón a llorar a solas (no te molestes Elena, pero supongo que a llorar por algo o alguien que ya no tenías al lado).

Cuando todo llegó a su fin no pudimos enrumbar camino a casa por el lamentable estado de embriaguez en el que casi todos nos encontrábamos. Y de buena gana, aprovechando la enorme casa que tenían; nuestros anfitriones nos invitaron a quedarnos y nos asignaron un colchón ruidoso para descansar pidiéndonos las disculpas del caso, pues si bien es cierto que contaban con varias habitaciones, sufrían de la falta de camas en ellas. No nos importó. Nuestros deseos bullían a flor de piel y pudo más nuestra tentación de estar los dos solos abrazados, a oscuras y echados en un colchón ruidoso.

Una vez instalados, no se hicieron esperar los besos y caricias que el momento propiciaba. Luego de besarnos apasionadamente por algunos minutos, mis manos empezaron a deslizarse por tu pecho hasta llegar a tus senos. Tus grandes, redondos, templados y excitados senos –eran demasiados ricos tus senos Elena–. Comencé a acariciarlos primero suavemente mientras sentía que segundo a segundo iban poniéndose más firmes y duritos. Nunca había acariciado en toda mi vida senos tan deliciosos como los tuyos, senos que con solo tocarlos me hacían llegar a un estado de excitación enorme. Anteriormente pensaba que nunca en mi vida iba a disfrutar de senos más excitantes que los de aquella mujer no tan bonita como tú, que me tenía embobado. Estuve equivocado, tus senos eran los senos más excitantes que había tenido en mi vida, no solo por todas las características que ya mencioné, sino por aquellos grandes pezones que tenías. Tus pezones eran distintos a todos aquellos que había sentido, palpado o succionado alguna vez. Eran grandes, especialmente cuando en tu máximo estado de excitación, se erectaban casi hasta llegar al cielo. Yo los acariciaba con mis dedos, los apretaba, los jalaba y jugaba con ellos como arpegiando las cuerdas de una guitarra. “Un día la ginecóloga me los apretó y me sacó un líquido”, me dijiste al ver mi rostro de admiración. “Habrás estado embarazada” repliqué. “No mi amor, nunca he tenido relaciones con nadie”, me aseguraste y mi excitación se elevó a la enésima potencia.

Sin importarnos nuevamente el ruido que con aquel colchón hacíamos, te levantaste el polo para dejarme abrir tu sostén, lo que hice con rapidez, dejando así a la intemperie tus hermosísimos y grandes senos. Mi rostro de admiración se convirtió en uno de shock. Tú te reíste con picardía y de manera coqueta. Sabías bien lo que tenías, bandida.

Lentamente acerqué mis labios a tu cuello y lo empecé a besar con pasión. Poco a poco iba bajando buscando desesperadamente probar de una vez por todas, aquellos redondos frutos que tan tentadoramente se movían en el aire. Tomé tu seno izquierdo con mi mano derecha y comencé a masajearlo con cuidado pero con firmeza. Mis labios recorrían a tu seno derecho con locura voraz y, casi sin esperar más, busqué con mi boca el pezón. Cuando lo encontré me sentí un bebe hambriento pues empecé a succionarlo de una forma voraz. Tus enormes pezones fueron mi satisfacción aquella noche Elena, pues como ya te dije, jamás había probado pechos y pezones tan grandes y deliciosos en mi vida. Pechos y pezones que disfrutaría cada día durante el tiempo que te tuve y que, con el pasar del tiempo, se han convertido en uno de mis más ardientes recuerdos.

En aquellos momentos ardía de ganas por poseerte y aparentemente tú también, así que nos olvidamos por completo de aquellos pudores que nos impidieron hacer el amor sabiendo que nuestras amigas estaban a solo unos metros de distancia. No nos importó que exista la probabilidad de que esa noche, estando ebrios y a oscuras, seamos descubiertos haciendo el amor en el colchón ruidoso de alguno de nuestros anfitriones. Nos desnudamos rápidamente, nos besamos con sincera pasión. Recorrí con mis labios cada centímetro de tu cuerpo. Besé, chupé y mordí tus senos, tu abdomen, tus brazos, los dedos de tus manos y tus piernas. Hice caso a mi ebriedad y a mis fantasías sexuales cuando al llegar a tus pies, te saqué las medias y de manera amorosa y desesperada los empecé a besar. Recordé que no tenías experiencia en esas cosas y te tranquilicé susurrándote al oído que todo estaba bien, que si no querías hacerlo no lo haríamos. “Tengo miedo”, mi dijiste en secreto. Te dije que me dejaras hacer todo, que si no te gustaba me detengas y que si te lastimaba tenías licencia para odiarme toda tu vida –no te lastimé aquella noche Elena, pero sí lo hice después con mi forma de ser. Ahora sé que me odias, talvez para siempre–.

Suavemente me deslicé hacia bajo y metí mi cabeza entre tus piernas. Acaricié con mi lengua tu intimidad y traté de hacerlo de la manera más cariñosa posible. Comencé a escuchar entonces tus primeros gemidos de placer y me sentí bien conmigo mismo. Luego de casi quince minutos de acariciar tu intimidad, luego de varios minutos más de tocarte, besarte, lamerte y degustarte; me acomodé encima de ti y con cuidado hice que nuestras intimidades se tocaran y rozaran. Debo decirte Elena que en aquel momento también yo me encontraba temeroso pero por estar haciendo algo que tal vez después no te gustaría. Por eso te pido perdón nuevamente. Perdón por haberte hecho algo de lo que ahora te arrepientes.

Poco a poco empecé a entrar en ti. Lo hice despacito y con calma, para no lastimarte y para que esa no te sea una experiencia desagradable ni para que nadie en la casa, a raíz de tus gemidos, sospeche que en aquel colchón ruidoso dos seres excitados y temerosos estaban haciendo el amor. Entré en ti con el cuidado de un cirujano y con el placer de un sátiro, lo hice despacito y con el gusto de sentir tu calidez interna honrando mi sexo agradecido. Tú ahogabas tus gritos de dolor con tus manos tratando de que no salieran y nos delataran, pero sin dar marcha a tras en ningún momento. Me entregaste tu cuerpo y tu feminidad como lo hace una mujer que ama a su hombre. Te agradezco por eso Elena. Ojalá que ahora, mucho tiempo después, sepas que yo también me entregué por completo a ti, no de la forma que tú esperabas, pero sí por completo.

Aquella mañana amanecimos juntos, abrazados y encantados por lo que había sucedido y a diferencia de la primera vez que amanecimos juntos, ahora no quería levantarme y separarme de ti. Nuca más iba a hacerlo durante el tiempo que te tuve. “Algún día cuando vayamos Vancouver, te mostraré los espectaculares bosques que hay allí”, te dije y tú te emocionaste casi hasta las lágrimas. Me abrazaste fuerte y susurraste a mi oído: “Es la primera vez que te escucho planear algo conmigo a futuro, espero que lo cumplas mi amor”. Ahora me da pena el no haber podido cumplir esa promesa Elena. Lamento que se haya convertido en una más de mis tantas promesas rotas.

Fueron pasando los días y yo me sentía encantado y embrujado por ti. Sinceramente era feliz a tu lado. Sin embargo Elvira, lejos de alegrarse por el bienestar que estaba sintiendo, fue la más sorprendida con las nuevas. Le gustaba el hecho de que su querido amigo Pancho se haya fijado en otra chica distinta (¡muy distinta!) a aquella mujer no tan bonita y hermosa como tú que lo tenía embobado. Pero no esperaba que aquella fijación se convierta en algo tan concreto como una historia amorosa. “A lo mucho me esperaba sólo unos besitos, como los de aquella noche.” Les comentó a Rosa y a Chabela.

La verdad es que no eran para menos sus expresiones, pues compartía con aquella mujer una relación amistosa muy buena, la misma que se fortaleció cuando empezó a salir con su mejor amigo, o sea yo. “Ay, pobre mi amiga. De verdad que hacía una bonita pareja con Pancho. Ella no se merece esto.” Solía decir.

Cuando me enteré de sus lamentos, busqué hablar con Elvira para explicarle que mi historia contigo era mucho más importante que las salidas que había tenido con su amiga. No pude, ya que cuando la encontré ella no reparó en cortesías amicales y de un grito me increpó la deslealtad que estaba cometiendo contra su amiga, hecho que me hizo sentir muy mal, pero que no desvirtuó en ningún momento mis ganas de seguir adelante con la historia que estaba formando contigo. ¿Y cómo iba a suceder eso, si tú eras muy amorosa y me encantaba estar a tu lado compartiéndote mis días? Me enseñaste a ser cariñoso y a ser un poco cursi, especialmente por ese marcado gusto que tenías por ponerle un sobrenombre a todo y a todos; y por supuesto que aún recuerdo bien el que me pusiste, el cual, evidentemente, no registraré en esta carta para no convertirme en objeto de burlas de todos aquellos que también la lean.

Casi podría afirmar que en el corto tiempo que te tuve a mi lado, comprendí que nunca es malo ser sensible a dar y recibir cariñitos, porque simplemente es rico y es bueno. Tú fuiste la causa de que en cuestión de semanas me vuelva un hombre casi, casi de familia, no obstante que no teníamos hijos (y que no llegamos a tenerlos). Pues me volví un ser dedicado enteramente a sus dos pasiones: el trabajo y la casa, ya que a diferencia del resto de mis amigos, que después de las labores no encontraban mejor lugar a donde ir que los clubes de la ciudad; yo no podía concebir un mejor lugar donde estar que no sea en mi casa, cenando lo que tú preparabas y haciéndote el amor todas las noches.

Así empezó nuestra verdadera historia Elena, una historia que hasta hoy la encuentro no solo en las fotos y videos que me quedaron como testimonio de aquellos tiempos, sino también en canciones, en programas de televisión, frases, lugares, etc. Y es que era emocionante estar a tu lado, tanto que hasta podría decir que a veces me sentía en una nube al solo recordar que te tenía y de lo bien que psicológicamente me hacía el estar emocionado por ti.

Todos los días me despertaba con una sonrisa en los labios y como ya dije, incluso el trabajo, al que antes consideraba el mayor creador de las infelicidades, me parecía agradable pues sabía que al culminar la jornada iría a casa y te vería ya no de lejos ni a escondidas, sino de cerca y sin reservas.

Todos los días cruzaba rápidamente las calles de distancia que había entre el edificio donde trabajábamos y la casa donde vivíamos. Al hacerlo me cubría de la lluvia o del frío tratando de sostener bien en mis manos mi almuerzo, el cual guardaba para poder ingerirlo en tu compañía. Llegaba a casa, con frío, mojado y cansado; pero antes de abrir la puerta me daba un tiempo para cerrar un ratito mis ojos y pensar en tu bello rostro. Entonces entraba para encontrarte casi siempre mirando la televisión, echada en la cama con tu pijamita blanca con pequeños detalles femeninos que tan bien te quedaba. Yo dejaba rápidamente todas las cosas en la mesa y me tiraba en tus brazos. Tú me cubrías por completo con tus besos y me envolvías con tus brazos y piernas mientras cariñosamente me decías: “Hola mi amor.” Y yo, dando un suspiro de complacencia y cerrando mis ojos mientras te sentía, te decía: “Hola mi pechocha.”

Por sus constantes miradas de reprobación y sus abundantes comentarios negativos sobre ti, te decepcionaste de la amistad que Elvira decía tenerte. Yo también me decepcioné un poco porque creí que lo correcto en esos casos era ser leal a la persona con la que dormía todas las noches.

Y ya sea por haber perdido a su mejor amiga, por haber perdido su parte de la cama o simplemente por envidia; Rosa, la parlanchina, también empezó a sentirse decepcionada, pero de tu amistad: “Ella dijo que nunca me abandonaría, pero ahora sólo vive pegada a Pancho”, se quejaba usualmente. Aunque debo admitir que en su caso, fueron también las constantes burlas que yo le propinaba las que hicieron que se lamente por tu actitud poco amical. “La verdad es que no me cae nadita tu novio Eli”, te dijo un día mientras almorzaban. A lo que tú valientemente contestaste con un: “Bueno, lo importante es que a mí me guste”. Aquello fue fatal para su amistad, ya que le hizo pensar a Rosa que, después de tantos años de fraternal cariño, ni ella ni su opinión tenían algo de importancia para ti. ¿Recuerdas Elena cómo nos burlamos de sus lágrimas cuando le dijiste eso? ¡Que risa por Dios!

Y para finalizar con broche de oro la avalancha de resentimientos y enemistades que nacieron en aquellos días, debo mencionar los problemas existenciales de Chabela, quien como buena artista, tenía un espíritu atormentado no obstante que trataba de demostrar lo contrario. Era estudiante de Artes Escénicas en una prestigiosa universidad limeña, le gustaba la literatura, la pintura, la música poética y las reflexiones a la luz del amarillento baño de la casa. Pero supongo que esas extravagancias llegaron a tocar un límite cuando se juntaron a su alrededor varios factores: su rompimiento sentimental con Homero, la lejanía de su familia y especialmente aquel creciente sentimiento de no sentirse entendida por nada ni por nadie. Y muy a pesar de que desde el inicio de toda esta historia, ella fue la persona con la que mejor me relacioné (fue en muchos aspectos mi soulmate, en el sentido estrictamente amical), no pude evitar ser el primero en los objetivos de sus desprecios. Por ejemplo una tarde, mientras tratábamos de tener un almuerzo civilizado, le pregunté algo y con el mayor de los desdenes me dijo: “Bueno ya expliqué eso. Si no lo entendiste, jódete”. Y en este punto me permitiré decirle algo a Chabela, con tu permiso Elena: eso realmente me dolió Chabelita y creó en mí un resentimiento bárbaro. Por eso es que ya no quise hablarte. Por eso es que sin la menor consideración hacia ti, tomé partido por Homero durante su rompimiento. Pero, vamos, ahora el tiempo ha pasado y ya no te guardo ninguna cólera. Te quiero y te respeto como la gran amiga que en algún momento fuiste y estoy seguro que, con el tiempo, llegarás a ser aquella súper actriz de Broadway que tanto anhelas ser. Y en todo caso, no tiene nada de malo eso de ser actriz de telenovelas peruanas; algo que realmente detestas ser. (¿Quién sabe Chabelita? Quizá en algún momento tengas que caracterizarte a ti misma en la teleserie sobre este relato... ¡Bah! No me hagas caso, ya sabes como soy de tonto a veces).

En ese estado, las cosas no podían caminar bien entre todos los habitantes de aquella casa. Por eso es que sin darnos cuenta, aún no sé cómo, se filtró la idea de la separación –es decir, ellas, de nosotros–. Yo particularmente no tenía problema alguno en seguir compartiendo la casa, total, era sólo un arrimado que se había infiltrado en aquel hogar. El único inconveniente que tenía era el hecho de no poder tener un espacio íntimo contigo Elena. El no poder disfrutar a plenitud de nuestra naciente y cada vez más creciente pasión. Pero tú ya habías tomado una determinación: no las querías cerca. Las querías fuera de la casa en la brevedad de tiempo posible. No te habían hecho mucha gracia aquellas habladurías de Elvira, los resentimientos de Rosa o las extravagancias artísticas de Chabela. No. Las querías fuera. Y no sólo por esos motivos, sino también porque ya habíamos empezado a dar rienda suelta a nuestros deseos; ya que todas las noches nos quedábamos despiertos, hablándonos despacito y tocándonos suavemente para no hacer mucho ruido que nos delate ante las demás chicas. Pero eso casi nunca funcionaba, pues era recurrente que a mitad de la noche alguna de ellas se despertaba y, entendiendo lo que sucedía, soltaba un suspiro o un carraspeo, diciéndonos tácitamente: ¡Silencio carajo! Gracias a esas imprudencias es que ellas entendieron también nuestras necesidades y decidieron sabiamente mudarse de casa. Y fue una gran suerte aquella gentileza y fineza de su parte, ya que así pudimos quedarnos solos, viviendo nuestro romance, viviendo nuestra aventura.

Sin embargo las chicas no se fueron sin antes enojarse mucho más contigo, ya que tu evidente apuro en sacar sus cosas y dejarlas en el pasillo mientras ellas no estaban, no fue definitivamente un buen agradecimiento por el favor que nos estaban haciendo. Elvira, una vez más, afiló sus comentarios contra ti: “¿Qué se ha creído Eli? ¿Acaso piensa que con esas actitudes es mejor que nosotras? ¿Qué se ha creído esa huevona para botar nuestras cosas? ¡Ag!” Aunque debo confesarte Elena, que era lo mismo que yo quería hacer. Yo también quería sacarlas de la habitación lo más pronto posible para así quedarnos solos y por fin poder dar rienda suelta a mis deseos por ti. Sólo que, como ya dije anteriormente, soy demasiado cobarde para hacer cosas así. Tú eras la indicada para hacerlo Elena. Tu carácter era el apropiado para cumplir esas pequeñas maldades. De tal modo que, una vez libre de compañías indeseables, continuó nuestra verdadera vida juntos.

Decía que gracias a ti y a esa fascinante vida que me diste, me convertí prácticamente en un hombre de familia. Y debo acotar que eso no solo me refería al hecho de vivir en pareja, sino también al hecho de sentir todo lo inherente a una persona que pasa por esa agradable experiencia, llámese preocupaciones, tristezas y enojos. Todo ello, junto a la felicidad y alegría que me producía el hecho de tener una chica tan linda a mi lado, hizo de ese periodo de mi vida uno de los mejores y de mí un completo hombre de familia.

Algunas noches, cuando dormíamos, me despertaba a mitad de madrugada, te buscaba con mis brazos y tú te acomodabas en mi pecho para continuar durmiendo. Era en esos momentos cuando quería abrazarte muy fuerte hasta pegarte a mí de una manera inherente para nunca más separarnos. Pero no quería despertarte y prefería entonces sostenerte suavemente y dejar que mi pecho sea tu almohada. Aún con mis ojos abiertos en la oscuridad y escuchando el relajante sonido de los enormes camiones pasando por la autopista, pensaba en que no podría tener mejores momentos que aquellos. “Me siento tan feliz”, me repetía hasta que poco a poco iba sucumbiendo ante el sueño y me quedaba dormido junto a ti. Y en honor a la verdad y a la sinceridad, debo decir que no eran pocas las mañanas en las que me despertaba antes que tú Elena, solo con el objetivo de aprovechar las primeras luces del día y observarte mientras dormías para poder ver tu despertar. Esa era una de mis mayores delicias a tu lado. ¡Ah! Debes saber que te veías preciosa cuando dormías, Elena. Tu perfecta y respingada nariz mirando hacia el cielo daba la impresión de una naturalidad inmaculada y casi pasaba imperceptible la intervención quirúrgica de la que había sido objeto para alcanzar esa belleza. Tus labios carnosos se conjugaban perfectamente con tus rosadas mejillas, lo que te daba una hermosura sin par, digna de ser admirada todas las mañanas mientras permanecía en la quietud y paz del sueño. Habían también ocasiones en las cuales, mientras aún estabas dormida, ponía mis dedos sobre tu rostro tratando de ser cauteloso y de la manera más discreta te acariciaba suavemente, tratando de no despertarte para que no creyeras que era un imprudente. Te miraba extasiado mientras lo hacía y a la vez escuchaba tu respiración tan calmada y tan pausada, distinta de la que aveces tenías en medio de la noche, cuando por culpa de tu compulsiva adicción al cigarrillo, te agitabas y emitías unos sonidos nasales alarmantes que me asustaban, pues me hacía creer que te perdía.

No teníamos muchos temas de conversación, es verdad, ya que tus gustos y mis gustos era bastante distintos. Tus costumbres y las mías también lo eran, pero aún así era feliz a tu lado. Aunque debo reconocer que algunas veces (como aquella cuando fuimos al súper mercado a hacer las compras de la semana) me vi obligado a decirte cuanto me aburría contigo: “Cuando estoy con alguien tan cabeza hueca que no pueda sostener un tema de conversación interesante, me aburro demasiado”. Claro que tú nunca entendiste mis palabras –afortunadamente–. “Es que tu eres un conversador compulsivo mi amor”, me respondiste.

Nuestras diferencias nunca se notaron mucho en aquellos primeros días. Tal vez porque, al ser los primeros días de nuestra convivencia, estabamos mucho más abocados a emocionarnos, desearnos y explorarnos que a analizarnos. Los problemas típicos de una pareja joven que deciden vivir juntos no nos hacían mella todavía, y cuando sí, nuestra primigenia tolerancia y nuestros comprensivos deseos nos ayudaban a superar el tramo.

Uno de los primeros problemas que nos aquejó, no fue uno de importancia en realidad, pero sí causó en mí una cierta sensación de malestar. Y es que Elvira, seguramente por la inquina que aún sentía hacia ti por el mal comportamiento que tuviste cuando se mudó de casa con las demás chicas, afiló nuevamente sus maliciosos comentarios en tu contra y afirmó que, llegado el momento, se burlaría de mí delante de todos mis amigos por lo inocente que era al creerte cuando me decías que eras virgen. Y no sé si te diste cuenta en ese momento Elena, pero en realidad creo que ese tipo de comentarios tuvieron como punto de inicio la boca parlanchina de Rosa, tu mejor amiga. Sólo ella pudo haber afirmado tamaño embuste para tomar eco en los comentarios ácidos y lacerantes de Elvira, mi mejor amiga.

Quiero ser muy sincero en este punto, Elena: nunca he sido un buen conocedor de hímenes. Nunca he sabido diferenciar entre uno intacto o uno rasgado, y tampoco me ha gustado preguntar sobre la condición de ellos a sus respectivas poseedoras. Nunca me importó, ni me importa, cual sea la condición de un pedacito de piel en la intimidad de las mujeres. Siempre me he dejado guiar por la información que me brindaban las mismas dueñas de los hímenes que iba a visitar, porque lo único que me importa de ellos es que no estorben en el disfrute de la acción carnal. Solo recuerdo a un himen en especial que no necesitó de presentación para saber que un enorme pene había hecho estragos en él, no obstante lo cual, de todas formas lo disfruté a rabiar. Pero ese no es el tema de este escrito. Tu himen, sea que haya estado rasgado previamente o no, me encantó y no solo lo disfruté a rabiar, sino que también lo llegué a amar con locura y pasión. Así que, a pesar de las envidias de las demás chicas y las futuras burlas que Elvira me iba a propinar frente a mis amigos, tomé por ciertas tus afirmaciones de inmaculada virginidad.

pero como ya dije, aquello fue un simple problemita que no causó más que un cierto malestar e incomodidad. Aún no teníamos los problemas reales. Aquellos que vendrían muy pronto y que fueron la representación innegable del huracán violento y el furioso clima que aún es tu recuerdo para mí.